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Más tarde, cuando Matteo dormía en su habitación y los sirvientes estaban todos comiendo en la cocina, fui al despacho de Francesco.

Era una tontería ir allí en pleno día, pero me consumía la inquietud y una preocupación cada vez mayor. Tampoco había pensado en cómo lograría ver a Leonardo si encontraba una nueva carta.

Es la hora de unirse a los arrabbiati y sacrificar al profeta. Ya hemos puesto en marcha tu propuesta de atraer a Piero a Florencia y hacer un público escarmiento de él. El pueblo todavía está furioso; le daremos un segundo chivo expiatorio. De lo contrario, desaparecido Savonarola, podría ablandarse a favor de los Médicis. Tomaremos el plan de micer lacopo como modelo: descubriré al traidor en mitad de su crimen, lo llevaré a la plaza para el público espectáculo, y confiaré en las tropas mercenarias como refuerzo. Aquellos mercenarios abandonaron a micer lacopo años atrás; pero los nuestros, te lo aseguro, no nos fallarán. Popolo e libertà!

Busca a los regentes que nos apoyarán en esta jugada. Recompénsalos generosamente. Garantízales importantes puestos en el nuevo gobierno, aunque solo tú serás mi segundo.

No limitemos nuestro espectáculo público a Piero. Debemos acabar con todos los hermanos Médicis; porque si uno solo sobrevive, no estaremos libres de la amenaza. El cardenal Giovanni representa el menor de los peligros, y mis agentes intentarán negociar con él en Roma, donde probablemente se quedará.

Pero el más joven es el más peligroso, dado que tiene toda la inteligencia y el conocimiento político del que carece su hermano mayor. En tu casa duerme el cebo perfecto para hacerle ir a Florencia.

Caí silenciosamente al suelo como si me hubiera abatido el puñal de un asesino y me senté, jadeante, con las faldas a mi alrededor, con la terrible carta en mi regazo. Estaba demasiado atónita para aceptar su contenido. No me atrevía. Mi padre había tenido razón: si sabía la verdad, Francesco y Claudio lo verían en mi rostro, en cada uno de mis gestos.

Por el bien de mi padre y de mi hijo, debía mostrarme serena. No podía permitirme pensar o sentir. No podía permitirme anhelar o enfadarme.

Me levanté con las piernas temblorosas, después doblé cuidadosamente la carta y la devolví a su sobre. Subí la escalera para ir a mi habitación. Lenta, deliberadamente, saqué un libro del baúl y lo dejé sobre mi mesita de noche, donde Isabella seguramente lo vería.

Unas rápidas pisadas sonaron en la escalera, en el pasillo; cuando fui a abrir la puerta, Zalumma se me adelantó.

No se dio cuenta de que yo estaba atónita, con los ojos como platos, pálida. Sus cejas negras, sus labios, eran anchos trazos de dolor.

– Loretta -dijo-. De la casa de tu padre. Está aquí. Ven rápido.

Se moría, dijo Loretta. Tres días atrás, sus intestinos habían comenzado a sangrar, y no podía comer ni beber. A menudo deliraba de fiebre. No era la plaga, insistió ella. La plaga no era la culpable de aquel flujo de sangre. Durante dos días, él había estado preguntando por mí.

Loretta había venido varias veces, pero Claudio, Francesco o alguno de los hombres armados le había ordenado marcharse.

Loretta había venido con el carro. No me detuve a pensar o a preguntar; no le dije nada a nadie. Fui inmediatamente al carro y subí. Zalumma vino conmigo. Loretta ocupó el asiento del cochero, y nos marchamos.

Fue un trayecto terrible a través del Arno, a través del ponte Santa Trinità, a través de las fangosas aguas donde Giuliano supuestamente se había ahogado. Intenté acallar las palabras que se repetían en mi mente, sin conseguirlo.

«Pero el más joven es el más peligroso. En tu casa duerme el cebo…»

– No puedo -exclamé en voz alta. Zalumma me miró preocupada, pero no dijo nada. La carta tenía que ser una trampa; Francesco seguramente había descubierto que yo rebuscaba en su mesa, o quizá Isabella había perdido el valor y lo había contado todo. Era imposible, por supuesto. Era imposible que él estuviera vivo y no me lo hubiese dicho.

Respiré profundamente y recordé que mi padre se moría.

