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El Cantaclaro no pudo por menos que volverse y sonreír al tiempo que agitaba la cabeza negativamente. al señalar:

— ¡Le daría un pasmo! Pero ¿qué cara pondrá si te descubre en la televisión bailando en tanga por las calles de Roma?

— Con pelucas, tacones y maquillaje, ni mi propia madre sería capaz de reconocerme.

— ¿Y vas a Roma a exhibirte con peluca, tacones y maquillaje?

— ¡Naturalmente!

— ¿Por qué naturalmente?

— Porque se trata de reivindicar nuestros derechos: recuerda que se trata del Día del Orgullo Gay.

Bruno Guinea se puso en pie, se aproximó a la cafetera, sirvió dos tazas, y acudiendo a tomar asiento de nuevo le ofreció una.

— Yo no creo que tú te sientas demasiado orgulloso de ser gay, puesto-que lo ocultas a tus compañeros de trabajo… — puntualizó con su desparpajo de siempre—. Pero aun en el caso de que no lo ocultaras, lo que no entiendo es por qué razón los homosexuales tenéis que convertir una justa reivindicación social en una carnavalada que provoca el rechazo de mucha gente que, como yo, acepta que cada cual sea muy dueño de amar a quien le apetezca, pero no por ello debe hacerlo escandalizando.

— Ahora hablas como un reaccionario.

— ¡En absoluto! — protestó Bruno—. Hablo como quien soy, y que respetaría mucho más a quienes desfilaran por las calles de una ciudad, sea o no Roma, exigiendo con firmeza sus derechos, pero sin necesidad de tanto alboroto.

— Cuando los ganaderos se manifiestan, acuden con sus vacas estén o no locas — puntualizó el apodado Canaima—. Cuando se manifiestan los agricultores, arrojan a la calle naranjas o patatas, y cuando se trata de los bomberos colapsan el tráfico lanzando espuma.. y haciendo sonar las sirenas de sus camiones… ¿Por qué tendríamos que ser diferentes, si lo que reivindicamos es el derecho a disponer de nuestros propios cuerpos?

— Porque de ese modo lo que conseguís es que no se os tome en serio, y yo creo que el derecho a la libertad, ¡cualquier tipo de libertad! es algo demasiado serio como para exigirlo subido sobre unos tacones de medio metro y haciendo gestos obscenos.

— En eso puede que tengas razón. Hay quien se extralimita, pero es que hemos pasado demasiado tiempo sin salir del armario.

— Una cosa es decidirse a «salir del armario», y otra salirse de la habitación, de la casa, de la calle y hasta del barrio. Todo cambio, y soy el primero en admitir que en ese campo se hacía necesario un cambio, exige un tiempo y una maduración puesto que de lo contrario se corre el riesgo de que se convierta en traumático…

Le interrumpieron unos nerviosos y repetitivos golpes en la puerta y cuando ésta se abrió en el quicio se recortó la estilizada silueta de una enfermera de poco más de treinta años que señaló secamente:

— Os recuerdo que la cocina cierra dentro de diez minutos…

— Gracias pero no tengo tiempo de almorzar… — le hizo notar Bruno Guinea—. ¿Podrías pedir que me subieran un bocadillo de chorizo y una cerveza?

— ¿Otro bocadillo de chorizo y otra cerveza? — fingió enfurecerse Claudia Fonseca—. ¿Hasta cuándo? ¡Llevas tres días sin comer caliente!

El Cantaclaro hizo un significativo gesto hacia los microscopios al tiempo que puntualizaba:

— Si dejo de observar cada diez minutos, el trabajo de todo un mes se iría al garete…

— ¿Y no puedo hacerlo yo?

— Tardaría todo un día en indicarte lo que tienes que buscar — fue la respuesta que venía acompañada de un mohín de súplica—. ¡Por favor! — añadió—. Un bocadillo de chorizo y una cerveza bien fría.

La muchacha lanzó un sonoro reniego al tiempo que se volvía al expectante Canaima, que se había mantenido prudentemente al margen de la discusión:

— ¡Acabará enfermando! — exclamó—. ¡Maldita sea! Se mata a trabajar, apenas duerme, no come decentemente y muchos días ni siquiera se baña… ¡Tú eres su amigo! ¡Dile algo!

