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Ricardo la miró sorprendido y se echó a reír al comprender cuán ridículo era discutir sobre moralidad con la ramera de su hermano. Le causaba gracia que ella protegiera tanto a Ned, aunque también le resultó levemente conmovedor, y ella ascendió un poco en su estima. Creyó comprender por qué atraía a Ned; esa mujer estaba en las antípodas de Isabel.

– ¿Creéis que un rey no necesita relajarse, ahuyentar los problemas de su mente al menos por unas horas? Y ahora más que nunca, con la tensión de las últimas semanas, cuando su propio hermano será acusado de traición…

A Ricardo dejó de causarle gracia. Le escandalizaba que el problema de Jorge se comentara con tamaña ligereza.

– Conque también estás al corriente de eso.

Ella lo miró sorprendida.

– Hace semanas que en la corte es de conocimiento público.

Sí, pensó Ricardo con amargura. Todos lo sabían. Sólo él permanecía en la ignorancia. Él era el único a quien Ned no se había dignado contárselo.

Eduardo abrió la puerta de un tirón. La cabeza le palpitaba con un dolor sordo que no podía ignorar y se había enjuagado la boca con mirra y miel, pero no había podido eliminar el gusto agrio que le llenaba la boca y le irritaba la lengua.

Thomas se materializó a su lado, desmelenado y febril. Reparando sin interés en la agitación de su hijastro, Eduardo reclamó una copa, pero la rechazó después de atragantarse con el primer trago. ¿Por qué un hombre elegiría malvasía por propia voluntad? Sin embargo, el malvasía era la bebida predilecta de Jorge. Qué típico de Jorge, que hasta su gusto en vinos fuera cuestionable. Pero, ¿por qué pensaba en eso? ¿Jorge debía invadir sus pensamientos esta noche? Se volvió hacia Thomas.

– ¿Por qué estas personas merodean como ovejas? -rezongó-. ¿Y dónde está Jane?

Thomas se encogió de hombros.

– No lo sé. La última vez que la vi, estaba a solas en un rincón con tu hermano.

– ¿Dickon? -Eduardo no ocultó su sorpresa-. ¿Aquí, esta noche? ¿Estás seguro?

– Totalmente. -Demasiado amargado para contener la lengua, Thomas siguió machacando-. En cuanto a por qué aún están aquí, no lo sé.

– ¿Jane y Dickon? -Eduardo sonrió fríamente-. Ya te dije una vez, Tom, que no soporto a los necios. Yo que tú pensaría en ello.

No esperó a que Thomas respondiera, detectó el vestido azul de Jane y se dirigió hacia ella. Jane lo vio antes que Ricardo. Sonrió, adorándolo con los ojos.

– Bien, habéis escogido un rincón apartado, ¿verdad? -dijo Eduardo con afectación-. Espero no interrumpir nada.

Jane quedó boquiabierta. Madre de Dios, esta noche estaba realmente achispado.

– Querido señor -tartamudeó ella-, no pensaréis…

Ricardo no estaba de ánimo para juegos, y menos esta noche.

– Basta, Ned -protestó-. ¿No ves que la estás asustando?

Jane aún estaba boquiabierta, y sus aros tintinearon cuando se volvió para mirar a Ricardo. Nunca había oído que nadie le hablara a Eduardo con tanta familiaridad, ni siquiera Will. Y de pronto comprendió quién era Ricardo, quién tenía que ser, y se puso roja de vergüenza.

Eduardo, riendo, le ciñó la cintura con el brazo.

– ¿Creíste que hablaba en serio, tesoro? Bien, Dickon, vaya sorpresa. No te esperaba en Londres hasta dentro de un par de semanas.

– Necesito hablar contigo, Ned.

– Eso espero. Hace más de seis meses que no nos vemos. Sacar a este hombre de Yorkshire, Jane, es como extraer una muela. Nunca entenderé por qué le fascinan esos páramos del norte, pero…

– Venga, Ned. Es urgente.

Jane ya no escuchaba. ¿Cómo podía haberse puesto en ridículo de tal modo? «Se ve que no frecuentáis la corte», le había dicho, y lo había tildado de presuntuoso. ¡Por Dios! Pero al cabo de un instante su sentido del humor prevaleció y le costó sofocar la risa. En verdad era gracioso, y Ned se habría desternillado de risa. Y su vanidad no se sentía tan herida por la indiferencia de Ricardo, pues todos sabían que estaba prendado de su mujer. Tan enfrascada estaba en estos pensamientos que Eduardo tuvo que repetir su nombre para que ella comprendiera que le hablaba a ella.

