Ricardo sacudió la cabeza fatigosamente.
– Hay mucha verdad en lo que dices, Ned. Nunca lo negué. Pero no veía la necesidad de una sentencia de muerte. Y aún no la veo.
– No te pido que compartas mi razonamiento, Dickon, sólo que me creas… Créeme cuando te juro que vi que no tenía más opción que hacer lo que hice.
Dijo esto con tan cruda sinceridad que hasta Ana quedó impresionada.
– Por Dios, Dickon, me has conocido toda la vida, has sido mi brazo derecho desde que tenías dieciséis años. ¿Puedes decirme con franqueza que alguna vez me viste matar sin causa?
– No -concedió Ricardo-. No puedo.
– ¿De veras crees, entonces, que hubiera ordenado la muerte de mi hermano a menos que estuviera convencido de que no existía otro camino?
Ricardo no podía dar respuesta a esa pregunta. Eduardo lo retenía con la mirada, y él no pudo apartar los ojos.
– ¿Recuerdas esa noche en Brujas, Dickon… esa noche en el Gulden Vlies? Nos dijimos muchas cosas aquella noche, algunas profundas, otras superficiales. Pero una cosa se me grabó en la mente: te dije que llegaría a confiar en ti más que en nadie. ¿Lo recuerdas?
La boca de Ricardo se ablandó.
– Lo recuerdo.
– Sigo pensando lo mismo. Pero necesito saber si tú también piensas lo mismo.
– ¿De qué hablas, Ned?
– ¿Cuánto confías en mí?
Ricardo quedó sorprendido.
– ¿Es preciso preguntarlo? Te confiaría mi vida. -Abochornado por su propio fervor, añadió-: Pero sin duda lo sabes. ¿Entonces por qué…?
– Ah, Dickon, todavía no entiendes. Coincidimos en lo concerniente a los crímenes de Jorge. Sólo disentimos en las conclusiones a que nos han llevado. Lo que está en juego, pues, es mi criterio. Puedo seguir repitiendo hasta el Segundo Advenimiento que la muerte de Jorge era inevitable, ¿pero qué gano con eso? Pues todo se reduce a loque tú creas sobre mis motivos, mis razones… todo se reduce a confianza.
Ana recogió las faldas, se puso de pie. Se demoró un instante, posó los ojos en su cuñado. Había sido la más astuta defensa de lo indefendible que había oído. Qué bien conoce a Ricardo, pensó, sabe exactamente de qué cuerdas tirar. Pero en esta comprensión no había tanto resentimiento como habría creído. En los últimos siete meses había llegado a entender cuán importante era cerrar esta brecha que los separaba. Por el bien de Ricardo. Al menos ahora sabía que la necesidad era mutua, no sólo de Ricardo, sino también de Ned. Inclinándose, besó a Ricardo en la mejilla, y se sorprendió a sí misma y al rey cuando también besó la mejilla de Ned.
– Ordenaré que no os molesten -dijo-. Sin duda tenéis mucho de qué hablar.
Cerrando la puerta en silencio, los dejó a solas.
18
Greenwich. Julio de 1480
Margarita, duquesa viuda de Borgoña, regresaba a Inglaterra por primera vez en doce años. Eduardo envió uno de los mejores bajeles de su flota a Calais para su hermana, y cuando ella arribó a Gravesend, una barca real la aguardaba para llevarla río arriba hasta el palacio de Greenwich.
Dos años después de la muerte de Jorge en la Torre de Londres, Margarita aún lo lloraba. Pero nunca habría pensado en cortar los lazos que la unían a Eduardo. Para Margarita, el vínculo de sangre era el lazo más fuerte. Había amado a Jorge, un frustrado amor maternal por el niño crispado que había sido y el hombre perturbado que había llegado a ser. Pero también Eduardo era su hermano, y su amor por él no era menos duradero. Más aún, esa tenaz lealtad familiar estaba matizada con un innato sentido del pragmatismo. El hermano que amaba también era rey de Inglaterra, el único hombre capaz de impedir que Borgoña fuera presa de las ambiciones del rey francés.
