La curiosidad de Ricardo triunfó. Cogió el papel y su sirviente se retiró, muy complacido consigo mismo.
Ricardo lo siguió con los ojos.
– Sospecho que Alan quiere decir -dijo secamente mientras rompía el sello- que este desconocido anónimo lo recompensó bien por hacernos llegar el mensaje. -Pero mientras escrutaba las pocas líneas escritas en un francés casi ilegible, su expresión cambió. Mirando a Ana, dijo-: Tendré que recibirlo, ma belle.
– ¿De qué se trata Ricardo? -preguntó Ana, frunciendo el ceño; el instinto le decía que un visitante misterioso que llegaba de noche no traía buenas noticias.
Él sacudió la cabeza.
– Estoy tan a oscuras como tú, Ana. Pero Alan tenía razón al suponer que era un lord. Un duque, en verdad… Mi primo Buckingham.
Como la ropa le sentaba bien y tenía los medios para darse gusto, Enrique Stafford poseía un guardarropa que hasta Eduardo envidiaría. Ana y Ricardo se sorprendieron, pues, al ver su aspecto. Ni terciopelo recamado de gemas, ni satén radiante del color del sol; estaba arrebujado en una capa con capucha de un color borroso, a medio camino entre el negro y el marrón. También era sorprendente que estuviera solo, pues no era hombre que se desplazara por la ciudad sin gran pompa y sin un numeroso cortejo.
Una vez que se saludaron, no perdió tiempo en ir al grano.
– Agradezco que me recibas a estas horas, primo. Supongo que te preguntarás por qué vengo de incógnito, por así decirlo.
Se quitó los guantes, se calentó las manos ante el hogar antes de dedicar a Ana una sonrisa brillante.
– Pero que no se diga que aburrí a una dama tan encantadora con una charla tediosa. No temas, dulce prima Ana. No distraeré largo tiempo a tu señor, tienes mi palabra.
Ana se envaró. Sabía que había hombres que jamás incluían a sus mujeres en discusiones políticas, así como no incluían a sus perros. Pero era más afortunada que muchas esposas, pues Ricardo nunca la había tratado como si fuera incapaz de pensar. Sintió una pizca de piedad por la esposa Woodville de Buckingham, y pensó que tenía una deuda de gratitud con su notable suegra. Una deuda también contraída por la reina, e incluso su hermana Isabel, pues ningún hijo de Cecilia Neville pensaba en las mujeres como yeguas descerebradas.
Era demasiado educada para ofender a un invitado, pero no pensaba permitir que la expulsaran de su gabinete como una chiquilla. Miró a Ricardo, y notó que a él le divertían tanto la condescendencia de Buckingham como la indignación de Ana. Pero se redimió a ojos de ella un instante después.
– No tengo secretos con mi esposa, Enrique -dijo incisivamente.
Buckingham enarcó las cejas. Pero si sentía fastidio, lo supo ocultar y se rindió con aparente facilidad.
– Confieso, primo, que en eso te envidio. Haber encontrado una esposa tan fiel como bella… -Le hizo un gesto de reverencia a Ana con galantería y de inmediato la olvidó, inclinándose hacia Ricardo-. Dios sabe que no soy parco, todo lo contrario. Me han dicho que hablo hasta cuando duermo. Pero ahora me resulta asombrosamente difícil comenzar. Verás, rompo un juramento que me hice mucho tiempo atrás: no inmiscuirme nunca en asuntos que no son de mi incumbencia personal.
– Este asunto del que hablas… supongo que me incumbe a mí.
– Mucho. Tu hermano Clarence ha vivido a la sombra del hacha durante diez días, como bien sabes. Creo que también deberías saber que el hacha caerá mañana.
No tendría que haberle sorprendido, pero le sorprendió. Cuanto más se demoraba Eduardo, más crecían las esperanzas de Ricardo.
– ¿Cómo lo sabes? -preguntó con brusquedad.
Buckingham se encogió de hombros.
