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– Sin duda que algunos encontrarán parientes que les darán refugio. Pero no te mentiré, tesoro. Otros enfermarán y morirán. -Eduardo cambió de posición para verle mejor la cara y añadió con gravedad-: Los inocentes siempre sufren en tiempos de guerra, Cecilia. Así son las cosas. Tu piedad habla bien de ti, pero dime algo. ¿Preferirías que los indigentes y hambrientos fueran mujeres y niños ingleses?

– No, papá -dijo ella obedientemente.

– Ahora bien, si ambas podéis callar unos minutos, os dejaré escuchar mientras le escribo a Su Santidad el papa. ¿Os parece bien?

Le hizo una señal a un amanuense que aguardaba y se puso a dictar:

Gracias a Dios, dador de todos los buenos dones, por el respaldo otorgado por nuestro amantísimo hermano, cuyo éxito es tan rotundo que su solo nombre bastaría para amedrentar a todo el reino de Escocia. Este año designamos a nuestro querido hermano Ricardo, duque de Gloucester, para comandar el mismo ejército que planeábamos volver a comandar en persona…

Isabel prefirió no quedarse, pues sabía que no podría contener la lengua. Oír tantas alabanzas para Ricardo de Gloucester era como verter sal en una herida infectada y no veía motivos para someterse a esa tortura. Retrocedió en silencio, notando que ni siquiera reparaban en su partida.

El mismo domingo en que Eduardo se enteró de la rendición de Berwick, Margarita de Anjou exhalaba su último aliento en el modesto castillo de Damierre, en su Anjou natal. Su muerte llegó once años después de la batalla de Tewkesbury, llegó con once años de retraso, y suscitó pocos comentarios en Inglaterra y en Francia. Al enterarse de su deceso, Luis escribió de inmediato para exigir que le enviaran todos los perros de Margarita. Alegaba que era su heredero, y quizá los perros fueran lo único que recibiría en la sucesión.

20

Westminster. Diciembre de 1482

Acababan de amarrar la barca de Ricardo al muelle conocido como Escalera del Rey. Desde el muelle, él oyó que gritaban «Dickon» en medio del bullicio del tráfico fluvial. Volvió la cabeza, sobresaltado, pensando que ninguna mujer que él conociera gritaría un sobrenombre familiar en un lugar tan público. La voz se parecía mucho a la de Bess, la hija mayor de su hermano. Pero al instante desechó la idea por improbable. Ni siquiera Bess, aunque era un espíritu libre, incurriría en tan llamativo atentado contra la etiqueta.

Uno de sus hombres señaló.

– ¡Vuestra Gracia… en el parapeto!

Ricardo alzó la vista y lanzó una imprecación, pues en efecto su sobrina le hacía señas, inclinada precariamente contra el parapeto, sobre las puertas que daban acceso desde el río. Su apariencia provocó tantos comentarios como su asombrosa conducta; tenía una capa echada al desgaire sobre los hombros, no llevaba toca, y el viento del río le arremolinaba el brillante cabello rubio.

Al ver que él le prestaba atención, se inclinó aún más.

– ¡Espera allí! ¡Bajo enseguida!

Ya había atraído la mirada de todos los hombres del muelle. La mayoría le sonreían con afecto; Bess no sólo era bonita, sino que era una predilecta de los londinenses. Ricardo también sonreía, divertido a su pesar. En realidad no tenía mucha gracia. Debería hablar con ella. Ni siquiera Ned, que no era muy respetuoso del protocolo, se tomaría a bien que Bess se asomara sobre un parapeto con aire de diablilla, gritando como la mujer de un pescador. En cuanto a la altiva Isabel, sufriría una apoplejía de sólo pensarlo. Ricardo fue riendo al encuentro de su sobrina, que había llegado al pie de la escalera.

Echó a correr hacia ella, alarmado por su expresión de espanto. Ella le echó los brazos al cuello y se colgó como una chiquilla temerosa, y de su ahogado torrente de palabras, sólo pudo distinguir «¡Papá!» y «¡Gracias a Dios que has venido!».

– Bess, Bess, no te entiendo nada. Respira hondo y dime qué pasa.

Ella obedeció, se apartó de él.

– Sé que me estoy portando como una boba -dijo con más coherencia-. Pero estaba tan asustada… y al verte recordé todo…

– ¿Asustada de qué, Bess? Aún no entiendo de qué hablas. ¿Se trata de Ned?

