Will no había visto la semejanza hasta que Eduardo le llamó la atención sobre ella, y luego se preguntó cómo la había pasado por alto. En sus mejores momentos, Jorge podía ejercer un encanto frágil; Buckingham también era voluble, dado a extremos de expresión y temperamento, a entusiasmarse con los proyectos con apasionada intensidad y cansarse de ellos a velocidad récord. En parte Will lo atribuía a la juventud de Buckingham; sólo tenía veintitrés años. Pero Buckingham era diferente de Jorge, pues si tenía un lado oscuro, nadie lo veía. Si estaba resentido con la negligencia de Eduardo, sólo él lo sabía. Era de buen natural, generoso con su riqueza, y aunque su humor a veces era demasiado incisivo, se debia más a insensibilidad que a malicia. A diferencia de Jorge, siempre se había interesado más en los placeres que en la intriga política. Por esa razón había sorprendido ¡i Will con su ácida evaluación de Thomas Grey.
Claro que hacía años que Grey y Buckingham tenían un entredicho, recordó Will. Más aún, Buckingham no era ningún favorito de la reina. Los rumores decían que era un esposo muy insatisfactorio para su esposa Woodville: que había cometido la imprudencia de comentarle que le parecía degradante que él, un Stafford, se casara con la mera hija de un caballero.
Esa frase le garantizaría la hostilidad de Isabel, y Will sospechaba que esa hostilidad, aparte de cualquier semejanza superficial con Jorge, era el motivo por el que Buckingham había quedado relegado a los confines del poder. Aunque Eduardo no se dejaba influir en asuntos de importancia, tenía el hábito de satisfacer los caprichos de Isabel cuando pensaba que le costaría poco.
– ¿Qué opinas de todo esto, Enrique? -murmuró. No había necesidad de aclarar la pregunta. Había un solo tema de conversación en la corte ese febrero.
– Que es un cenagal de arenas movedizas y cualquier hombre dispuesto a aventurarse en él tiene que estar muy seguro de su andar. Ambos sabemos que la reina jamás perdonaría a quien tuviera la temeridad de defender abiertamente la causa de Clarence. Pero puedo mostrarte a un necio aún más grande, el hombre que incita al rey a ejecutar a Clarence… como nuestro amigo Thomas.
El comentario de Buckingham le causó gracia a Will, pero también cierta admiración, pues era muy atinado.
– ¿Por qué?
– Porque creo que vendrá el día en que mi primo el rey, al margen de sus motivos de hoy, lamentará que su hermano haya muerto por orden suya. Y si viene ese día, procurará compartir la culpa con otros. -Una fugaz sonrisa-. Los reyes siempre comparten la culpa. Ese día, yo no quisiera contarme entre quienes pidieron la muerte de Clarence y se vistieron de amarillo después de la ejecución.
– Cínico, ¿eh?
– Realista. Y además…
– ¿Sí?
– Sólo pensaba que si favorecer a Clarence es ganarse la mala voluntad de la reina, propiciar su muerte es ganarse un enemigo igualmente peligroso.
– ¿Gloucester?
– Sí, Gloucester.
Buckingham señaló la entrada donde había aparecido Ricardo, inadvertido, y escuchaba en helado silencio mientras Thomas Grey propiciaba la ejecución de su hermano.
En ese momento Thomas, irritado por el silencio de Eduardo, dijo en voz alta:
– ¿Acaso Vuestra Gracia ha olvidado que Clarence consultó a adivinos para saber cuánto duraría vuestro reinado? ¿Y con cuánta alharaca anunció que a vuestra muerte el siguiente rey comenzaría con G? ¡La G de George!
– ¿Y por qué no la G de Gloucester?
Ricardo ya no pasó inadvertido. La conversación cesó. Algunos se acercaron con expectación, oliendo sangre, mientras que otros, más timoratos, se alejaban.
