– ¿De veras? -Jorge los miró boquiabierto y se volvió a Ricardo con una sonrisa radiante-. ¡No sabes cuánto me alivia, Dickon! Después de todo, tengo obligaciones hacia esa muchacha, ¿no te parece?
Ricardo no estaba complacido con la intervención de Eduardo.
– Creo que Ana necesita a Bella, y en eso he coincidido -se apresuró a decir, dispuesto a borrar esa sonrisa triunfal de la cara de Jorge-. Sólo por ese motivo. Pero te diré una cosa, Jorge, y será mejor que prestes atención. Permanecerá en el Herber sólo hasta el día en que se queje de la primera descortesía que tengas con ella, por leve que sea.
– No soy hombre que maltrate a las mujeres, Dickon. Me ofende que lo insinúes.
– Sólo procura ser amable con ella, Jorge. No sólo porque es tu cuñada y pariente de ambos, sino porque me propongo desposarla, y más vale que lo tengas presente.
Esto no era del todo cierto; Ricardo aún no estaba seguro de la índole de sus sentimientos por Ana. Pero ahora sabía lo que sentía por Jorge: una furia que no había sentido nunca, tan grande que ansiaba herir, asestar el golpe donde más doliera. Vio que lo había logrado con creces.
Jorge quedó momentáneamente atónito ante esta alarmante confirmación de su mayor temor.
– ¡Sangre de Cristo! -atinó a exclamar con voz estrangulada-. ¡No puedes decirlo en serio! ¿Tanto codicias Middleham que estás dispuesto a aceptar las sobras de Lancaster con tal de reclamar esa propiedad?
Para ser un hombre corpulento, Eduardo podía moverse con sorprendente celeridad. Aunque Ricardo era rápido, él lo era más. Cuando Ricardo embistió, Eduardo lo empujó contra la silla y lo retuvo bruscamente.
– Calma, muchacho -dijo Eduardo para tranquilizarlo, pero valiéndose de todas sus fuerzas para mantener a Ricardo clavado en la silla.
Ricardo no podía contra su fornido hermano, y para colmo había forzado el brazo herido. El súbito dolor le despejó la cabeza. Dejó de resistirse. Eduardo lo soltó, volvió sus ojos claros e insondables hacia Jorge.
– Amén del pésimo gusto de ese comentario, Jorge, está lejos de ser atinado. Dickon no necesita a Ana Neville para reclamar Middleham.
Jorge, que se había quedado perplejo ante la violenta reacción de Ricardo, se volvió hacia Eduardo.
– ¿Qué quieres decir, Ned?
– Creo que está bien claro. Middleham le pertenecía a Warwick, no formaba parte del patrimonio de los Beauchamp. Eso significa que ahora pertenece a la corona; a mí, Jorge, para hacer como me plazca. Y me place dársela a Dickon.
– ¡Ned, no puedes! ¡No es justo!
– ¿No? Respira hondo, hermano Jorge -se mofó Eduardo-, porque Middleham es sólo una parte de la dádiva que pienso otorgarle. De las tierras que Warwick poseía en el norte, Penrith y Sheriff Hutton también serán para Dickon.
– ¡Maldito seas, no puedes! -exclamó Jorge con voz trémula-. No lo permitiré. Esas tierras me pertenecen legítimamente.
Sólo se requería una chispa para inflamar el temperamento de Eduardo, y ahora estalló.
– Te aconsejo que frenes la lengua -advirtió-. Quizá deba recordarte que hoy tienes lo que tienes gracias a mi tolerancia.
Jorge jadeó, dio un golpe a las copas de vino y la jarra, las hizo girar de un manotazo. Ricardo y Eduardo se pusieron de pie. Eduardo miraba con incredulidad las manchas de vino que tenía en las calzas.
– Si pensara que lo hiciste adrede… -Eduardo rodeó la mesa con tal rapidez que Jorge retrocedió un paso. Pero se plantó donde estaba.
– Ned -graznó-, no puedes hacer esto. No puedes.
Eduardo había recobrado la compostura. Abrió un puño, cogió una muñeca de Jorge en un apretón que dejaría magulladuras.
– Si debo perder tiempo en enseñarte lo que puedo y no puedo hacer, Jorge, te prometo que no será una lección que te agrade.