La tierra se movía bajo mis pies, y yo buscaba dónde aferrarme.

Por primera vez en mi vida, entré en el dormitorio de mi padre. Era mediodía; una brisa fresca soplaba en el exterior. La habitación de mi padre estaba a oscuras, calentada por el fuego, y el aire apestaba a cosas innombrables.

Antonio yacía desnudo debajo de una vieja manta, en una cama húmeda tras haberla limpiado. Tenía los ojos cerrados; la luz que se filtraba a través de las persianas a medio cerrar le daba un color blanco grisáceo. No me había dado cuenta de lo mucho que había adelgazado.

Debajo de su pecho desnudo, sus costillas se destacaban tanto que podía contarlas. En su rostro parecía que la piel se estuviese fundiendo con los huesos. Me acerqué hasta la cama y él abrió los párpados. El blanco de los ojos se veía amarillento, y tenía la mirada perdida.

– Lisa -susurró. Su aliento hedía a algo putrefacto.

– Padre -respondí. Loretta trajo una silla. Le di las gracias y le pedí que se marchase, pero le dije a Zalumma que se quedase conmigo. Después me senté y sujeté la mano de mi padre; estaba demasiado débil para devolverme el apretón.

Su respiración era agitada y poco profunda.

– Qué parecida eres a tu madre… pero aún más hermosa. -Abrí la boca para contradecirlo, pero él frunció el entrecejo-.

Sí, más hermosa… -Su mirada recorrió la habitación-. ¿Matteo está aquí?

Me sentí culpable. ¿Cómo podía haberle negado su única alegría, su nieto?

– Lo siento. Está durmiendo.

– Bien. Este es un lugar horrible para un niño.

No miré a Zalumma. Mantuve la mirada en mi padre y dije:

– Te han envenenado.

– Sí, ha ocurrido antes de lo que creía… -Parpadeó-. Apenas puedo verte. Las sombras… -Hizo una mueca tras sufrir un espasmo de dolor; luego me dirigió una mirada de disculpa cuando se recuperó-. Quería que huyésemos de Florencia. Tenía un contacto que creí que podría ayudarnos… pero ellos le dieron más dinero que yo. Lo siento. Ni siquiera he podido darte eso… -Tanto hablar lo había agotado; jadeando, cerró los ojos.

– Hay algo que sí puedes darme -dije-. La verdad.

Él apenas abrió los ojos y me miró de soslayo.

– Sé que mataste a Juliano. -Zalumma soltó una exclamación de sorpresa y furia; mi padre comenzó a pronunciar palabras de disculpa-. Por favor, no te alteres; no te estoy pidiendo que te expliques. Sé que mataste a Pico. Sé que hiciste todo lo que te dijo Francesco para mantenerme a salvo. Pero no hemos acabado con los secretos. Tienes más cosas que decirme. De mi primer marido. De mi único marido.

Su rostro se contorsionó; soltó un terrible sonido que pudo haber sido un sollozo.

– Ay, hija. Me destrozó el corazón mentirte tan cruelmente.

– Entonces, es verdad. -Cerré los ojos. Deseaba gritar, dar rienda suelta a mi ira, mi alegría y mi dolor, pero no pude emitir ni un sonido. Cuando abrí los ojos de nuevo, todo en la habitación parecía haber cambiado.

– Si te lo hubiese dicho -susurró-, habrías intentado ir a su encuentro. Ellos te habrían matado. Ellos habrían matado al bebé. Si él hubiese intentado ir a ti, lo habrían matado.

– Giuliano -susurró Zalumma. Me volví para mirarla-. No lo sabía -explicó-. Nunca estuve segura. Alguien en el mercado dijo una vez algo que me hizo creer que… pero pensé que estaba loco. Muy pocas personas en Florencia se han atrevido a susurrar el nombre Médicis, excepto para criticarlo. Nunca nadie se atrevió a decir nada a mi alrededor, a tu alrededor, porque tú te habías casado con Francesco. Tu marido dijo a todos los sirvientes que nunca mencionasen el nombre de Giuliano, para no inquietarte.

Me di cuenta de que mi vida con Francesco había sido limitada: veía a los sirvientes, a los invitados y socios de mi marido, los interiores de las iglesias. Nadie nunca me había hablado de Giuliano. Nadie excepto Francesco había hablado conmigo de los Médicis.