Thomas se encontró súbitamente solo. Sorprendido de que Ricardo hubiera llamado la atención sobre esa incómoda coincidencia, titubeó, miró a Ricardo con cautela.
– G de Gloucester -repitió Ricardo, implacable-. O incluso G de Grey.
Thomas palideció, girándose para cerciorarse de que su padrastro no escuchara esta herejía.
Eduardo torcía la boca. Se echó a reír, permitiendo que los demás también se rieran. Todos empezaron a murmurar, la mayoría disfrutando del bochorno de Thomas Grey.
Cuando Ricardo se le acercó, Eduardo apartó a los demás de un gesto.
– Una estocada certera -sonrió-. Pero no era un enfrentamiento parejo.
Ricardo se encogió de hombros.
– Ned, quiero pedir tu autorización para ver a Jorge. No puedes seguir negándolo. Y menos ahora, cuando una sentencia de muerte pende sobre su cabeza.
La sonrisa de Eduardo se disipó.
– ¿Por qué diablos quieres someterte a eso? -preguntó despacio-. No esperarás una cálida bienvenida. Jorge no te ama, Dickon. ¿Lo has olvidado? -Meneó la cabeza-. No, semejante reunión no serviría de nada. Me parece mejor que no lo veas.
– No puedes hablar en serio -dijo Ricardo con incredulidad, y ya no le importaba que todos hubieran callado alrededor-. ¿Hasta eso le negarías a Jorge? ¿Le harías eso? ¿Hacerle creer que ninguno de los suyos estaba dispuesto a despedirse de él? -Recobró el aliento, dijo con menos intensidad-: Tienes razón. Sin duda sería una reunión muy dolorosa. Pero si yo estoy dispuesto a afrontarla, no tienes derecho a prohibirla.
– Te equivocas, Dickon -rugió Eduardo-. Tengo el derecho y opto por ejercerlo. Semejante reunión no sería beneficiosa para ti ni para Jorge. Tu solicitud queda denegada. -Y con eso, se alejó, y Ricardo se quedó mirándolo en perplejo silencio.
14
Westminster. Febrero de 1478
El doctor Hobbys ya estaba acostado cuando llegó la llamada del rey. Sorprendido por este requerimiento, pues podía contar con los dedos de una mano las veces en que Eduardo había necesitado un brebaje para dormir, se apresuró a preparar una poción de vino, amapola y raíz de nueza seca y la llevó a la alcoba del rey. Allí reinaba un pesado silencio; los sirvientes se encargaban de la lumbre y retiraban las mantas, moviéndose con discreción. El doctor Hobbys compartía la preocupación de ellos; también él se había enterado de que esa noche el rey había reñido con su hermano Gloucester.
Los escuderos de Eduardo ya le habían quitado el jubón y le estaban desabotonando la camisa cuando un camarero apareció en la puerta. Por un instante vaciló, y al fin se aproximó al doctor Hobbys y le murmuró unas palabras al oído. El doctor Hobbys se sobresaltó y se aclaró la garganta con vacilación.
– Majestad… -Tosió, empezó de nuevo-. Majestad, una audiencia es requerida urgentemente por vuestra…
Eduardo movió la cabeza con brusquedad.
– No veré a nadie a estas horas.
– Pero, Vuestra Gracia, se trata de…
– ¿No me oíste? No me importa quién es. Nadie, absolutamente nadie.
El doctor Hobbys vaciló, ansió fervientemente estar en otra parte. Pero no podía ocultar la información que le habían dado.
– Majestad, es vuestra madre.
Hubo un súbito silencio, interrumpido por un grito de dolor, pronto reprimido; un criado que encendía velas había acercado la mano demasiado a la llama. Sus compañeros intercambiaron miradas subrepticias, tuvieron la prudencia de callar. Hasta el escudero arrodillado a los pies de Eduardo se petrificó; aflojó la mano con que iba a desatar las puntas de la calza de Eduardo.