Выбрать главу

Lorenzo paró un golpe, y otro. Macilento, pálido, barbudo, el sacerdote tenía en los ojos una expresión extraviada, y la boca desfigurada de un loco. También tenía la fuerza de la locura, y Lorenzo estuvo a punto de caer bajo sus golpes. El eco del choque de los aceros se propagó por el interior de la catedral, ya casi desierta.

Los dos adversarios cruzaron las espadas, empujaron empuñadura contra empuñadura con una ferocidad que hizo temblar la mano de Lorenzo. Miró los ojos de su enconado enemigo, y contuvo el aliento al ver el odio en ellos.

Mientras permanecían con las espadas enfrentadas, sin intención de ceder, Lorenzo medio gritó:

– ¿Por qué me odias tanto?

La pregunta era sincera. Siempre había deseado lo mejor para Florencia y sus ciudadanos. No comprendía el resentimiento que otros sentían al escuchar el nombre Médicis.

– Por Dios -replicó el sacerdote. Su rostro no estaba a más de un palmo del rostro de su rival. El sudor perlaba su frente pálida; su aliento quemaba la mejilla de Lorenzo. La nariz larga, afilada, aristocrática, indicaba que probablemente descendía de una vieja y respetable familia-. ¡Por el amor de Dios!

Apartó la espada con tal violencia que Lorenzo se tambaleó hacia delante, peligrosamente cerca.

7

Antes, mientras desenvainaba la larga daga y la alzaba por encima de la cabeza, Baroncelli había recordado las docenas de frases ensayadas para ese instante; ninguna de ellas acudió a sus labios, y lo que finalmente gritó incluso a él le sonó ridículo.

– ¡Toma, traidor!

Las campanas apenas habían comenzado a sonar cuando Juliano levantó la cabeza. Ante la visión de la daga, sus ojos se abrieron con un leve asombro.

Entregado al fin a la locura, Baroncelli no vaciló. Descargó la puñalada.

Lorenzo trastabilló, perdido el equilibrio, hacia su oponente, y soltó un grito de furia al comprender que no conseguiría levantar la espada a tiempo para detener el siguiente ataque.

Sin embargo, antes de que el sacerdote con ojos de loco pudiese derramar de nuevo la sangre de Lorenzo, Francesco Nori se colocó delante de su patrón con la espada en alto. Otros amigos y partidarios comenzaron a cercar a los atacantes. Lorenzo advirtió vagamente la presencia de Angelo Poliziano; del anciano y corpulento arquitecto Michelozzo; de Verrochio, el escultor de la familia; de Antonio Ridolfo, uno de sus socios; del aristócrata Sigismondo della Stuffa. Este grupo lo aisló del atacante y comenzó a llevarlo hacia el altar.

Lorenzo se resistió.

– ¡Juliano! -gritó-. Hermano, ¿dónde estás?

– Lo encontraremos y lo protegeremos. ¡Ahora, vete! -le ordenó Nori, que le señaló el altar, donde los sacerdotes, aterrorizados, habían dejado caer el cáliz lleno; el vino se derramaba sobre el mantel.

Lorenzo titubeó.

– ¡Vete! -gritó Nori de nuevo-. ¡Vienen hacia aquí! ¡Ve hacia la sacristía norte!

Lorenzo no tenía ni idea de quiénes venían, pero obedeció. Espada en mano, saltó la balaustrada y subió a la estructura octogonal del coro. Los niños del coro gritaban asustados mientras se dispersaban; el ondular de sus túnicas blancas recordaba el aleteo de las aves que huyen.

Seguido por sus defensores, Lorenzo se abrió paso entre los chiquillos y continuó tambaleante hacia el gran altar. El humo astringente del incienso se mezclaba con el aroma del vino derramado; las velas de dos grandes candelabros alumbraban la escena. Los sacerdotes y sus acólitos protegían al balbuciente Riario. Lorenzo solo los veía a medias, cegado por el resplandor de las velas. Sintió que se mareaba, se llevó la mano libre al cuello, y al apartarla la vio manchada de sangre.

Por el bien de Juliano, se resistió al mareo. No podía permitirse ni un instante de debilidad; no hasta que su hermano estuviese a salvo.

En el mismo momento en que Lorenzo cruzaba el altar hacia el norte, Francesco di Pazzi y Bernardo Baroncelli, en el santuario, se abrían camino hacia el sur, sin darse cuenta de que dejaban atrás a su objetivo.

Lorenzo se detuvo bruscamente para mirarlos, cosa que provocó que sus protectores chocaran entre sí.