Jorge se zafó, abrió la boca. Amargas acusaciones le quemaban la lengua, pero las palabras se le atoraron en la garganta, mientras su cuerpo reaccionaba con instintiva comprensión ante lo que veía en los ojos de su hermano, una pequeña llama que medía, evaluaba, hacía una promesa que era una amenaza.
Giró sobre los talones para irse, pero la voz de Eduardo lo inmovilizó, un sonido perentorio donde vibraba la autoridad.
– No os oí pedir mi venia para retiraros, milord Clarence.
Moviéndose espasmódicamente, como un títere con los hilos enredados, Jorge logró acercarse y rozó con los labios el anillo de coronación de su hermano, incrustado en un resplandor de rubíes rojos como la sangre.
– ¡Por Cristo Jesús, creo se le ha agusanado el cerebro! -rugió Eduardo, volviéndose hacia Ricardo-. Nunca entenderé qué lógica estrafalaria y retorcida lo guía, pero nunca he visto a un hombre tan ansioso de condenarse.
Despotricó un rato más, pero su furia ya se enfriaba; empezaba a ver el problema que le planteaba la intransigencia de Jorge. Sabía que Jorge era capaz de cualquier locura. Era intolerablemente irritante, arteramente estúpido, y deseaba tierras como otros hombres deseaban mujeres. Pero además era peligroso. Lo había demostrado más de una vez.
Habría que darle algo, comprarlo de algún modo. O separarle la cabeza de los hombros. Si supiera que sólo un palmo lo separaba del tajo del patio de la Torre. ¿Pero comprarlo con qué? Dickon se conformaría con Middleham y nada más. Pero lo preocupaban sus necesidades, no las de Dickon. Quería que Dickon defendiera el norte. Eso era más importante que todo lo demás. Un hombre de confianza debía mantener la paz en las comarcas que estaban al norte del Trent. Eso significaba que Dickon también debía poseer Sheriff Hutton. Aspiró bruscamente. Soltó el aliento muy despacio. Quizá fuera conveniente que la condesa de Warwick se hubiera recluido en la abadía de Beaulieu.
Miró con repulsión las copas de vino desparramadas, lanzó otra imprecación.
– Lo que viste esta noche -vociferó- es sólo un anticipo de lo que Jorge te ofrecerá si en efecto deseas desposar a tu prima Neville. Si quieres que sea tuya, huelga decir que te respaldaré. Pero, gústeme o no, no puedo encerrar a Jorge en la Torre porque codicia tierras que no son suyas. Así que te pediré lo siguiente. Asegúrate de que amas a esa muchacha, y de que ella vale todos los trastornos que tendrás que afrontar para conseguirla. Sólo asegúrate de ello, Dickon.
3
Londres. Mayo de 1471
Ricardo había recibido el honor de encabezar la procesión de la victoria en Londres, montado en un lustroso caballo castaño, la armadura resplandeciente, repujada con los Soles de su hermano y sus Jabalíes Blancos. El cielo era un mar azul; rosas blancas llovían de las ventanas abiertas y se oscurecían al sol en moribundo tributo a los yorkistas triunfantes. Bonitas muchachas agitaban bufandas moradas y azules, y veteranos de las campañas de Francia lo saludaban y brindaban por su salud con mares de cerveza. Ricardo estaba arrebolado de orgullo; ser aclamado como un comandante de habilidad demostrada era el mayor espaldarazo que podía imaginar. Riendo, guió su montura a través de una lluvia de rosas blancas, pensando que nunca olvidaría ese día.
La procesión yorkista había terminado en el palacio de la Torre, donde lo aguardaban la reina y sus hijos. Jorge se había ido de inmediato al Herber, el palacete que había tomado después de la muerte de Warwick. Ricardo, que debía partir al alba en persecución de Fauconberg, esperaba disponer de tiempo para visitar el Herber esa noche, pues hacía nueve días que no veía a Ana. Primero había ido al castillo de Baynard, pero enseguida había llegado un despacho de su hermano, que le ordenaba regresar a la Torre.
Al subir la escalera que conducía al último piso del torreón de la Torre Blanca, Ricardo se preguntó por qué Ned volvía a necesitarlo; pensaba que Ned no dejaría el lecho de Isabel hasta las vísperas. Pero olvidó toda especulación al ver a la mujer que salía de la cámara de audiencias, una guapa y corpulenta treintañera, su hermana Ana, duquesa de Exeter.