– ¿Y bien? ¿Vienes o no?

Tan acostumbrada estaba a complacer sus caprichos que ni siquiera pensó en hacer preguntas y se apresuró a seguirlo a la alcoba. Una vez allí, sin embargo, se arrepintió de haber obedecido con tanta premura. Ricardo no aprobaba su presencia. La miraba con el ceño tan fruncido que Jane se sonrojó, ansiando justificarse, escudándose en la insistencia de Eduardo.

Sólo Eduardo parecía estar a sus anchas.

– Ven aquí, tesoro -la llamó, palmeando la cama-. Me alegra tenerte de regreso, Dickon, pero, ¿tienes que pasearte como un gato al acecho? Siéntate y háblame de tu viaje. Habrás traído a Ana, espero. ¿Dónde estáis residiendo, en el castillo de Baynard?

– No. En Crosby Place.

Eduardo no pareció notar el tono cortante.

– Claro, me olvidaba. Jane, conoces Crosby Place, ¿verdad? Ya sabes: esa enorme casa solariega de Bishopsgate Street. Mi hermano la alquiló el año pasado a la viuda de Crosby y por lo que he oído vive allí con más lujos que yo.

– Una casa muy hermosa, en verdad -concedió cortésmente Jane, y dirigió a Eduardo una mirada implorante-. Amor, creo que no debería estar aquí. Es evidente que Su Gracia de Gloucester quiere hablar de ciertos asuntos en privado…

– Es cierto, Ned.

Antes de que Eduardo pudiera reaccionar, Jane se puso de pie y Ricardo fue a abrirle la puerta. Por un instante Eduardo sintió la tentación de llamarla, pero desechó la idea. En el mejor de los casos, Jane sólo podía demorar lo inevitable.

Ricardo cerró la puerta con cuidado.

– Entiendo que quieres juzgar a Jorge por el cargo de alta traición -dijo con naturalidad.

No era el tono que Eduardo esperaba.

– Sí -dijo con cautela-, así es.

– Entiendo… Y supongo que lo pasaste por alto. ¿O no me lo mencionaste porque no te pareció importante?

– Guárdate los sarcasmos, Dickon. -Eduardo se sentó en la cama, dijo a la defensiva-: Pensaba decírtelo cuando regresaras a Londres. -Acomodó almohadas para apoyar la espalda-. ¿Cómo te enteraste?

– Paramos en Berkhampsted en nuestro camino al sur.

Eduardo se puso alerta, pero no lo reveló.

– Lamento que ma mère deba afligirse por esto -dijo impasiblemente-. Pero no tenía opción.

– Mira, Ned, no excuso lo que ha hecho Jorge. Sería el último en defenderlo. Pero acusarlo de alta traición… No entiendo. ¿Por qué ahora? Le perdonaste sus traiciones pasadas, perdonaste lo que era casi imperdonable. Acusarlo de traición ahora… Bien, es como usar una ballesta para abatir un gorrión. Para mí no tiene sentido. Sin duda su respaldo a Warwick fue mucho más peligroso que cualquier conspiración que pergeñe hoy en su ebriedad.

– Díselo a Ankarette Twynyho -rugió Eduardo, y Ricardo contuvo el aliento.

– Eso no es justo -protestó-. Sabes que opino que la muerte de esa mujer fue un asesinato. Pero también sabes que Jorge no es responsable de todo lo que hace. Hace tiempo que ambos lo sabemos, Ned.

– ¿Qué sugieres? ¿Que me cruce de brazos mientras él se burla de las leyes del reino? ¿Debo permitirle que se divierta cometiendo asesinatos? Dime qué pretendes de mí, Dickon. ¿Que haga la vista gorda y deje que Dios se encargue de juzgar sus crímenes?

Ricardo quedó perplejo. Nunca había visto a Eduardo tan enardecido.

– Claro que no es eso lo que sugiero -dijo lentamente-. ¿Puse algún reparo cuando lo enviaste a la Torre en junio? Eso se justificaba, había que hacerlo. Pero no puedo opinar lo mismo de una acusación de traición. No ahora. -Ricardo titubeó-. ¿No has pensado en ma mère y en Meg? Tú y yo tenemos un centenar de motivos para desconfiar de Jorge, y te diré con franqueza que todo afecto que haya tenido por él se extinguió por completo hace seis años. Pero no es lo mismo para ma mère. Ella…