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—Debe de haber doscientas o trescientas mujeres encauzando ahí abajo, si es que no son más —dijo Kiruna, tendida en el suelo junto a Perrin; su voz sonaba impresionada.

Sorilea, situada detrás de la hermana Verde, desde luego parecía estarlo. La Sabia olía a preocupación; no a miedo, pero sí a inquietud.

—Jamás había visto tantos tejidos a la vez —continuó la Aes Sedai—. Creo que por lo menos hay treinta hermanas en el campamento. Nos has traído a una caldera hirviendo, joven Aybara.

—Cuarenta mil Shaido —murmuró sombríamente Rhuarc, tendido al otro lado de Perrin. Incluso su olor era tétrico—. Cuarenta mil como poco, y descubrir la razón de que no enviaran más lanzas hacia el sur es una parca satisfacción.

—¿El lord Dragón se encuentra ahí abajo? —preguntó Dobraine mirando por encima de Rhuarc. Perrin asintió—. ¿Y queréis meteros allí y sacarlo? —Perrin volvió a asentir y Dobraine suspiró. Olía a resignación, no a miedo—. Pues nos meteremos, lord Aybara, pero dudo mucho que salgamos.

Esta vez fue Rhuarc el que asintió. Kiruna miró a los hombres.

—Os dais cuenta de que no somos suficientes Aes Sedai. Nueve. Incluso si vuestras Sabias pueden encauzar con ciertos resultados no somos bastantes para hacer frente a eso.

Sorilea resopló sonoramente, pero Kiruna no desvió la vista ni un milímetro.

—Entonces, dad media vuelta y regresad hacia el sur —le contestó Perrin—. No permitiré que Elaida se apodere de Rand.

—Estupendo —repuso, sonriente, Kiruna—, porque tampoco yo lo permitiré.

Perrin deseó que la sonrisa de la Aes Sedai no le pusiera la piel de gallina. Claro que si ella hubiese visto la mirada malévola que le asestó Sorilea a su espalda, quizá también se le habría puesto carne de gallina.

Perrin señaló a los que aguardaban al pie de la loma, y Sorilea y la Verde gatearon hacia abajo hasta que pudieron ponerse de pie y después corrieron en direcciones opuestas.

El plan que tenían no valía gran cosa como tal. Se reducía a llegar hasta Rand de un modo u otro, liberarlo de un modo u otro y después confiar en que no estuviese demasiado gravemente herido para que crease un acceso para todos los que fuera capaz y escapar antes de que los Shaido o las Aes Sedai del campamento se las arreglaran para matarlos. Pequeños problemas, sin duda, para un héroe ficticio de un relato de juglar, pero Perrin habría deseado disponer de más tiempo para elaborar un plan de verdad, no aquel proyecto suicida que había hilvanado precipitadamente con Dobraine y Rhuarc mientras el cairhienino y él cabalgaban a galope tendido y el jefe de clan corría tan deprisa como podía entre las monturas de ambos. Empero, tiempo era una de las muchas cosas que no tenían. Imposible saber si las Aes Sedai de la Torre serían capaces de contener a los Shaido siquiera una hora más.

Los primeros en moverse fueron los hombres de Dos Ríos y los soldados de la Guardia Alada, divididos en dos compañías, una rodeando a las Sabias que iban a pie y la otra a las Aes Sedai y los Guardianes montados a caballo. Se dirigieron a izquierda y a derecha para salvar la loma. Dannil había dejado que sus tropas volvieran a sacar el Águila Roja, además de la cabeza del lobo rojo. Rhuarc ni siquiera miró hacia donde Amys caminaba, no muy lejos del oscuro castrado de Kiruna, Perrin le oyó musitar:

—Que al alba estemos juntos para ver salir el sol, sombra de mi corazón.

