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– No quiero hablar más de esto -interrumpió Eduardo-. Te he escuchado, y en horas en que habría mandado al demonio a cualquier otro. Pero no llegamos a nada. ¿Dices que la acusación de traición es injustificada, innecesaria? Bien, para mí está más que justificada, es la única decisión que puedo tomar. De lo contrario, no la tomaría. ¿O crees que así es como pienso divertirme este invierno? ¿Crees que acuso a mi hermano de traición para ahuyentar el tedio?

Sobresaltado, Ricardo meneó la cabeza.

– Por Dios, Ned, ¿qué mosca te ha picado? No vine aquí para reñir contigo. Sólo procuro entender tus razones, ver esto con tus ojos. ¿Acaso es mucho pedirte que me expliques por qué?

– Creo que mis motivos hablan por sí mismos. No esperes que te enumere los pecados de Jorge, pues los conoces tanto como yo. Ahora bien, si quieres quedarte para hablar de otros asuntos, con todo gusto. Pero si te empeñas en hablar de Jorge, debo recordarte que es casi medianoche y que una amante esposa te aguarda en Crosby Place.

Se hizo un crispado silencio.

– Tienes razón -dijo al fin Ricardo-. Se hace tarde. -Se detuvo ante la puerta-. Quizá no te guste oírlo, Ned, pero ma mère está muy acongojada por esto. Creo que la tranquilizaría mucho si le escribiera que sólo te propones asustar a Jorge para que recapacite. ¿Puedo darle ese alivio? ¿Puedo garantizarle que Jorge no se enfrentará al verdugo?

Lo había preguntado por pura formalidad; no había pensado en serio que Eduardo pediría la pena capital. Pero vio que el rostro de Eduardo se endurecía, y que desviaba la vista sin responder.

– Dios santo -murmuró, viendo la verdad-. Sí se enfrentará al verdugo, ¿verdad? ¡Piensas ejecutarlo!

Eduardo irguió la cabeza.

– Todo depende -dijo fríamente- de que lo juzguen culpable o inocente.

13

Londres. Enero de 1478

– ¿Estas cartas son todo, milord? -Ricardo notó que su secretario ocultaba un bostezo. Era más tarde de lo que había creído. Hacía horas que habían tocado las completas.

– Sólo una más, John. Quiero que encuentres la carta en que el alcalde y los regidores de York me piden que interceda ante mi hermano el rey en lo concerniente a esas pesquerías ilegales del río Aire. Diles que he hablado con el rey por ese asunto, y al regresar a Middleham supervisaré una investigación de los ríos Ouse, Aire y Wharfe para que se elimine toda pesquería no autorizada. -Pero John volvía a bostezar, y Ricardo se apiadó de él-. No lo hagas ahora. Sólo anota lo que quiero decir y mañana puedes redactar una respuesta adecuada.

Hacía años que John Kendall estaba al servicio de Ricardo, el tiempo suficiente para regañarlo con la familiaridad nacida del respeto mutuo.

– Vos también deberíais acostaros. Habéis descansado muy poco estas semanas. -dijo. Viendo la mueca irónica de Ricardo, sonrió y concedió jovialmente-: Sí, ya sé. Hablo como una niñera preocupada. Pero en ausencia de vuestra esposa, alguien debe cerciorarse de que os cuidéis. Espero que ella regrese pronto.

– También yo.

Hacía cinco semanas que Ana había retornado a Middleham. Ricardo no quería que se fuera, y había sentido la tentación de prohibírselo. Pero entendía su necesidad de estar con su hijo; Ned aún no tenía cinco años, y era demasiado pequeño para pasar las Navidades sin ninguno de sus padres. No, no podía culpar a Ana, aunque la echara de menos. Tampoco podía culparla si se preocupaba más de la cuenta por las fiebres y magulladuras de Ned. Ana se sentía frustrada; el amor que debía haber prodigado a una numerosa descendencia no encontraba más cauce que Ned. Cuidaba bien de Johnny, y la relación entre ambos era buena. Pero sólo Ned era de ella. Ned, que era su primogénito y su último hijo.