— ¡Querida mía! — replicó el aludido con absoluta calma—. Desde que ingresamos en la universidad vengo «diciéndole algo» al respecto, pero ya ves el resultado. Si usara bata, moriría con «las batas puestas», pero ni siquiera en eso hace puñetero caso al reglamento.

— Como chiste es malísimo… — le hizo notar su amigo—. Y odio las batas.

— Pues deberías haberte hecho arquitecto.

Bruno Guinea, que había acudido como siempre junto a los microscopios, pareció desentenderse de sus visitantes.

— ¿Por qué no os vais al carajo de una vez? — rogó—. Me estáis distrayendo.

Claudia Fonseca agitó la cabeza en un gesto con el que parecía querer indicar que aquélla es una lucha imposible y optó por desaparecer cerrando a sus espaldas sin dejar por ello de mascullar:

— ¡Cretino!

Al cabo de unos instantes el doctor De León Medina comentó como sin darle importancia al tema:

— Está loca por ti.

— ¿Qué has dicho…? — quiso saber su acompañante que aún continuaba distraído con sus observaciones.

— ¡Que la tienes loca…! — insistió el otro—. ¿Te la has llevado al huerto?

El apodado Cantaclaro se volvió sorprendido para inquirir visiblemente molesto:

— Pero ¿cómo se te ocurre? Estoy casado.

— ¡Menuda noticia! Soy el padrino de tu boda y de tu segundo hijo… Pero ¿qué tiene eso que ver con hacerle un favor a una pobre infeliz que te lo está pidiendo a gritos?

— ¿Es que no puedes pensar más que en el sexo? — inquirió el dueño de los pantalones de pana, al que se le advertía irritado—. Cuando me casé fue para siempre. Hasta que la muerte nos separe.

— «Hasta que la muerte os separe; hasta que la muerte os separe.» ¡Menuda cursilada! Tras dieciocho años de matrimonio una canita al aire te vendría muy bien, digo yo.

Bruno Guinea le apuntó amenazadoramente con el dedo al advertir:

— Tú sigue por ese camino y te va a hacer las guardias tu abuela. Sabes que me molestan este tipo de conversaciones.

— ¿O sea que podemos hablar durante horas sobre mi vida sexual, pero ni una sola palabra sobre la tuya? — fingió lamentarse casi cómicamente el Canaima.

— Eres tú quien tiene problemas sexuales, no yo

— fue la respuesta—. Estoy casado, tengo tres hijos, adoro a Alicia y ni siquiera se me pasa por la cabeza, la idea de tocar a otra mujer.

— ¡La madre que te parió! — masculló el otro dejando escapar una corta carcajada—. No fumas, no bebes, no te drogas, no meas fuera del tiesto, y no piensa más que en cuidar de tu mujer y en trabajar. ¿Me quieres explicar por qué coño somos amigos?

— No creas que no me lo he preguntado un millón de veces — admitió el interpelado con absoluta naturalidad—. Debe ser porque soy el único que te aguanta las depresiones.

Alejandro de León Medina tardó en responder, observó largo rato el fondo de su taza vacía, y al fin admitió en un tono de voz amargo y totalmente distinto al que había empleado hasta esos momentos:

— ¡Eso es muy cierto…! A veces pienso que si no fuera por ti hace tiempo que me hubiera pegado un tiro… ¡Mi vida es una mierda!

El Cantaclaro pareció comprender que se había extralimitado, y aproximándose le colocó la mano en el hombro con gesto de profundo afecto:

— ¡No digas eso! — suplicó—. Eres un internista extraordinario, y no conozco a nadie que sepa tratar a, los pacientes con tanta delicadeza como tú. Siempre he creído que si Alicia aún vive es gracias a ti, y aunque tan sólo fuera por eso tu vida merece la pena.

— ¿Que mi vida merece la pena? — repitió su amigo—. ¡No tienes ni idea de lo que significa tener que salir en mitad de la noche a la caza de un sucio golfillo con el que compartir la cama! ¡Te levantas asqueado!