Alberto Vázquez-Figueroa
El señor de las tinieblas
El amplio estudio resultaba a todas luces muy difícil de catalogar, puesto que ni su propio dueño sería capaz de determinar cuántas cosas útiles — y sobre todo inútiles — se amontonaban entre aquellas altísimas, ennegrecidas y vetustas paredes.
Estanterías repletas de libros alcanzaban el techo, sobre dos mesas se apilaban legajos de documentos que probablemente no habían sido consultados en años, y una tercera mesa se inclinaba bajo el peso de cuatro antiquísimos microscopios.
Se distinguían también probetas, mecheros y serpentines, así como un par de pesados sillones de cuero, en un personalísimo habitáculo que podría considerarse de igual modo inhóspito o acogedor, dependiendo tan sólo del gusto personal de cada cual.
El hombre que lo ocupaba en aquellos momentos, Bruno Guinea, rondaba la cuarentena, vestía unos viejos pantalones de pana verde y una arrugada camisa a cuadros con la que podría creerse que había dormido una semana, y resultaba evidente que era uno de los escasos seres humanos que debían sentirse a gusto en un destartalado lugar por el que se movía esquivando objetos con la habilidad de un acróbata para inclinarse, de tanto en tanto, a observar a través de alguno de los microscopios, sin dejar por ello de tomar rápidas notas en un grueso cuaderno de tapas de hule.
A ratos canturreaba muy en voz baja, a ratos asentía como si se sintiera razonablemente satisfecho, y a ratos agitaba a un lado y otro la cabeza o chasqueaba la lengua en un claro gesto de desaprobación.
Resultaba evidente que fuera lo que fuese lo que estaba haciendo, le mantenía absorto, por lo que cuando se escucharon unos discretos golpes, torció el gesto para gruñir en un tono de evidente impaciencia:
— ¿Qué diablos ocurre?
La puerta se abrió apenas dejando entrever el rostro de un hombre de su misma edad pero al que podría considerarse su antítesis, puesto que vestía una inmaculada bata blanca, aparecía perfectamente peinado y afeitado, sin duda había visitado a la manicura recientemente y olía a lavanda.
— ¡Buenos días, Cantaclaro! — fue lo primero que dijo luciendo una espectacular sonrisa de dientes impecables—. ¿Da usted su permiso para invadir la cueva del ogro?
El atareado Bruno Guinea se limitó a observarle con una extraña mezcla de afecto, malhumor y socarronería al tiempo que exclamaba:
— ¡Lo que me faltaba! ¡El Canaima! Cuando apareces sonriente, melifluo y con el Cantaclaro por delante es que algo buscas…
— ¿Tanto me conoces? — inquirió sin perder la calma el recién llegado.
— ¡Tanto! Y eso me permite adivinar que vienes a pedirme un favor incluso antes de que abras la boca. ¿Qué coño quieres ahora?
El pulcro y exquisito Alejandro de León Medina, alias Canaima, entornó cuidadosamente la puerta a sus espaldas, y se aproximó a la ventana para abrirla haciendo exagerados gestos con la mano como si estuviera, intentando que el aire penetrara a toda prisa al tiempo que replicaba:
— Necesito que me hagas la suplencia este fin de semana. ¡Aquí hiede a tigre! El aire esta viciado y con este calor te vas a enfermar.
El otro se apresuró a cerrar de nuevo las contraventanas con gesto de alarma.
— Pero ¿qué haces? — exclamó—. ¡Se van a volar los papeles!
— ¿Y cómo diablos se van a volar si no corre una gota de aire? ¡Esto es peor que una cochiquera! — protestó—. ¿No entiendo cómo te las arreglas para trabajar en semejante lugar…?
— Muy a gusto si nadie me jode… Sé dónde está cada cosa, y cada cosa sabe dónde estoy yo, con lo que no tenemos el menor problema. ¿Acaso me meto yo con las cortinas de tu despacho?
— ¿Qué pasa con las cortinas de mi despacho?
— Que son una mariconada de satén lila — replicó aquel a quien muy justamente habían puesto años atrás el apodo del Cantaclaro visto que siempre decía lo que pensaba—. ¿Te parece poco?
