—Amigos —murmuró Sulin entre dientes mientras trotaba junto al estribo de su caballo—. Amigos que aparecen de repente, sin avisar, y él sabe de pronto que están ahí. —Alzó los ojos hacia Perrin y habló en voz más alta—. No quiero que tropieces con una almohada y te vayas de bruces al suelo otra vez.
Perrin sacudió la cabeza, preguntándose qué más motivos le habría dado mientras se hacía pasar por una sirvienta para que se arrogara la tarea de defenderlo como a un hijo.
Por la posición del sol calculó que llevaba cabalgando casi una hora, guiado por los lobos, tan infaliblemente como una flecha hacia la diana, y cuando coronó una pequeña elevación no se sorprendió por lo que vio unos tres kilómetros más adelante: jinetes en una larga columna de a dos, hombres de Dos Ríos con su estandarte de la cabeza de un lobo rojo al frente, tremolando en la suave brisa. Lo que sí le sorprendió fue que había realmente mujeres entre ellos —contó nueve— y otros hombres que con toda seguridad no eran de Dos Ríos. Era la segunda bandera lo que hizo que apretara los dientes: el Águila Roja de Manetheren. Había perdido la cuenta de las veces que les había dicho que no ondearan ese estandarte fuera de Dos Ríos. Una de las pocas cosas que no había sido capaz de impedir, allí en casa, era el uso de esa bandera. Con todo, la imperfecta imagen de los estandartes enviada por los lobos lo había preparado para lo que iba a encontrarse.
Naturalmente, enseguida los vieron a él y a su acompañamiento. Había ojos con muy buena vista en esa banda. Sofrenaron los caballos, esperando, y algunos cogieron los arcos colgados a la espalda, los grandes arcos de Dos Ríos que podían matar a un hombre a trescientos pasos de distancia o más.
—Que nadie se ponga delante de mí —advirtió Perrin—. No dispararán si me reconocen.
—Al parecer los ojos amarillos ven a gran distancia —comentó inexpresivamente Sulin. Otros cuantos del grupo lo miraban de forma rara.
—Limitaos a quedaros detrás de mí, nada más —repitió.
A medida que se acercaba a la cabeza de la extraña columna, los arcos que estaban levantados se bajaron y se quitaron las flechas encajadas en las cuerdas. Traían a Brioso, comprobó con deleite y, lo que no lo complació tanto, a Golondrina. Faile jamás le perdonaría si permitía que su yegua saliera herida. Sería estupendo montar de nuevo su rucio, pero conservaría a Recio; un lord podía tener dos caballos, incluso un lord al que quizá le quedaran sólo cuatro días de vida.
Dannil se adelantó de la columna de Dos Ríos mientras se atusaba el espeso bigote con los nudillos; y otro tanto hicieron Aram y las mujeres que cabalgaban con él. Perrin reconoció los intemporales rostros Aes Sedai antes de identificar entre ellos a Verin y a Alanna, las dos situadas a la cabeza de las mujeres. No conocía a ninguna de las otras, pero no le cabía duda de quiénes eran, aunque no entendía cómo habían llegado allí. Nueve. Nueve Aes Sedai podrían ser muy útiles dentro de tres o cuatro días, aunque ¿hasta qué punto podía fiarse de ellas? Eran nueve y Rand les había dicho que sólo podían seguirlo seis. Se preguntó cuál de ellas sería Merana, la cabecilla.
Una Aes Sedai de cara cuadrada, con aspecto de granjera bajo la apariencia intemporal, habló antes de que Dannil abriera la boca. Su montura era una yegua castaña de recia constitución.
—Así que sois Perrin Aybara. Lord Perrin, debería decir. Hemos oído hablar mucho de vos.
—Es una sorpresa encontraros aquí —intervino fríamente una arrogante aunque hermosa mujer—, con tan extraña compañía. —Montaba un oscuro castrado de aspecto fiero; Perrin habría apostado que el animal había sido entrenado como caballo de batalla—. Estábamos convencidas de que aún estaríais por delante de nosotras.
Haciendo caso omiso de ellas, Perrin se volvió hacia Dannil.
—No es que me desagrade veros, pero ¿cómo es que estáis aquí?
Dannil echó una rápida ojeada a las Aes Sedai y se atusó el bigote frenéticamente.