Baroncelli encabezaba la marcha, con la daga en alto y profiriendo palabras ininteligibles. Francesco arrastraba una pierna; tenía el muslo ensangrentado, y la túnica empapada en sangre.

Lorenzo se esforzó para ver más allá de los que lo rodeaban, más allá de los cuerpos en movimiento hacia el lugar donde había estado su hermano, pero no lo consiguió.

– ¡Juliano! -gritó con todas sus fuerzas, al tiempo que rezaba para que su voz se escuchase por encima de la barahúnda-. ¡Juliano! ¿Dónde estás? ¡Hermano, contéstame!

Sus defensores estrecharon el círculo.

– Está bien -dijo alguien en un tono hasta tal punto dubitativo que no consiguió dar el consuelo que pretendía.

No estaba bien que Juliano faltase. Desde el día del fallecimiento de su padre, Lorenzo había cuidado de su hermano con un amor al mismo tiempo fraterno y paternal.

– ¡Juliano! -gritó de nuevo-. ¡Juliano…!

– No está aquí -replicó una voz ahogada.

Lorenzo interpretó que su hermano había avanzado hacia el sur para encontrarlo, por lo que se volvió en aquella dirección, donde sus amigos continuaban luchando con los asesinos. El sacerdote con el escudo había huido, pero el loco resistía, aunque llevaba la peor parte en su duelo con Marco. A Juliano no se le veía por ninguna parte.

Lorenzo, descorazonado, comenzó a volverse, pero el brillo de un acero que se movía rápidamente le llamó la atención y la obligó a mirar atrás.

La daga la empuñaba Bernardo Baroncelli. Con una perversidad de la que Lorenzo nunca le hubiese creído capaz, Baroncelli clavó la daga en la boca del estómago de Francesco Nori. Los ojos de Nori casi salieron de sus órbitas mientras miraba la daga; sus labios formaron una O perfecta cuando cayó hacia atrás y el arma salió de su cuerpo.

Lorenzo soltó un gemido. Poliziano y Della Stuffa lo sujetaron por los hombros y se lo llevaron, a través del altar, hacia las puertas de la sacristía.

– ¡Traed a Francesco! -les suplicó-. Que alguien traiga a Francesco. ¡Todavía vive! ¡Lo sé!

Intentó volverse de nuevo, llamar a su hermano, pero esta vez su gente no le permitió retrasar la implacable marcha hacia la sacristía. Lorenzo sintió un dolor físico en el pecho, una presión tan brutal que creyó que le estallaría el corazón.

Había herido a Juliano. Lo había herido en el momento más vulnerable, cuando este le había dicho: «Te quiero, Lorenzo. Por favor, no me hagas escoger». Lorenzo había sido cruel. Lo había despedido, sin ofrecerle ayuda; precisamente lo que más le debía a Juliano, por encima de todo lo demás.

¿Cómo podía explicar a los demás que nunca dejaría a su hermano atrás? ¿Cómo explicar la responsabilidad que sentía hacia Juliano, que había perdido a su padre siendo poco más que un niño y que siempre había mirado a Lorenzo en busca de guía? ¿Cómo explicar la promesa que había hecho a su padre moribundo? Todos se preocupaban exclusivamente por la seguridad de Lorenzo el Magnífico, a quien tenían por el hombre más grande de Florencia, pero todos ellos se equivocaban.

Empujaron a Lorenzo al interior de la sacristía. Cerraron las gruesas y pesadas puertas después de que alguien se aventurase a ir a recoger al herido Nori.

En el interior de la habitación sin ventanas, el aire olía a vino de misa y al polvo de las vestiduras de los sacerdotes. Lorenzo agarró a cada uno de los hombres que lo habían llevado a un lugar seguro; escrutó cada rostro, pero cada vez se llevó una desilusión. El hombre más grande de Florencia no estaba allí.

Pensó en la gran daga curva de Baroncelli y en la sangre que brillaba en el muslo y en la túnica de Francesco di Pazzi. Aquellas imágenes lo impulsaron a moverse hacia la puerta para acudir al rescate de su hermano. Pero Della Stuffa adivinó su intención y se apresuró a apoyar su cuerpo en la puerta. El viejo Michelozzo se le unió, y luego Antonio Ridolfo; el peso de los tres hombres mantuvo la puerta bien cerrada. Lorenzo se vio apartado del latón grabado. Sus expresiones severas reflejaban un conocimiento indecible que Lorenzo no podía ni quería aceptar.