– Nunca será demasiado pronto.
Ahora lamento no haberme equivocado.
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Florencia esperaba con ansia el milagro de Savonarola, y en su momento llegó el suceso conocido como la Prueba del Fuego. Durante el silencio de fray Girolamo, fray Domenico lo había reemplazado en el púlpito de San Marcos. No gozaba de la popularidad de su maestro, porque era tozudo y un tanto lerdo mentalmente, pero sí era extraordinariamente tenaz y devoto fanático de Savonarola. Insistía contra viento y marea que cada palabra que salía de los labios de fray Girolamo había sido puesta allí por Dios.
Había otros que también habían comenzado a predicar, incluido un franciscano de la Santa Croce, fray Francesco da Puglia, que lanzó un atrevido desafío: «Caminaré a través del fuego con cualquier hombre que desee probar que Savonarola es un profeta que dice la verdad de Dios. Porque creo que fray Girolamo es un mentiroso y un hereje, y cualquiera que camine a través del fuego convencido de otra cosa, morirá. Yo mismo no espero sobrevivir… pero desde luego, si alguien camina a través de las llamas sin perecer, llevado por su fe en fray Girolamo, podrá entonces estar seguro de que dice la verdad».
Domenico se enteró del desafío. Un domingo anunció desde el púlpito de San Marcos que pretendía caminar por el fuego. Su vehemente proclama conmovió tanto a su congregación que todos los hombres y mujeres se ofrecieron entusiastas a unirse a él.
Un salvaje entusiasmo barrió la ciudad. Por una vez, tanto los arrabbiati como los piagnoni estuvieron de acuerdo: Savonarola debía aceptar el desafío y probar más allá de cualquier duda si era o no el elegido de Dios.
Ambos grupos presentaron la propuesta a la Signoria, que aprobó el acontecimiento de inmediato, y anunció que se construiría un escenario en la piazza della Signoria, y el espectáculo se celebraría el sábado, 7 de abril, una hora después de mediodía. Todos estaban ansiosos por presenciar la prueba. Como dijo el respetado arrabbiato Leonardo Strozzi: «Necesitamos una rápida respuesta acerca de quién inspira a Savonarola: Dios o el diablo».
Todos estaban ansiosos excepto Savonarola. Lamentaba, dijo, que sus seguidores estuviesen ansiosos por ver una prueba que podría acabar con la muerte de otra persona; ya tenían sobradas pruebas de su inspiración y no deberían necesitar más. Reprochó públicamente a Domenico haberlo puesto en una posición «que podría resultar peligrosa para otros». Intentó, sin conseguirlo, convencer a los piagnoni de que la prueba era una inútil y vanidosa exhibición.
Pero no pudo detenerla. «Si mi maestro no entra en las llamas -anunció Domenico astutamente-, entraré yo y demostraré que es el elegido de Dios.»
Así que el sábado, 7 de abril, a las diez de la mañana, llegamos mi marido y yo en nuestro carruaje al palacio de la Signoria. Se habían tomado precauciones extraordinarias: habían expulsado a los forasteros y cerrado todas las puertas de la ciudad. Pequeños ejércitos de vecinos recorrían Florencia, y sus calles estaban llenas de piagnoni que se dirigían a pie a la plaza. Todas excepto tres entradas se habían cerrado, y esas tres estaban vigiladas por los soldados de la Signoria.
A las mujeres no se les permitió ver el espectáculo; al menos a aquellas mujeres que no tuvieran un marido poderoso y un carruaje. Mi esposo era entonces uno de los hombres más influyentes de Florencia. Había sido elegido finalmente regente. Habíamos dado una fiesta para celebrarlo; y aunque fue muy lujosa, a ninguno de sus amigos piagnoni pareció importarle.
Francesco estaba muy orgulloso de vestir la larga túnica roja de regente, y esa mañana no era una excepción. En el instante en que los guardias vieron la túnica, se inclinaron. Francesco los saludó con un gesto cortés y condescendiente, y nos permitieron pasar. A ratos, mi marido me obsequiaba con su tranquila y afable sonrisa, y a ratos se mostraba silencioso y ceñudo. Creo que albergaba la ilusión de que, de algún modo, las circunstancias se resolverían a favor de Savonarola.
