– Sé que es injusto. Tienes razón y lo lamento, Lisbet. No te culpo, de veras que no. -Arqueó la boca en una sonrisa falsa-. ¡Ojalá pudiera! Pero sé cómo son las cosas. Es una de las pequeñas ironías de la vida que sepa mentirles a todos menos a mí mismo.
Isabel se levantó, se apoyó en el brazo de la silla y procuró aliviarle la tensión del cuello y los hombros con los dedos. Él se reclinó, cerrando los ojos.
– Jorge le dio a Stillington un mensaje para mí. Le pidió que me dijera que me vería en el infierno. -Rió, y el sonido no era agradable-. Sospecho que tiene razón.
– No es cosa de broma -le reprochó Isabel.
Eduardo se movió en la silla.
– Es muy extraño -comentó intrigado-. Mi renuencia, mis lamentaciones, fueron por ma mère, Meg, Dickon. No por Jorge. Pero anoche soñé con él. ¿Puedes creerlo, Lisbet? Que me cuelguen, pero en el sueño él no tenía más de diez años, si los tenía…
Isabel no podía perder tiempo en rodeos. Había más cosas en juego que la tranquilidad de conciencia de Eduardo.
– ¿Qué pasará con Stillington, Ned?
– ¡No! -exclamó él, levantándose tan abruptamente que estuvo a punto de tumbarla.
– ¡Ned, él lo sabe!
– ¡Dije que no! ¡No asesinaré a ese anciano!
Se miraron de hito en hito, enzarzándose en un duelo de voluntades que era más cruento debido a la intimidad de su antagonismo. Isabel bajó la vista, cambió de táctica.
– Ned, no creerás que es lo que deseo, ¿verdad? -dijo con vehemencia-. Pero no tenemos opción. Cuando mueras, ¿qué ocurrirá si él decide revelar lo que sabe? No podemos correr ese riesgo.
– Santo Dios, mujer, tiene casi sesenta años y su salud es endeble. -Eduardo sacudió la cabeza con repulsión. Cuando yo abandone este mundo, hará años que él estará muerto y olvidado. Tus temores te están carcomiendo el sentido común.
– No me fío de él -insistió ella, y vio que él endurecía la boca.
– Pues yo sí -rezongó Eduardo-. Contuvo la lengua durante quince años, ¿verdad? ¿Por qué me traicionaría ahora? No, Lisbet, no ordenaré la muerte de un hombre que sólo me ha brindado lealtad. Y no he olvidado que es un sacerdote, aunque tú sí.
– ¿Al menos te cerciorarás de que comprenda lo que tiene que perder? Hazlo por mí, Ned; por mí y por tus hijos. ¡En nombre de Dios, por favor!
Él fruncía el ceño, pero asintió con renuencia.
– De acuerdo. Haré lo que pueda… Lo amedrentaré. Pero sólo eso, Lisbet. Hice ejecutar a Jorge porque no tenía más remedio, pero no me mancharé las manos con la sangre de Stillington cuando no es necesario. Y no aceptaré que sufra ningún daño. -Le clavó unos ojos de hielo, añadió con voz amenazadora-: Espero que lo tengas en cuenta… querida esposa.
El 25 de febrero, Jorge fue sepultado junto a su esposa en una bóveda, detrás del altar mayor de la abadía de Santa María Virgen, en Tewkesbury. Sus propiedades fueron confiscadas, su riqueza entregada a la corona. Eduardo hizo caso omiso de la ley de proscripción y nombró conde de Warwick al pequeño hijo de Jorge; entregó el condado de Salisbury al hijo de Ricardo. Algunas tierras de Jorge fueron cedidas a Anthony Woodville, otros ingresos fueron para Thomas Grey, pero Eduardo conservó el grueso de las fincas de su hermano. Encomendó a Thomas Grey la tutela de su sobrino huérfano.
Pocas semanas después de la ejecución de Jorge, Robert Stillington, obispo de Bath y Wells, fue acusado de pronunciar palabras «perjudiciales para el estado» y encerrado en la Torre. Permaneció allí tres meses y fue liberado en junio, tras prestar nuevo juramento de lealtad a la Casa de York, al rey yorkista que había jurado servir tanto tiempo atrás.
