Isabel contuvo el aliento y tuvo que combatir la histérica necesidad de reírse. Conque así serían las cosas. Al liberarse de Clarence, sólo cambiaba la hostilidad de un hermano por la de otro. Su corazón comenzó a latir con incómoda celeridad. Clarence tenía una gran fortuna, pero Gloucester tenía algo más peligroso, su propia base de poder. Era señor del norte, al igual que Warwick. Warwick, que había estado a punto de provocar la ruina de todos.
Su hijo le tironeó de la falda. No, no pensaría en esto ahora, ni en Warwick, que estaba muerto, ni en Gloucester, que podía resultar un enemigo más peligroso que Clarence. Gloucester, que no era tonto como el otro hermano y contaba con la confianza de Ned. Pero no ahora. Clarence sabía y Gloucester no sabía, así que Clarence era la mayor amenaza. La que debía eliminar ahora. Nada más importaba. Que Ned se encargara de eso. Por Dios, que no lo escuchara.
Eduardo reparó en la fragancia de romero, supo sin mirar que Isabel se le había acercado.
– No, Dickon -murmuró-. No lo creo. Lo hemos dicho todo.
Tan grande era la gratitud de Isabel que se quedó atónita y sólo pudo mirar a Eduardo con una radiante sonrisa de alivio. En cuanto a Ricardo, esa sonrisa iluminó una vida de rencores acumulados. Le clavó los ojos, sin ver la belleza que había ganado el corazón de su hermano, sin ver en ella ninguna cualidad de reina. Si esa mujer no hubiera embrujado a Ned, pensó con amargura, Johnny Neville no habría muerto. Ni Warwick. Ana no habría sido entregada a Lancaster. Y Jorge no estaría en la Torre.
– Mi enhorabuena, madame. No cualquier marido sacrificaría a su propia sangre para satisfacer los caprichos de su esposa. Debéis estar muy complacida con vos misma.
Los ojos de Isabel titilaron, y sus mejillas se arrebolaron. Pero Eduardo se le adelantó.
– Cuidado, Dickon. No permito que ningún hombre hable mal de mi esposa, ni siquiera tú. Lisbet no participa de la culpa de Jorge. Fue él quien cometió traición.
– Hablemos de eso: de la traición de Jorge. Llegas siete años tarde, Ned. Esa deuda ya no tiene validez. Entonces tenías una causa, pero ahora no. Jorge es un necio, un picapleitos y posiblemente un borrachín, pero no es un traidor. En realidad, tendría que estar en Bedlam bajo cuidado, no en la Torre bajo guardia. Y tú lo sabes tanto como yo. Así que no me mientas, Ned. No hablemos más de traición. Si Jorge debe morir, tengo derecho a saber por qué. Me debes una explicación.
– No te debo nada. Jorge fue juzgado y hallado culpable de traición. La pena por la traición es la muerte. Y eso será todo lo que diré sobre el asunto, ahora y siempre.
Isabel no era tonta; sabía que debía mantener la boca cerrada. Pero la tentación de replicar era demasiado fuerte.
– Aun así, me gustaría decir algo, Ned. Quisiera que tu hermano explicara por qué la traición le parece una ofensa tan nimia. En mi opinión, su extraña tolerancia por las traiciones de Clarence pone en entredicho su propia lealtad.
– Me preguntaba cuándo llegaríais a eso -barbotó Ricardo. Se volvió hacia Eduardo-. Dime, Ned, ¿qué más busca ella? ¿Empalarás la cabeza de Jorge en Drawbridge Gate para complacerla? Entiendo que la visión de la cabeza de nuestro hermano Edmundo en Micklegate Bar agradaba mucho a Margarita de Anjou.
Eduardo se había puesto muy blanco.
– ¡Basta, Ricardo! -Por primera vez en su vida, no llamaba a su hermano por el sobrenombre-. Será mejor que contengas la lengua, por tu propio bien.
Pero Ricardo ya había superado toda inhibición.
– ¿Y en caso contrario?
– Lo lamentarás, te lo prometo. Más de lo que puedes imaginar.
– ¿Qué tienes en mente? ¿Unas vacaciones en la Torre?
– ¡Sí, si es menester!
