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Rand localizó enseguida a Erian —cuerpo esbelto y pelo oscuro— a lomos de una yegua gris. Lews Therin gruñó y Rand atacó casi sin pensarlo. Percibió la decepción del otro hombre cuando lo hizo. Energía para aislarla de la Fuente, con la ligera resistencia que marcaba la diferencia con el corte definitivo de la conexión con el saidar, y, antes incluso de que eso estuviese atado, un garrote de Aire para desmontarla y dejarla inconsciente. Si decidía neutralizarla, quería que la mujer supiera quién lo hacía y por qué. Una de las Aes Sedai gritó a alguien que se ocupase de Erian, pero nadie miró hacia los árboles. Nadie allí fuera podía percibir el saidin; creían que había sido derribada por algo venido del exterior de las carretas.

Los ojos de Rand buscaron entre las otras mujeres montadas y se detuvieron en Katerine, que hacía girar a su castrado castaño de largas patas hacia adelante y hacia atrás, mientras el fuego estallaba entre los Aiel allí dondequiera que mirara. Energía y Aire, y la mujer se desplomó inconsciente, con un pie enganchado en el estribo.

«Sí —rió Lews Therin—. Y ahora por Galina. A ella la quiero especialmente».

Rand cerró los ojos, apretando los párpados con fuerza. ¿Qué estaba haciendo? Era Lews Therin quien deseaba de tal modo vengarse de esas tres que no pensaba en nada más. Rand también quería resarcirse por lo que le habían hecho, pero en ese momento se estaba librando una batalla y los hombres morían mientras él daba caza a unas Aes Sedai en particular. Y también estarían muriendo Doncellas, sin lugar a dudas.

Derribó con Energía y Aire a otra Aes Sedai situada veinte pasos a la izquierda de Katerine y después se trasladó a otro árbol y se ocupó de Nemdahl, dejándola inconsciente en el suelo y aislada por un escudo. Lentamente se fue desplazando a lo largo del borde de la arboleda, atacando una y otra vez con el sigilo y la rapidez de un cortabolsas. Min dejó de intentar sostenerlo, aunque sus manos estaban extendidas, prestas para agarrarlo si era preciso.

—Van a vernos —murmuró—. Una de ellas va a mirar atrás y nos va a ver.

«Galina —gruñó Lews Therin—. ¿Dónde está?»

Rand hizo caso omiso de él y de Min. Coiren cayó, y otras dos más cuyo nombre ignoraba. Tenía que hacer lo que estaba en su mano.

Las Aes Sedai no sabían qué estaba pasando. A un ritmo constante, a lo largo del círculo de carretas, las hermanas se desplomaban de sus caballos. Las que todavía seguían conscientes ampliaron la distancia entre sí para cubrir el perímetro; de repente se advertía cierta ansiedad en ellas por el modo en que conducían a sus monturas, en la redoblada furia con que el fuego estallaba entre los Aiel y los rayos se descargaban desde el cielo. Tenía que ser algo de fuera, pero las Aes Sedai seguían cayendo y no sabían cómo ni por qué.

Su contingente disminuía y las consecuencias empezaron a notarse. Un número cada vez menor de rayos se apagaron repentinamente en el aire y más comenzaron a precipitarse sobre Guardianes y soldados. También menguó el número de bolas de fuego que desaparecían de repente o explotaban antes de llegar a las carretas. Los Aiel empezaron a presionar en las brechas abiertas entre las carretas. En cuestión de segundos había Aiel con el rostro velado por todas partes. Y el caos. Rand contemplaba la escena con estupefacción.

Guardianes y soldados de chaquetas verdes combatían en grupos contra Aiel, y las Aes Sedai se rodearon con una lluvia de fuego. Pero también había Aiel luchando contra Aiel; hombres con la banda escarlata siswai’aman y Doncellas con tiras de tela roja atadas a los brazos combatían contra Aiel que no llevaban este distintivo. Y lanceros cairhieninos, con sus yelmos en forma de campana, y mayenienses con rojos petos aparecieron de repente también entre las carretas, arremetiendo tanto contra Aiel como contra Guardianes. ¿Es que había perdido finalmente la razón? Era consciente de Min, apretada contra su espalda y temblando. Ella era real, de modo que lo que estaba viendo tenía que serlo también.