Nuestro destino era el palacio. Una vez allí, Francesco se excusó para ir a reunirse con los demás regentes, sentados en la ringhiera, un patio cercado y cubierto delante del palacio desde donde se tenía la mejor vista de la plaza. Yo me senté un poco más allá, en una discreta y pequeña loggia donde había cómodas sillas para las cuatro esposas de los regentes del gobierno. Mi compañera era Violetta, la rubia esposa de Francesco Valori, que había reclamado insistentemente la cabeza de Bernardo del Nero. Era una mañana fresca, pero Violetta llevaba un abanico que agitaba nerviosamente mientras hablaba del milagro que sin duda se produciría.
– ¡Qué maravilloso! -dijo-. Hacer callar finalmente a los arrabbiati.
Me entretuve observando el entorno. Los regentes, incluidos el confaloniero Valori y mi marido, estaban sentados junto al enorme león de piedra, el regio Marzocco esculpido por Donatello. Cerca del león descansaba un extremo de la larga plataforma de madera. Levantada del suelo, no era lo bastante ancha para permitir que dos hombres caminasen por ella de lado a lado. Debajo había una zanja llena con ramas y paja; encima de esto había pilas de ladrillos sin cocer, para impedir que la plataforma fuese consumida por el fuego. Esta estructura se extendía desde un extremo de la plaza hasta prácticamente el otro.
El ambiente era casi de Carnaval. La temperatura era agradable y el cielo sin nubes. Aquellos que habían llegado a la plaza temprano se mostraban jubilosos. Los piagnoni identificaban sus lealtades con pequeñas cruces rojas y cantando himnos; los arrabbiati y los no comprometidos cantaban canciones obscenas y se contaban chistes. Aunque Savonarola había pedido a los fieles que ayunasen, los sirvientes salieron del palacio para servirnos a las damas queso, pan y vino, como si estuviésemos en una justa.
Por fin aparecieron dos hombres con jarras y comenzaron a rociar la madera y la paja con aceite. Otros, con antorchas, encendieron la hoguera; la multitud aclamó. Un humo negro se alzó hacia el cielo. Durante una hora, el público continuó con los cantos y gritos mientras el fuego se extendía; pero entonces el entusiasmo dio paso a la inquietud.
Después de otra hora, nuestro aburrimiento se alivió con la aparición de los franciscanos. Llegaron juntos, vestidos de gris y desordenadamente; parecían una dispersa bandada de palomas. Su portavoz se dirigió de inmediato a los regentes en la ringhiera y se reunieron a conferenciar. Mientras tanto, el resto de los franciscanos ocuparon sus lugares en una loggia vecina a la nuestra.
Violetta nos sorprendió a todas; dejó su abanico, se acercó a la balaustrada de piedra y dijo a los franciscanos:
– ¿Por qué habla con ellos? ¿Vuestro hermano no entrará en el fuego?
Sus palabras provocaron la desdeñosa mirada de un joven monje, que, desoyendo el consejo de sus mayores, se volvió para responderle.
– Entrará. No tiene miedo. Pero tenemos razones para creer que fray Domenico -porque era él y no Savonarola quien había insistido repetidamente en entrar en el fuego- llevará prendas que están embrujadas.
– ¡Mentiras! -replicó Violetta. La esposa de un buonomo y yo la arrastramos de nuevo a su asiento.
Los dominicos tardaban en llegar; la Signoria envió a regañadientes a un macero para que los escoltara hasta la plaza. Su entrada fue impresionante: fray Domenico abría la marcha con una cruz de mártir casi tan alta como él al hombro. Lo seguía Savonarola, con un pequeño receptáculo de plata con la santa hostia, porque había insistido en que Domenico no estaría seguro a menos que llevase la hostia con él entre las llamas. Detrás de ellos iban los hombres de la congregación de San Marcos, con antorchas y pequeñas cruces rojas, y después el resto de frailes.