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Thomas no era muy perspicaz, pero enseguida notó que algo andaba mal. Westminster estaba apagada, turbadoramente silenciosa, y las pocas personas con que se cruzó erraban como sonámbulas. Cuando llegó a los aposentos de la reina, una inquietud instintiva amenazaba con estallar en activa aprensión. Pero aun así no estaba preparado para lo que encontró en los aposentos de su madre.

Las damas de Isabel, con los ojos inflamados, moqueaban en sus pañuelos arrugados, y al ver a Thomas, una bonita rubia con quien se había acostado en ocasiones rompió a llorar. Él le palmeaba el hombro incómodamente, tratando de entender esos sollozos, cuando la puerta de la alcoba se abrió de par en par y su madre empezó a gritar como una demente, farfullando insultos, preguntándole por qué se ponía a coquetear con una de sus damas cuando sabía que hacía horas que ella lo esperaba.

Thomas la miró boquiabierto, tan azorado por ese berrinche que no atinó a defenderse. Cogiéndole el brazo, ella lo llevó a la alcoba, y de inmediato reanudó sus reproches.

– ¿Dónde has estado, en nombre de Cristo? Te mandé buscar anoche.

– Tu mensajero llegó a Shene después de medianoche. Yo ya estaba acostado -protestó Thomas. Aun a los veintinueve años, se amilanaba ante la hermosa mujer que lo había dado a luz, y se apresuró a apaciguarla-. Vine tan pronto como pude, madre. ¿De qué se trata? -Demasiado conmocionado para sutilezas, barbotó-: Tienes pésimo aspecto. ¿Qué sucede?

– Es Ned. -Isabel tragó saliva, se pasó la lengua por los labios-. Él… se está muriendo.

Thomas conservó la misma expresión. La miraba con expectación, con intensa curiosidad.

– ¿Qué? -Isabel no dijo nada y Thomas soltó una risa brusca y poco convincente-. Es imposible. Era sólo un resfriado. ¡Un resfriado!

Pero mientras él pronunciaba estas palabras, su cuerpo se aflojaba, absorbiendo el golpe que aún no había penetrado en su cerebro.

– Es lo que pensaban los médicos -musitó Isabel-. Pero luego empezó a sentir dolor al respirar y su temperatura se elevó de golpe. Hace dos días que vuela de fiebre y nada lo ayuda. Ayer empezó a toser flema con sangre y Hobbys dice que no hay esperanzas, que está agonizando…

– Seguro que se equivocan. No puede estar muriendo. ¡Imposible!

Isabel había dicho lo mismo cuando los abatidos médicos le dieron su opinión, se había aferrado a un obtuso escepticismo con la frenética e ilógica pasión del pánico. Al fin ni siquiera ella pudo negar lo que percibían sus sentidos, no pudo negar que en los dolorosos resuellos y toses de Eduardo estaban las semillas de la muerte inminente. Pero aunque había compartido la terca negativa de su hijo a afrontar la verdad, no le quedaban reservas de compasión para él. Su necesidad era demasiado grande.

– Te digo que se está muriendo -exclamó-, y decir lo contrario no le comprará un momento más de vida. ¡Se está muriendo! ¿Me oyes, Tom? ¡Se está muriendo y dejará como heredero a un niño que aún no cumplió trece años!

Estaba al borde de la histeria. Se le notaba en la estridencia de la voz, en los ojos vidriosos, en las pupilas reducidas a puntillos que titilaban de miedo. Aferró a Thomas, clavándole las uñas, y él apartó la mano. Alarmado, buscó palabras de confortación.

– Sé que Eduardo es pequeño, madre -dijo para calmarla-, pero es un joven brillante, lo han educado para ser rey desde el nacimiento.

Y nos tendrá a nosotros para guiarlo, nos tendrá a ti, a Anthony, a mí…

Isabel se levantó penosamente.

– ¿Estás seguro? Pues más vale que te enteres de algo. Esta tarde Ned llamó a sus albaceas, labró su testamento en un codicilo. ¿Te digo lo que puso, Tom? Le dejó todo a su hermano. ¡Dios lo perdone, pero nombró a Gloucester protector del reino!

Aunque Thomas quedó visiblemente consternado por la revelación de su madre, no veía la catástrofe abrumadora que veía ella. Le resultaba inconcebible que entregaran las riendas del poder a Gloucester. Y no lo harían. Para él, era así de sencillo. Lo que más lo asustaba era el inestable nerviosismo de su madre. Nunca la había visto así. Su mundo ya se tambaleaba; la agonía de su padrastro descalabraba el corazón de todo lo que era seguro y cierto en su vida, y era escalofriante ver a Isabel frenética de miedo, un miedo que él no entendía del todo.

