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Pese a todas sus visitas —y la primera había tenido lugar hacía más de tres mil años—, Demandred sintió un temor reverencial. Allí podía percibir la Perforación, el agujero horadado mucho tiempo atrás donde el Gran Señor había permanecido confinado desde el momento de la Creación. La presencia del Gran Señor lo colmaba todo. Físicamente, este lugar no estaba más próximo a la Perforación que cualquier otro en el mundo, pero aquí existía una tenuidad en el Entramado que permitía percibirla.

Demandred estuvo más cerca que nunca de esbozar una sonrisa. Qué necios eran quienes se oponían al Gran Señor. Oh, sí, la Perforación estaba obstruida todavía, aunque con menos firmeza que cuando él mismo había despertado de su largo sueño y escapado de su prisión. Obstruida, pero más grande que al despertar él. Empero, no tan grande como cuando había sido arrojado a ella por sus iguales al final de la Guerra del Poder, si bien en cada visita realizada desde su despertar la había hallado un poco más amplia. A no tardar, la obstrucción habría desaparecido y el Gran Señor volvería a tener acceso al mundo. A no tardar llegaría el Día del Retorno, y él gobernaría el mundo para toda la eternidad. Por debajo del Gran Señor, naturalmente. Y, también naturalmente, junto con aquellos de los otros Elegidos que sobreviviesen.

—Ya puedes irte, Semihombre. —No quería que la criatura estuviera presente para ver cómo se apoderaba de él el embeleso. Y el dolor.

Shaidar Haran no se movió.

El Renegado abrió la boca… y una voz estalló dentro de su cabeza.

Demandred.

Denominar voz a ese sonido era como llamar guijarro a una montaña. Casi le aplastó el cerebro contra el interior de su propio cráneo y lo sumió en el éxtasis. Cayó de hinojos. El Myrddraal permaneció en pie, observando impasiblemente, pero sólo una mínima parte del ser de Demandred era consciente de la criatura, con aquella voz llenando su cerebro.

Demandred. ¿Cómo va este mundo?

Nunca estaba seguro de cuánto era lo que el Gran Señor sabía del mundo. Se había sentido sobresaltado tanto por la ignorancia como por el conocimiento; pero no le cabía ninguna duda sobre lo que el Gran Señor deseaba oír.

—Rahvin ha muerto ayer, Gran Señor. —Hubo dolor. La euforia demasiado intensa se convirtió rápidamente en dolor. Sus brazos y piernas se retorcieron. Ahora estaba sudando—. Lanfear ha desaparecido sin dejar rastro, igual que ocurrió con Asmodean. Y Graendal dice que Moghedien no acudió a la cita acordada con ella. También fue ayer, Gran Señor, y no creo que sea coincidencia.

Los Elegidos disminuyen, Demandred. Los débiles caen. Quien me traiciona sufre la muerte definitiva. Asmodean, descarriado por su debilidad. Rahvin muerto por su orgullo. Me sirvió bien, mas ni siquiera yo puedo salvarlo del fuego compacto. Ni siquiera yo puedo apartarme de la senda del tiempo.

Durante un horrible instante aquella espantosa voz quedó embargada por la ira y por… ¿podría ser frustración? Sólo durante un instante.

Utilizado por mi viejo enemigo, el llamado Dragón. ¿Emplearías el fuego compacto en mi servicio, Demandred?

El Renegado vaciló; una gotita de sudor se deslizó un par de centímetros por su mejilla, pero dio la impresión de que tardó una hora en recorrer esa pequeña distancia. A lo largo de un año durante la Guerra del Poder ambos bandos habían utilizado el fuego compacto. Hasta que descubrieron las consecuencias. Sin mediar acuerdo ni tregua —jamás hubo tregua como tampoco hubo cuartel— ambos bandos dejaron de usarlo. Ciudades enteras perecieron bajo el fuego compacto aquel año, cientos de miles de hilos ardieron y desaparecieron del Entramado; la propia realidad casi se deshilachó, mientras mundo y universo se evaporaban como niebla. Si se esgrimía de nuevo el fuego compacto, puede que no quedara mundo que gobernar.