17
Middleham. Agosto de 1478
Ana encontró a su esposo y su hijo en los jardines del patio exterior, mirando una tumba recién cavada. Era, pensó, un regreso desdichado para Ricardo. Se había ido por dos semanas; el consejo le había pedido que arbitrara en una disputa entre dos aldeas de West Riding y él había regresado anoche. Ana no quería darle la noticia enseguida, pero él había echado de menos a Gareth al instante, y quiso saber dónde estaba el enorme perro. No se sorprendió demasiado, pues Gareth tenía catorce años. Pero nunca es fácil perder a una mascota querida.
Al acercarse, Ana vio que Ned señalaba la pequeña lápida con orgullo y perplejidad.
– Maese Nicholas la preparó para mí, papá. Yo quería una cruz de madera, pero Kathryn dice que no es apropiado, pues Gareth sólo era un perro… -Los ojos castaños aguardaron ansiosamente el veredicto de Ricardo.
– Creo que tu hermana tiene razón, Ned. Pero te diré una cosa… ¿Por qué no le preguntas a tu madre si puedes plantar algo junto a la tumba? -Ricardo sonrió-. Cornejo, por ejemplo. Un perro lo encontraría de su gusto.
Al ver a su madre, Ned corrió hacia ella.
– Mamá -gritó-, ¿podemos plantar cornejo en la tumba de Gareth? Por favor, mamá.
– No veo por qué no. -Ana llamó a un sirviente, que se acercó y puso un cesto en el suelo frente a Ned-. Sé que extrañas a Gareth, querido. Él era tan tuyo como de tu padre. Pero tengo algo para ambos que puede aliviar esta pérdida. -Agachándose, alzó la tapa del cesto, reveló dos movedizos cachorros de perro lobero.
Ned soltó un chillido de deleite, se dispuso a coger el cachorro negro y luego recordó los sermones de la señora Burgh sobre sus modales.
– ¿Papá? ¿Puedo quedarme con éste?
Ricardo se arrodilló a su lado, extendió los dedos para que el otro cachorro lo lamiera.
– El que prefieras, Ned.
Viendo que su hermano salía de los establos, Ned lo llamó a gritos.
– ¡Mira, Johnny! ¡Mira mi cachorro!
Johnny no necesitó que le insistieran.
– Cachorros -jadeó, con tanta ansiedad que Ana sintió remordimiento. Que Dios la perdonara, ¿por qué no había pensado en Johnny?
Ricardo también había reparado en la expresión ansiosa de su hijo. Recogió el cachorro pardo y se lo entregó.
– ¿No quieres el tuyo, Johnny?
– ¿Mío? -Johnny cogió al cachorro en brazos de inmediato, por si las dudas-. ¿De veras?
– Por supuesto. ¿Por qué crees que hay dos?
Esa respuesta era tan lógica que Johnny ni pensó en cuestionarla. Pero Ana vio una inequívoca expresión de sorpresa en la cara de Ned. Él abrió la boca y ella se dispuso a intervenir. Por un momento, él miró los cachorros con ojos intrigados y luego dejó el suyo en el suelo.
– Mostrémosles los gatos del establo -propuso, y al instante los niños y los cachorros echaron a correr por el patio.
Ana sabía que Ricardo no se sentía cómodo con las exhibiciones públicas de afecto, pero le echó los brazos al cuello, le estampó un beso.
– Estuviste muy hábil, amor. ¿Cómo pude ser tan desconsiderada? ¿Pero viste que Ned se calló a tiempo? Me sentí tan orgullosa de él. Él no lo entendía, pero intuyó algo… -Se interrumpió al ver que Ned volvía corriendo hacia ellos.
– ¡Mira, papá! ¡Jinetes!
El visitante, Thomas Wrangwysh, tenía garantizada una cálida bienvenida en Middleham. Tras intercambiar saludos y ordenar que Wrangwysh fuera alimentado en el salón, Ricardo concentró su atención en los mensajes.
– ¿Qué quieren de ti, Ricardo?
– Es del consejo de York. El priorato de Santísima Trinidad está en apuros económicos y quieren que los ayude a aliviar su pobreza. -Había un segundo mensaje, con el sello del alcalde.
Ana observaba a los niños y los cachorros, que correteaban por el patio. Echó una mirada a Ricardo y se apresuró a acercarse.
– ¿Qué sucede? Tienes un semblante extraño, Ricardo.
Él apartó los ojos de la carta.