Como una gata con un solo gatito, pensó Ricardo, y a fe que Ana era muy distinta de su dulce cuñada. El hijo mayor de la reina sólo contaba siete años y, desde los tres, tenía su propia morada en Ludlow.

¿A Isabel le había molestado desprenderse de su hijo a tan tierna edad? Ricardo, que ya no daba el beneficio de la duda en nada a la esposa de su hermano, pensaba que no. Se hacía por cuestiones políticas, con la esperanza de que la presencia física del pequeño príncipe de Gales sirviera para fortalecer la lealtad de las Marcas Galesas, y quizá diera resultado, pero aun así Ricardo pensaba que era una pésima estrategia, pues significaba que el niño era criado casi exclusivamente por su tío, Anthony Woodville, y rara vez veía a sus padres. Ricardo no era el único que reprobaba esa decisión; a pocos les complacía que al futuro rey se le inculcara la lealtad a los Woodville, que asimilara los valores de los Woodville.

Ladraban perros en la zona de los establos, y Ricardo irguió la cabeza, procurando distinguir el vozarrón de Gareth. Se asombró de la tenacidad de ese hábito, pues hacía años que se había llevado al enorme perro de Middleham. Gareth ya tenía trece años y en esos días se dedicaba a dormitar al sol y seguir rígidamente a los hijos de Ricardo.

El ladrido de los perros continuó y Ricardo se acercó al mirador. Le sorprendió ver que varios caballos habían entrado en el patio interior, en vez de ser llevados a los establos, detrás de la capilla. El vidrio de la ventana estaba turbio, opaco; lo frotó con el puño, despejándolo a tiempo para ver que sus sirvientes se congregaban alrededor de una mujer envuelta en piel de zorro plateado. Al desmontar, se quitó la capucha y, a la luz de las antorchas, Ricardo reconoció a su esposa.

Ana ya no tenía frío; el hogar de la alcoba estaba bien provisto y la cama cubierta de mantas. Pero estaba muy cansada. Había tardado siete días en viajar al sur desde Middleham, siete días de vientos huracanados y temperaturas gélidas; hoy se había levantado al alba y había recorrido unas extenuantes treinta y ocho millas. Logró olvidar su fatiga mientras hacía el amor con Ricardo; ahora volvía a sentirla.

Pero al tocar el cuello y los hombros de Ricardo, encontró músculos rígidos y anudados.

– ¡Qué tenso estás, amor mío! Acércate y te frotaré la espalda. Quizá te ayude a dormir.

Él obedeció y Ana, olvidando su agotamiento, trató de relajarlo.

– Oí que Jorge ha comparecido en juicio, Ricardo -dijo en voz baja-. ¿Quieres hablarme de ello?

Ricardo hizo una mueca, pues ella le había tocado una dolorosa contractura de la espalda.

– Oíste mal, Ana. No fue un juicio. Fue una condena en que los únicos testigos eran acusadores, no se presentaron pruebas y el veredicto era una conclusión sacada de antemano.

– Cuéntamelo -insistió ella, pero la insistencia no era necesaria.

– El día posterior a la boda del segundo hijo varón de Ned con la pequeña heredera del duque de Norfolk, convocó al parlamento. Se propuso una ley de proscripción contra Jorge, acusándolo de traición. -Hizo una pausa antes de añadir a regañadientes-: Ned la presentó en persona.

Ana dio un respingo; era casi inaudito que un rey abogara personalmente por una ley de proscripción.

– ¿Cuáles eran las acusaciones?

– Una variopinta colección de ofensas, ninguna de las cuales justificaría en sí misma la pena de muerte para un hombre del rango de Jorge. Ned acusó a Jorge de difundir la especie de que Thomas Burdett había sido ajusticiado injustamente. De fomentar la vieja calumnia de que Ned es bastardo y por tanto no es un rey legítimo. De guardar en secreto un documento de la época de Enrique de Lancaster, proclamando a Jorge como heredero del trono en caso de que tu matrimonio con el hijo de Enrique no produjera descendencia.

– Pero, Ricardo, eso fue hace mucho tiempo. Hace casi siete años que Enrique y Édouard murieron, y la poca sangre Lancaster que queda hoy fluye por las venas de Jasper Tudor, el medio hermano galés de Enrique. ¿Qué importancia tiene ahora?