– Madre, sé que estás alterada, pero no has reflexionado sobre esto. Gloucester puede tener el título de protector, pero nosotros tenemos algo mucho más importante: la confianza del joven rey. ¿A quién crees que acudirá el pequeño Eduardo? A ti, su madre, y a Anthony, el tío que ha sido su preceptor en los últimos diez años. ¿Puedes dudarlo? Gloucester es un extraño para Eduardo y puedes estar segura de que Anthony le ha dado buenas razones para no sentir afecto por Gloucester. ¿No lo entiendes? Tenemos la mano ganadora.

Isabel respiraba con dificultad, en borbotones breves y estrangulados.

– No lo comprendes. ¡Jesús misericordioso, si lo supieras!

– ¿Si supiera qué? ¿Qué es lo que no comprendo? ¡Madre, dímelo!

Ella retrocedió, sacudiendo la cabeza.

– No puedo, Tom -susurró-. Dios me perdone, pero no puedo.

El respirar le provocaba un dolor casi insoportable. Cada vez que Eduardo inhalaba aire, era como si le clavaran un puñal en el pecho. La sábana húmeda se le adhería al cuerpo; hizo un débil intento de liberarse de los pliegues pegajosos, pero otras manos lo arroparon con firmeza. Su fiebre había ardido sin control durante tres días, resistiendo la salvia y la verbena, los baños con esponjas y las plegarias; su cuerpo se consumía literalmente.

El doctor Hobbys estaba inclinado sobre la cama. Pobre Hobbys. Parecía la mismísima ira de Dios. Como si él fuera el culpable.

– Vuestra Gracia, por favor, no tratéis de hablar. Ahorrad vuestras energías.

¿Para qué? Pero nunca haría esa broma. Estaba demasiado cansado para hablar, y necesitaba un supremo esfuerzo de voluntad tan sólo para mantener los párpados abiertos, para no despeñarse en la oscuridad, en el sueño profundo que prometía un alivio.

– Nunca debí permitir que lo hicierais. Sabía que sería muy duro para vos.

Eduardo también lo había sabido. Pero no tenía opción, y había insistido en que los lores acudieran a su lecho. Los dos hijos de Lisbet, y sus hermanos Edward y Lionel. Su canciller, Rotherham. Will… un buen hombre, y leal. John Morton, ese lancasteriano inteligente. Tom Stanley, que había cometido demasiadas traiciones para merecer confianza. Los otros miembros del consejo, los que estaban en Londres. Pero había muchos que no podía convocar. Anthony, en Ludlow con su hijo, con el pequeño Eduardo. John Howard, en sus propiedades de Essex. Buckingham, en Brecknock, en el sur de Gales. Northumberland, en la frontera escocesa. Y Dickon, en Middleham, más de doscientas millas al norte, en el momento en que más lo necesitaba.

Había hecho lo que podía, les había ordenado que renovaran su lealtad a Eduardo, a su hijo. No había sido fácil. Cada hálito era precioso, requería un gran esfuerzo, y eso daba mayor peso a sus palabras; ellos veían el precio. Debían zanjar sus diferencias, suplicó. Debían hacer las paces en aras de Inglaterra, en aras de su hijo. Entre toses espasmódicas tan violentas que cada una parecía la última, los exhortó a olvidar sus reyertas. A estas alturas, sólo Tom Stanley y John Morton tenían los ojos secos; Will Hastings y Thomas Grey lloraban sin vergüenza, y él los instó a estrecharse la mano, a jurar que sepultarían el pasado, que respaldarían a su hermano Ricardo para que gobernara el reino hasta que su hijo fuera mayor.

¿Era suficiente? Lo dudaba. ¡Jesús, cuánto se despreciaban uno al otro! Will detestaba a Tom Stanley. Northumberland sentía envidia de Dickon por haber ganado la lealtad del norte en desmedro de los Percy. Howard no soportaba a Morton. Y todos odiaban a Lisbet y los Woodville. Antes no le había importado, no se tomaba a pecho sus rencores, sabiendo que él tenía fuerza suficiente para mantener la paz entre todos. Incluso le causaba gracia, pues esas rivalidades los obligaban a depender más de él. Pero, ¿qué sucedería ahora? ¿Dickon tendría la fuerza para mantenerlos unidos? Más valía que sí. De lo contrario…