Los mayenienses y los hombres de Dos Ríos tenían que ocuparse de cubrir la retirada de las Sabias y las Aes Sedai al final o tal vez ocurriera justo al contrario. En cualquier caso, a Bera y a Kiruna no parecía gustarles el plan; su deseo era estar allí donde se encontrase Rand.

—¿Estáis seguro de que no queréis ir montado, lord Aybara? —preguntó Dobraine desde su silla; para él, la idea de combatir a pie era anatema.

—Esto no sirve de mucho a lomos de un caballo —repuso Perrin mientras palmeaba el hacha colgada a la cadera. La verdad es que sí que servía, pero no quería conducir a Brioso ni a Recio a lo que les aguardaba allí delante. Los hombres podían decidir lanzarse o no en medio de una barahúnda de acero y muerte, pero él decidía por sus caballos y su decisión de hoy era que no—. Quizá queráis dejar que me agarre a uno de vuestros estribos cuando llegue el momento.

Dobraine parpadeó —los cairhieninos no tenían en mucho a los soldados de a pie— pero pareció comprender y asintió.

—Es hora de que los flautistas toquen la danza —dijo Rhuarc al tiempo que se levantaba el negro velo, a pesar de que en este día no habría flautistas tocando, algo que a algunos de los Aiel no les hacía gracia. Tampoco les gustó a muchas de las Doncellas tener que ponerse obligatoriamente tiras de tela roja atadas en los brazos para que la gente de las tierras húmedas pudiese distinguirlas de las Doncellas Shaido; parecían pensar que cualquiera debería saber algo así con una simple ojeada.

Doncellas y siswai’aman velados empezaron a ascender al trote la cuesta de la loma en una ancha columna, y Perrin se dirigió con Dobraine donde Loial estaba ya a la cabeza de las tropas cairhieninas, aferrando el hacha con las dos manos y con las orejas aplastadas hacia atrás. También estaba allí Aram, a pie y con la espada desenvainada; el antiguo Tuatha’an exhibía una sombría sonrisa de ansiedad. Dobraine dio la señal de avance, detrás de los estandartes de Rand, y las sillas de montar crujieron cuando quinientas lanzas subieron la cuesta junto a los Aiel.

No había habido cambios en la batalla, cosa que sorprendió a Perrin hasta que se dio cuenta de que sólo habían transcurrido unos cuantos minutos desde la última ojeada que había echado. Tenía la impresión de que había pasado mucho más tiempo. La ingente masa de Shaido seguía presionando hacia adentro; las carretas continuaban ardiendo, quizá con más fuerza que antes; los rayos aún caían del cielo y las bolas de fuego todavía estallaban en violentas llamaradas.

Los hombres de Dos Ríos ya casi habían alcanzado su posición, con los mayenienses y las Aes Sedai y las Sabias, desplazándose sin prisa aparente por la ondulada llanura. Perrin habría preferido que se situaran más lejos del conflicto para que tuviesen mayor oportunidad de escapar cuando llegase el momento de hacerlo, pero Dannil había insistido en que tenían que acercarse a trescientos pasos como mínimo para que el alcance de sus arcos resultara efectivo; Nurelle se había mostrado igualmente reacio a quedarse atrás. Hasta las Aes Sedai habían insistido en avanzar, a pesar de que Perrin estaba seguro de que para lo único que tenían que estar cerca era para ver a Rand, no para luchar. Ninguno de los Shaido había mirado aún hacia atrás. Al menos, nadie señalaba a la amenaza que se aproximaba lentamente a sus espaldas y nadie se daba media vuelta para hacerle frente. Todos parecían volcados en arremeter contra el círculo de carretas, retrocediendo cuando caían bolas de fuego y rayos y luego reanudando la arremetida de inmediato. Con que sólo uno de ellos mirase hacia atrás advertiría el peligro, pero el infierno desatado al frente acaparaba toda su atención.

Ochocientos pasos. Setecientos. Los hombres de Dos Ríos desmontaron y asieron sus arcos. Seiscientos. Quinientos. Cuatrocientos.