Alrededor de una docena de Aiel, todos ellos tan altos o más que él mismo, empezaron a trotar hacia su posición. No llevaban cintas rojas. Rand los observó con curiosidad hasta que, a un paso de él, uno enarboló una lanza que sujetaba con la punta hacia abajo, como si manejase un garrote. Rand encauzó y el fuego pareció brotar de los doce Aiel con una repentina violencia. Los cuerpos carbonizados y retorcidos se desplomaron a sus pies.

De pronto apareció Gawyn sofrenando un semental castaño a menos de diez pasos de Rand, espada en mano y con una veintena o más de jinetes con chaquetas verdes pegados a sus talones. Durante un instante los dos hombres se miraron fijamente y Rand rezó para no tener que hacer daño al hermano de Elayne.

—Min —llamó Gawyn con voz ronca—, puedo sacarte de aquí.

La mujer se asomó por detrás del hombro de Rand y sacudió la cabeza; estaba ceñida con tanta fuerza a él que Rand dudó de haber sido capaz de apartarla aunque hubiese querido hacerlo.

—Me quedo con él, Gawyn. Gawyn, Elayne lo ama.

Con el Poder hinchiéndolo, Rand pudo ver que los nudillos del otro hombre se ponían blancos sobre la empuñadura de la espada.

—Jisao —dijo con una voz inexpresiva—, reúne a los Cachorros. Vamos a abrirnos un paso para salir de aquí. —Si antes su voz había sonado fría, ahora parecía vacía de toda vida—. Al’Thor, llegará el día en que te mate. —Hincó los tacones en su corcel y se alejó a galope.

—¡Cachorros! —gritaron al tiempo él y los otros a voz en cuello, y, a la llamada, más soldados con chaquetas verdes se abrieron camino desde distintos puntos para reunirse con ellos.

Un hombre con chaqueta negra pasó velozmente ante Rand, con la mirada prendida en Gawyn, y el suelo explotó en llamas y pegotes de tierra, abatiendo a media docena de caballos cuando los jinetes llegaban a las carretas. Rand vio a Gawyn tambalearse en la silla un segundo antes de poder derribar al hombre de la chaqueta negra con una maza de Aire. No conocía al joven de rostro pétreo que, desde el suelo, le enseñó los dientes en una mueca feroz, pero el tipo llevaba las dos insignias en el cuello alto de la chaqueta: la espada y el dragón. Y estaba a reventar de saidin.

Como saliendo de la nada, Taim apareció de repente, los dragones azules y dorados enroscados en las mangas de su chaqueta negra; miraba duramente al tipo. En el cuello no lucía ninguna insignia.

—No ataques al Dragón Renacido, Gedwyn —instó Taim con un tono que era a la vez suave y acerado, y el joven de rostro pétreo se incorporó enseguida y saludó llevándose la mano a la frente.

Rand volvió los ojos hacia donde Gawyn estaba un momento antes, pero todo cuanto vio fue un grupo numeroso con un estandarte del Jabalí Blanco abriendo un paso entre el cerco de Aiel mientras más hombres con chaqueta verde luchaban denodadamente para reunirse con su unidad.

Taim se volvió hacia Rand con aquella casi sonrisa en los labios.

—Dadas las circunstancias, confío en que no me tengáis en cuenta que haya violado vuestra orden respecto a enfrentarnos a Aes Sedai. Tuve que haceros una visita en Cairhien y… —Se encogió de hombros—. Parecéis exhausto. Si me permitís, os…

El leve esbozo en la comisura de sus labios se tornó en un gesto duro cuando Rand retrocedió un paso para apartarse de su mano extendida, arrastrando consigo a Min, que se apretó más aun contra él.

Lews Therin había empezado a clamar su ansia de matar como ocurría siempre que Taim aparecía, farfullando enajenadamente sobre los Renegados y matarlos a todos, pero Rand dejó de escucharlo, reduciendo la voz del hombre a un apagado zumbido. Era un truco que había aprendido dentro del arcón, cuando no tenía nada que hacer salvo tantear el escudo y escuchar la voz dentro de su cabeza que las más de las veces eran balbuceos de un demente. Así y todo, incluso sin Lews Therin, Rand no quería que el otro hombre utilizara la Curación con él. Temía ser incapaz de contenerse y matar a Taim si éste lo tocaba con el Poder, aunque fuera un simple roce, un gesto inocente.