– Tengo amigos donde menos lo esperas. Pero eso no es importante. Esto es lo que debes saber. Mañana, Will Alyngton, presidente de los Comunes, piensa solicitar al rey que se ejecute la sentencia de muerte de Clarence. -Hizo una pausa-. Si te preguntas por qué de pronto lleva tanta prisa por enviar a Clarence a Dios, la respuesta es la que cabe esperar. El oro puede comprar muchas cosas. Y es un plan inteligente, con el debido reconocimiento a madame la reina. -Sonrió irónicamente-. Durante diez días Clarence ha vacilado al borde de la tumba. Sospecho que la petición de Alyngton le dará el empujón definitivo. Ella da al rey la excusa que él parece necesitar, pues así la ejecución de Clarence constituye una respuesta a una exigencia pública. Muy inteligente, en verdad.
Ricardo se puso de pie, miró unos instantes a Buckingham. Había tratado con Buckingham casi toda la vida, pero no le conocía en absoluto, sólo había tenido un contacto social superficial, hasta esta noche.
– Gracias por contarme esto, Enrique. Es un acto de amistad que no olvidaré.
Buckingham clavó en Ricardo unos ojos intensos, con motas doradas, inescrutables como los de un gato.
– Buena suerte -dijo-. Me temo que la necesitarás.
Habían sido diez días pésimos en la vida de Isabel. Mientras Eduardo postergaba su decisión y encontraba una excusa tras otra para demorar la ejecución de Jorge, empezó a cuestionar su determinación, a temer que él no pudiera llevarla a cabo. Siempre había detestado a la duquesa de York, y le disgustaba Ricardo. Ahora los odiaba a ambos, los odiaba por la presión implacable a que sometían a Eduardo, por la posibilidad de que pudieran tener éxito. Una y otra vez se dijo que sus temores eran infundados, que Ned no tenía opción; Jorge tenía que morir. Pero sabía que Ned se devanaba los sesos buscando otra manera de silenciar a Jorge, y esto la asustaba. Ned era el hombre más inteligente que había conocido; si existía esa manera, él la encontraría.
Pero ahora tenía la influencia que necesitaba. Cuando Alyngton pidiera públicamente la muerte de Jorge, Ned tendría que actuar, estaba segura de ello. Aún le preocupaban las horas que faltaban para el día siguiente, temía que una apelación de último momento modificara la decisión de Ned. Para evitarlo, había decidido permanecer a su lado, acudir a su cámara sin que él la llamara. Las relaciones entre ambos aún eran demasiado tirantes para depender sólo de la sexualidad; en cambio, ella había llevado a su hijo menor, un niño de temperamento apacible que aún no había cumplido un año. Ya había pasado la hora de acostarse, pero el crío apenas empezaba a caminar y servía como pretexto perfecto, pues le mostraría la destreza de su hijo al tiempo que le recordaba quién tenía más que perder.
Eduardo recibió a su hijo con su efusividad habitual, abrazándolo y arrojándolo por el aire hasta que el niño chilló de risa. Pero mientras se arrodillaba para observar los pasitos del chiquillo, alzó los ojos hacia Isabel.
– Eres tan sutil como una carreta descontrolada -le dijo.
Isabel ayudó al niño a conservar el equilibrio.
– No sé de qué hablas.
– Lo sabes muy bien -dijo él, pero sonreía, y al cabo de un instante Isabel también sonrió, aunque pícaramente.
– La sutileza -confesó- es un lujo que ya no puedo costearme.
Comenzaba a relajarse; el nudo del estómago ya no se revolvía en espasmos de malos presentimientos. Entonces alzó la vista y vio a Ricardo de pie en la puerta.
Al principio le enfureció que él osara entrar sin anunciarse, le encolerizó que nadie hubiera pensado en detenerlo, que se diera por entendido que él tenía ese derecho. Pero luego volvió el miedo, la súbita certidumbre de que esta vez Ned escucharía los ruegos, accedería a indultar a Clarence.
Eduardo soltó al bebé, se enderezó lentamente.
– Quiero hablar contigo, Ned. -Ricardo no había saludado a Isabel, una grosería que ella no esperaba de él; hasta ahora, su relación siempre había sido glacialmente correcta-. A solas -añadió, y sólo entonces dirigió a la reina una mirada larga y escrutadora, más insultante que cualquier cosa que hubiera dicho.