— ¿Así me agradeces que me preocupe por ti? — quiso saber su visitante fingiendo ofenderse—. ¡Se te van a comer las miasmas! ¿Y por qué no te afeitas? Pareces un pordiosero…
El desaseado Bruno Guinea se observó unos instantes en el cristal de una vitrina, se pasó la mano por la barbilla, y acabó por asentir con un leve gesto de cabeza.
— En eso tienes razón. Si Doña Bárbara me viera me la armaba, pero es que me agobia el trabajo. — Lanzó un áspero reniego—. Y para colmo vienen los amigos pretendiendo que les haga una suplencia. ¿De dónde diablos pretendes que saque el tiempo?
— No tengo ni idea, pero es que en esta época no puedo recurrir a nadie más. — Se disculpó cambiando el tono Alejandro de León Medina—. Todo el mundo está de vacaciones.
— Suele ocurrir en agosto. ¿Y para qué quieres ese fin de semana?
— Tengo que ir a Roma.
El otro le observó de medio lado para inquirir irónicamente:
— ¿De peregrinación?
— De manifestación. Acudirá gente de todo el mundo y seremos miles reclamando nuestros derechos.
Bruno Guinea le observó de medio lado, tomó asiento en su viejo y sobado butacón, y le señaló el que se encontraba enfrente en una clara invitación para que le imitase.
— He oído hablar de esa gigantesca manifestación — admitió al fin—. Pero ¿por qué precisamente Roma?
— Porque Roma continúa siendo la cuna de la intransigencia — fue la rápida y segura respuesta—. Tenemos que atacar al enemigo en su mismísima guarida.
— ¿El Vaticano?
— Exactamente, ya que desde él parten la mayoría de los anatemas que se lanzan sobre nosotros. El día que el Papa entienda que somos seres humanos con los mismos derechos que el resto de los mortales, habremos triunfado.
— ¿Y realmente crees que invadiendo las calles de
Roma conseguiréis que la Santa Madre Iglesia cambie con respecto a un tema con el que se lleva mostrándose intransigente veinte siglos? — quiso saber su amigo.
— Por algo hay que empezar.
— ¿Empezar? — se escandalizó el Cantaclaro haciendo una vez más honor a su apodo—. A mi modo de ver hace años que habéis empezado, pero lo cierto es que no soy el más indicado a la hora de opinar sobre el tema.
— Sin embargo sabes bien cuánto me importa tu opinión.
— ¿Y de qué va a servirte si por lo que veo estás decidido?
— Probablemente se deba a que, pese al estercolero en el que te gusta trabajar, eres el tipo más inteligente que conozco. El más puñeteramente deslenguado, eso sí, pero también el más comprensivo. — Sonrió de nuevo al puntualizar —: En algunas ocasiones incluso sigo tus consejos.
— ¡Oh, vamos, no me hagas reír! — masculló su interlocutor con evidente malhumor—. ¿Cuántas veces te aconsejé que te apartaras de Roberto? Que yo recuerde nunca me escuchaste.
— Estaba enamorado.
— ¿Enamorado de un sucio «chapero» que se largaba con el primero que le ofrecía mil duros? — Se escandalizó el otro—. ¡Joder con el amor! — Tú no puedes entenderlo. Nuestro mundo es diferente y el amor no se rige por las mismas reglas. Admito que Roberto era un canalla, pero cuando quería, sabía mostrarse derno, dulce y apasionado. Me entendía y eso es lo que yo necesito: alguien que comprenda lo que siento aquí dentro.
El hombre de los pantalones de pana y la camisa a cuadros lanzó un profundo resoplido, se puso en pie una vez más, se encaminó a la mesa de los microscopios, observó a través de uno de ellos, anotó algo en la libreta de tapas de hule, y sin volverse inquirió:
— ¿Por qué carajo seguimos con esto si llevamos veinte años discutiendo el tema y nunca llegamos a ninguna parte puesto que nuestros puntos de vista son dia-metralmente opuestos?
— Porque aunque tienes una lengua de víbora, eres el único con quien puedo sincerarme. ¿Imaginas lo que diría el pobre Sepúlveda si acudiera a contarle mis cuitas?