Se hizo silencio, un silencio absoluto y antinatural que puso de punta los nervios de los tres adultos y al fin afectó al bebé, que empezó a gimotear y sepultó la cara en la falda de Isabel. Ella bajó los brazos para palmearle distraídamente la cabeza, sin dejar de mirar a Eduardo. Él estaba ceniciento, y se sentó abruptamente en una silla.
– Sangre de Cristo -exclamó con incredulidad-. ¿Qué nos estamos diciendo?
Ricardo sacudió la cabeza en silencio. También él estaba conmocionado, y se notaba.
– Dickon, escúchame. ¿No ves la futilidad de todo esto? ¿No ves cuán peligroso es? Nos estamos acicateando para decir cosas que no queremos decir, y quizá no podamos olvidar. Jorge no merece la pena, Dickon. No merece la pena.
Las emociones de Ricardo eran un torbellino. Tenía veinticinco años, y desde los ocho su hermano había representado la seguridad, y su identidad estaba inextricablemente entrelazada con los vínculos que lo ligaban a Eduardo, lazos que siempre había creído inquebrantables. De pronto el suelo temblaba bajo sus pies, dejando verdades a medias e inquietudes en vez de certidumbres. Necesitaba tiempo para reconciliarse con lo que había sucedido en esa habitación esa noche.
– Creo que será mejor que me marche -murmuró con voz tensa.
Eduardo alzó la vista. Al cabo de una pausa casi imperceptible, asintió. Pero cuando Ricardo llegó a la puerta, no pudo guardar silencio más tiempo.
– Eres un necio, Dickon -dijo con súbita pasión-. Dios te guarde, muchacho, pero eres un necio. Jorge no merece tu lealtad.
Ricardo se giró sobre los talones. Miró a Eduardo un largo instante, con ojos humosos y opacos.
– ¿Y tú la mereces? -preguntó.
16
Torre de Londres. Febrero de 1478
Encima de la cama había diez grandes cruces vacilantes, trazadas con carbón en la pared. Jorge las contó, una por cada día que había vivido bajo sentencia de muerte. Lo había convertido en un ritual, alineándolas en filas iguales, sin añadir nunca una cruz hasta después del ocaso. Lo que hacía ahora rompía con ese hábito. Durante más de una hora había permanecido inmóvil en la cama, observando la mugrienta pared. Se incorporó, se levantó de la cama. La varilla que usaba para dibujar estaba en el suelo, junto al brasero de carbones calientes. La levantó, la hundió en las cenizas, se arrodilló en la cama y dibujó una cruz torcida y desafiante, del doble del tamaño de las otras.
Por un instante su rostro reflejó satisfacción, pero pronto la superstición comenzó a refirmarse. Era sólo mediodía. ¿Debía tentar así a la providencia? Alzó el puño para borrar la cruz, se contuvo. ¿No era peor borrarla? ¿Qué mejor modo de atraer la mala suerte? Sus pensamientos pugnaban incómodamente y al final resolvió sus dudas tal como hacía todo últimamente, cogiendo la jarra de vino.
En ciertos sentidos, estos diez días habían sido más fáciles que los cuatro meses anteriores, pues tras la sentencia de muerte habían levantado ciertas restricciones. Volvía a tener acceso a la bodega del Herber. Le daban lo que él quería, cuando lo quería, y aunque no lograba embriagarse hasta anularse por completo, nunca estaba del todo sobrio.
Dejando la jarra en los juncos del suelo, cerró los ojos. La noche y el día significaban poco para él y dormitaba cuando podía. No le molestaba la luz de las antorchas que alumbraban la estancia; la oscuridad lo molestaba mucho más. Necesitaba las velas aún más que el vino, llenaba la habitación con candelas y faroles, con palmatorias y lámparas, pero los rincones aún daban refugio a las sombras, protegían los temores que ni siquiera el malvasía podía mantener siempre a raya.
Poco después lo despertó una mano que le sacudía el hombro con suavidad pero con insistencia. Al abrir los ojos, parpadeó asombrado ante la espléndida figura que se inclinaba sobe la cama, una aparición ataviada con sotana púrpura y ondeante capa de seda. Como el vino le enturbiaba el seso, al principio vaciló en aceptar la evidencia de sus sentidos; con frecuencia, al despertar, hallaba la estancia poblada por fantasmas. Pero al ver ese rostro tenso y fruncido bajo la mitra enjoyada, se despabiló. No estaba soñando. Era de veras un obispo. Más aún, un obispo que conocía.