Ella asintió y por primera vez pareció reparar en un público sumamente interesado. Tragó saliva, le tiró del brazo.

– Ven -pidió-. Te lo contaré en el camino.

– ¿Ned está enfermo? ¿Cuán grave…?

– Ahora está bien, Dickon -interrumpió Bess-. De veras que sí. El doctor Hobbys lo jura. Debí decírtelo de inmediato. Tonta de mí, no pensar un poco. Pero cuando vi que atracaba tu barca, todo lo demás se me fue de la cabeza. Lo lamento.

– Bess, aún no me has explicado nada. No entiendo. Ned estaba bien cuando lo vi anoche.

– También estaba bien esta mañana, hasta que llegó Jack Howard.

– ¿Howard? ¿Quieres decir que ha vuelto de Francia?

– Llegó este mediodía, y fue a ver a papá en la Cámara del Príncipe. Hablaron aparte un rato y de pronto papá se puso a gritar, despotricando contra Luis. «Engendro del infierno» y «mal parido hijo de Satán» fueron los insultos más leves. Fue espantoso, Dickon. Nunca vi a papá tan colérico. Me asustó un poco -confesó-. Asustó a todos los presentes, creo. Papá suele ser tan… mesurado. -Volvió a tragar saliva-. Siguió un rato con sus improperios, maldiciendo a Francia y a Luis, y sólo Jack Howard sabía de qué se trataba, y entonces te mandó buscar a Crosby Place. ¿Su mensajero no te encontró?

– Estuve en la Torre toda la mañana. Continúa, Bess. ¿Qué sucedió después?

– Papá respiraba entrecortadamente, como cuando los hombres se sulfuran. Pero de pronto pareció que no podía recobrar el aliento. Trató de apoyarse en Jack, y su cara se puso roja, como si estuviera en llamas. Pidió un médico, pero su voz sonaba muy rara, sofocada… -Bess volvía a temblar, y Ricardo le apoyó la mano en el codo para calmarla-. Estaba tan asustada, Dickon. Tan asustada. Todos lo estábamos. La gente perdió la cabeza. El doctor Hobbys vino a la carrera, y también el doctor Albon. Ayudaron a papá a llegar a la Cámara Blanca, estuvieron allí una eternidad, y sólo dejaron entrar a mamá. Pero hace unos minutos el doctor Hobbys salió y dijo que papá estaba bien, que su sangre se había recalentado. Yo quería verlo con mis propios ojos, y el doctor Hobbys me lo habría permitido, pero mamá dijo que no. Así que bajé para esperarte…

Parecía que media corte se hubiera congregado en los aposentos reales. Cuando Ricardo y Bess llegaron a la puerta de la alcoba de Eduardo, salió Isabel. Se paró en seco al ver a Ricardo y le extendió la mano. Él la besó, pero con tan manifiesta renuencia que los testigos ahogaron sonrisas.

– Ahora está descansando -dijo fríamente Isabel-. Creo que sería mejor que no lo molestaras.

– Él me mandó llamar, madame -dijo Ricardo con igual frialdad, y entró en la alcoba. Bess aprovechó la oportunidad y se metió detrás de él.

Ricardo nunca había visto a Eduardo tan pálido; su tez tenía un tono grisáceo que no era tranquilizador, y los ojos estaban aureolados de rojo. Pero estaba sentado en la cama, abotonándose la camisa, y a juzgar por el modo en que discutía con el doctor Hobbys, su dolencia era pasajera.

– Claro que respeto vuestro juicio médico. Pero si fuera por vos, estaría amarrado a la cama y yo… ¡Dickon! Pensé que no llegarías nunca. ¿Cómo viniste, pasando por las Marcas Galesas?

– ¿Qué pasó, Ned? Bess me dijo…

– No pasó nada. Sufrí una breve indisposición, eso es todo. -Viendo que Ricardo iba a insistir, Eduardo añadió con impaciencia-: Olvídalo, Dickon. Debemos hablar de asuntos importantes. Jack Howard regresó de Francia y me trajo el mensaje de que Borgoña se ha reconciliado con Francia. Maximiliano y Luis firmaron un tratado en Arrás el lunes pasado, un tratado que equivale a una claudicación ante ese hideputa que ocupa el trono francés.