Había otro punto que lo atosigaba: el Gran Señor ya sabía cómo había muerto Rahvin, y parecía saber más que él respecto a Asmodean.

—Ordenad, Gran Señor, y yo obedeceré. —Puede que sus músculos se crisparan, pero su voz se mantuvo firme como una roca. En las rodillas se le habían empezado a formar ampollas a causa del calor de la piedra, pero por su falta de reacción habríase dicho que no pertenecían a su cuerpo.

Lo harás, sí.

—Gran Señor, es posible destruir al Dragón. —Un hombre muerto no podría usar el fuego compacto otra vez, y tal vez entonces el Gran Señor no consideraría necesario utilizarlo—. Es ignorante y débil, y su atención se dispersa en docenas de direcciones. Rahvin era un necio vanidoso. Yo…

¿Serás tú el Nae’blis?

Demandred se quedó mudo. El Nae’blis. El que estaría sólo un escalón por debajo del Gran Señor, al mando de los demás.

—Sólo deseo serviros, Gran Señor, en lo que pueda. —El Nae’blis.

Entonces presta atención y obedece. Escucha quién morirá y quién vivirá.

Demandred gritó mientras la voz se descargaba en su cerebro. Lágrimas de gozo rodaron por su rostro.

Impasible, el Myrddraal lo observó.

—Estaos quietas. —Malhumorada, Nynaeve echó la larga trenza por encima del hombro—. Esto no funcionará si no dejáis de moveros como chiquillas con azogue en el cuerpo.

Ninguna de las dos mujeres sentadas al otro lado de la desvencijada mesa parecía mayor que ella, aunque le sacaban veinte años o más, y tampoco se estaban moviendo, pero el calor había puesto a Nynaeve con los nervios de punta. Tenía la impresión de que le faltaba el aire en el reducido cuartito sin ventanas. Estaba empapada en sudor, mientras que ellas dos parecían frescas como una lechuga. Leane, con un vestido domani confeccionado con una seda azul excesivamente fina, se limitó a encogerse de hombros; la alta mujer de tez cobriza parecía poseer una paciencia inagotable. Por el contrario, Siuan, de piel clara y constitución robusta, parecía carecer de ella.

Ahora Siuan rezongó mientras se arreglaba la falda con gesto irritado; solía llevar ropas muy sencillas, pero aquella mañana vestía un atuendo de buen lino amarillo con una compleja greca teariana bordada en el filo de un escote al que casi podía tildarse de descarado. Sus azules ojos eran tan fríos como el agua de un pozo profundo. O como sería el agua de un pozo profundo si el tiempo no se hubiese vuelto loco. Su indumentaria habría cambiado, pero no su modo de mirar.

—No funcionará de ninguna forma —espetó. También su modo de hablar seguía siendo el mismo—. No se puede echar parches a la quilla cuando toda la barca ha ardido. En fin, es una pérdida de tiempo, pero lo prometí, así que continúa. Leane y yo tenemos trabajo pendiente que hacer.

Las dos se ocupaban de la red de informadoras de las Aes Sedai allí, en Salidar, las mujeres que enviaban tanto informes como rumores de lo que acontecía en el mundo.

También Nynaeve se alisó la falda. Su vestido era de sencilla lana blanca, con siete bandas de colores en el repulgo, una por cada Ajah. Un vestido de Aceptada. La irritaba más de lo que nunca habría imaginado. Preferiría con mucho llevar el de seda verde que tenía guardado. Estaba dispuesta a admitir su recién adquirido gusto por las ropas buenas, al menos para sus adentros, pero la elección de ese vestido en particular no era sólo por comodidad —era fino, ligero— ni porque el verde fuera el color predilecto de Lan. No, en absoluto. Eso sería una ociosa ensoñación de la peor clase. Una Aceptada que se pusiera cualquier otro atuendo excepto el blanco con bandas no tardaría en enterarse de que se encontraba muy por debajo de las Aes Sedai. Con firmeza rechazó aquellas ideas. No estaba allí para rumiar fruslerías. El azul también le gustaba. ¡No!