—Nos pusimos en marcha tal como ordenasteis, lord Perrin, y lo más rápido posible. Quiero decir que dejamos atrás carretas y todo lo demás ya que parecía que tenía que haber alguna razón para que os marchaseis con tanta premura. Entonces Kiruna Sedai y Bera Sedai y las demás nos alcanzaron y dijeron que Alanna podía encontrar a Rand, quiero decir al lord Dragón, y puesto que os fuisteis con él, pensé que a buen seguro os encontraríais a su lado, y como no había forma de saber si os habíais ido de Cairhien y… —Respiró hondo—. En fin, que me pareció que tenían razón ¿No es así, lord Perrin?
Perrin frunció el entrecejo, preguntándose cómo podía Alanna encontrarlo. Sin embargo, así debía de ser o Dannil y los demás no estarían allí. Ella y Verin seguían manteniéndose detrás, con una mujer delgada, de ojos de color avellana, que suspiraba cada dos por tres.
—Soy Bera Harkin —se presentó la mujer de cara cuadrada—, y ésta es Kiruna Nachiman. —Señaló a su arrogante compañera. Por lo visto no consideraba necesario presentar a las demás todavía—. ¿Querréis explicarnos por qué estáis aquí si el joven al’Thor, el lord Dragón, se encuentra a varios días de marcha hacia el norte?
Perrin no tuvo que pensarlo mucho. Si estas nueve se proponían reunirse con las Aes Sedai que marchaban delante, poco podía hacer él para impedírselo. Nueve Aes Sedai de su parte, no obstante…
—Está prisionero. Una Aes Sedai llamada Coiren y al menos otras cinco lo llevan a Tar Valon. Al menos, es lo que se proponen hacer. Y yo me propongo impedírselo.
Aquello provocó una gran conmoción, con Dannil abriendo los ojos como platos y las Aes Sedai empezando a hablar todas a la vez. Aram era el único que no parecía afectado; claro que, por lo visto, tampoco había nada que le importara gran cosa aparte de Perrin y su propia espada. Los efluvios de las Aes Sedai eran una mezcla de indignación y miedo por mucho que sus semblantes se mantuviesen impasibles.
—Tenemos que impedírselo, Bera —dijo una mujer con el cabello peinado en multitud de finas trenzas, al estilo tarabonés.
—No podemos permitir que Elaida lo tenga, Bera —manifestó casi al mismo tiempo una pálida cairhienina montada en una yegua castaña de porte desgarbado.
—¿Seis? —repitió con incredulidad la mujer de ojos de color avellana—. Seis no podrían someterlo, estoy segura.
—Te dije que estaba herido —adujo Alanna casi sollozando. Perrin conocía el efluvio que emitía lo bastante bien para identificarlo de inmediato; olía a dolor—. Te lo dije.
Verin siguió callada, pero su olor era de rabia… y de miedo.
Kiruna asestó una despectiva mirada al grupo de Perrin.
—¿Y te propones detener a unas Aes Sedai con esto, joven? Verin no dijo que fueras un necio.
—Tengo unos cuantos más avanzando por la calzada a Tar Valon, más adelante —replicó secamente.
—Entonces puedes hacer que se unan a nosotras —le dijo Kiruna como si hiciese una concesión—. ¿Te parece bien, Bera?
La otra Aes Sedai asintió. Perrin no entendía por qué la actitud de Kiruna lo irritaba de ese modo, pero aquél no era el momento de perder tiempo en reflexiones.
—También tengo trescientos arqueros de Dos Ríos que me propongo que me sigan calzada adelante. —¿Cómo podía saber Alanna que Rand estaba herido?—. Vosotras, Aes Sedai, sois bienvenidas a mi columna si lo deseáis.
No les hizo ni pizca de gracia, desde luego. Se apartaron una docena de pasos a un lado de la calzada para discutirlo —ni siquiera con su agudo sentido del oído logró escuchar nada; debían de estar utilizando el Poder de algún modo— y durante unos instantes Perrin pensó que decidirían continuar solas.
Al final, los acompañaron, pero Bera y Kiruna cabalgaron flanqueándolo todo el camino, turnándose para decirle lo peligrosa y delicada que era esta situación y que no debía hacer nada que pusiera en peligro al joven al’Thor. Al menos Bera recordaba de vez en cuando llamar a Rand el Dragón Renacido. Una cosa que dejaron muy clara fue que Perrin no debía siquiera dar un paso sin antes preguntarles a ellas. Bera empezó a dar la impresión de sentirse un tanto indignada porque él no repitiese sus palabras; Kiruna dijo que las daba por dichas. Perrin empezó a preguntarse si no habría cometido un error al pedirles que los acompañaran.