Pero no se hacía ilusiones de que su relación con Eduardo volviera a ser lo que había sido. Ningún afecto podía salir indemne de semejante prueba de fuego; siempre existiría entre ellos el tejido cicatricial de una herida mal curada. Estaba preparada, pues, para cierta tensión inicial, para exorcizar un fantasma de ojos turquesa y sonrisa radiante y frágil.
Aun así, no estaba preparada para el cambio notable que había sufrido la apariencia de Eduardo. Su cuerpo fornido estaba más grueso y tosco, la belleza del rostro se había desdibujado. Los ojos tenían el mismo azul brillante que recordaba, y mostraban una inteligencia astuta y penetrante no menoscabada por los excesos de la carne, pero estaban inflamados, aureolados de arrugas, hablaban de muchas noches en vela y muchos amaneceres de ebriedad. Margarita quedó conmocionada, pues le costaba creer que sólo cinco años hubieran empañado un lustre que había considerado inmune a la edad. La recepción pública que le brindaron en Greenwich fue tan suntuosa como las que se veían en la corte de Borgoña, pero al fin se halló a solas con su familia. En cuanto los demás se marcharon, fue abrazada cálidamente por su hermana, una Elisa que se había puesto rolliza como una matrona con el paso de doce años y el nacimiento de doce hijos. Margarita la abrazó a su vez, y luego a Ricardo. Él, al menos, no había cambiado tanto desde que lo había visto por última vez, cinco años atrás en Borgoña. Lo besó con gratitud por eso, por ser el único vínculo constante con el pasado.
– ¿Y a mí no me saludas, Meg? -dijo Eduardo a sus espaldas.
Se volvió lentamente para encararlo. Virgen Santa, sólo tiene treinta y ocho años. Sí, y aparenta cuarenta y cinco. Ah, Ned, ¿por qué, en nombre de Dios? No sólo estás derrochando tu juventud, sino tu salud. ¿Acaso no lo ves?
– Me guardaba lo mejor para el final -bromeó sin mayor convicción. Y luego estuvo en sus brazos, y él la estrujó hasta quitarle el aliento mientras ella se reía convulsivamente para contener las lágrimas.
– Tantos cambios en estos doce años… ¿El cambio no te resulta perturbador, Ana? Por Dios que a mí sí. Me gustaría congelar en el tiempo a todos los que amo, preservarlos de los estragos de los años… -Al oírse, Margarita soltó una risa irónica, añadió-: Como flores apretadas entre las páginas de un libro.
Ana sonrió, se inclinó hacia delante.
– Presiento que tienes algo en mente, Meg, algo que deseas hablar conmigo pero sigues rehuyendo. ¿Estoy en lo cierto?
– Estás en lo cierto, Ana -dijo Margarita con alivio-. Lamento que Ned arrebatara el ducado de Bedford al hijo de Johnny Neville, de veras. Oí decir que Dickon y tú luego recibisteis al niño y sus hermanas en vuestra casa. ¿Es verdad?
Ana asintió.
– Sí. Ricardo le pagó a Ned mil libras por su tutela.
– Bien, lo que quisiera saber es lo siguiente… Ana, ¿por qué no hicisteis lo mismo con el hijo de Jorge? Sé, desde luego, que le guardabais mucho rencor a Jorge, y me preguntaba si ésa era la razón. Quizá no podíais aceptar a su hijo…
– No -dijo Ana, meneando la cabeza con vehemencia-, no es así en absoluto. Estás hablando de un niño, más aún, del hijo de mi hermana. Los habría acogido a él y su hermana así… -chasqueó los dedos-, si Ned lo hubiera permitido. En cambio, él otorgó la tutela del niño a Thomas Grey.
– ¡Thomas Grey! Virgen santa, ¿en qué pensaba Ned? No quiero insinuar que Grey maltrataría a un niño pero… pero sin duda es el candidato menos adecuado. Si odiaba tanto a Jorge, ¿qué afecto podría sentir por su hijo?