Miré a mi padre y no pude evitar el dolor en mi voz.
– ¿Por qué no vino a mí?
– Lo hizo. Envió a un hombre; Francesco lo asesinó. Luego envió una carta, pero Francesco me hizo escribirle una en la que le decía que habías muerto. No creo que ni siquiera entonces lo creyera. Francesco dijo que alguien había ido al baptisterio y había mirado en el registro de los matrimonios.
Salai. Leonardo. Quizá Giuliano se había enterado de mi matrimonio y querría confirmarlo; quizá había creído que yo quería que me creyese muerta.
«Imagínate que estás de nuevo con Giuliano -dijo Leonardo-. Imagínate que le estás presentando a su hijo…»
– Tú quieres la verdad… -susurró Antonio-. Hay una cosa más. La razón por la que me enfurecí tanto con tu madre…
Se le apagaba la voz; me incliné para escucharlo.
– Mira tu rostro, niña. Tu rostro. No verás el mío en él. Te he mirado mil veces, pero nunca he visto a Juliano de Médicis. Hubo otro hombre…
Atribuí esta última afirmación al delirio; apenas la consideré un instante, porque mi padre comenzó a toser, un lento sonido burbujeante. Una espuma sanguinolenta apareció en sus labios.
Zalumma ya estaba a mi lado.
– ¡Incorpóralo!
Lo sujeté por debajo del brazo y lo levanté para echarlo hacia delante; el movimiento hizo que un chorro de sangre negra cayera de su boca sobre su falda. Zalumma fue a llamar a Loretta mientras yo sujetaba los hombros de mi padre con un brazo y su cabeza con el otro. Tuvo una arcada, y un segundo chorro de sangre más brillante salió de su boca. Esto pareció aliviarlo; se sentó, con la respiración agitada. Quería preguntarle el rostro de quién había visto en el mío, pero supe que no había tiempo.
– Te quiero -le dije al oído-. Sé que me adoras. Dios perdonará tus pecados.
Me escuchó. Gimió e intentó palmear mi mano, pero no tenía suficiente fuerza.
– Muy pronto me marcharé con Matteo -susurré-. Encontraré la forma de reunirme con Giuliano, porque ya le sirvo de poco a Francesco. No debes preocuparte por nosotros. Estaremos a salvo, y siempre te querremos.
Él sacudió la cabeza agitado. Intentó hablar; sin embargo, comenzó a toser.
Loretta entró con toallas, y lo limpiamos lo mejor que pudimos; luego lo dejamos yacer de nuevo. No volvió a hablar coherentemente. Sus ojos se habían velado y no reaccionaba al sonido de mi voz. Poco después, cerró los ojos y pareció dormir.
Permanecí con él toda la tarde. Continué sentada con él hasta la noche. Cuando llegó Francesco, indignado por mi fuga pero fingiendo compasión, no le dejé entrar en la alcoba de mi padre.
Seguí sentada hasta pasada la medianoche; entonces me di cuenta de que llevaba sin respirar un rato. Llamé a Loretta y a Zalumma, y luego bajé la escalera para ir al comedor, donde Francesco estaba sentado a la mesa con una copa de vino.
– ¿Está muerto? -preguntó bondadosamente.
Asentí. Mis ojos estaban secos.
– Rezaré por su alma. ¿Sabes de qué murió?
– De las fiebres -respondí-. Provocadas por una enfermedad de los intestinos.
Francesco observó mi rostro atentamente y pareció satisfecho de lo que vio. Quizá después de todo yo no era tan mala espía.
– Lo siento mucho. ¿Te quedarás con él?
– Sí. Hasta después del funeral. Tendré que hablar con los sirvientes, encontrarles un puesto con nosotros o con otra familia. También tendré que ocuparme de algunos asuntos…
– Debo volver a casa. Estoy esperando el aviso de la llegada de nuestro invitado, y aún hay muchos asuntos que atender con respecto a la Signoria.
– Sí. -Sabía que Savonarola había sido arrestado gracias a la oportuna defección de Francesco, que se había pasado a los arrabbiati. Al menos ya no tendría que seguir fingiendo que mi marido y yo éramos gente pía.
– ¿Te veré en el funeral?
– Por supuesto. Que dios nos dé a todos fuerza.
– Sí -dije. Necesitaba fuerza. La necesitaría para matar a Francesco.
68
Me quedé en casa de mi padre aquella noche y dormí en la cama de mi madre. Zalumma fue a casa de Francesco para recoger mis efectos personales, una túnica de duelo y un velo para el funeral. También trajo, a petición mía, la gran esmeralda que Francesco me había dado la primera noche, con la que me había comprado, y los pendientes de diamante y ópalo. Matteo se quedó en la casa, con la niñera; no tuve el valor de llevarlo a un lugar tan triste.
No vi a Loretta mientras lavaba el cuerpo de mi padre porque estaba esperando el regreso de Zalumma. En cambio, fui a su despacho y busqué una hoja de papel, una pluma y un tintero.
Giuliano di Lorenzo de Médicis
Roma
Mi amor, mi amor:
Me mintieron, me dijeron que estabas muerto. Pero mi corazón siempre ha sido tuyo.
Una advertencia: Salvatore di Pazzi y Francesco del Giocondo planean atraerte a ti y a Piero aquí para mataros. Están reuniendo un ejército en Florencia. Quieren repetir -esta vez con éxito- el plan de micer Iacopo di Pazzi para reunir a la gente en la piazza della Signoria contra los Médicis.
No debes venir.
Hice una pausa. Después de tanto tiempo, ¿cómo podía estar seguro de mi caligrafía? ¿Qué podía decir para que no dudase de la autenticidad de la carta?
Solo te pido, como ya hice una vez: dime un lugar, en cualquier ciudad y en cualquier momento. De cualquier manera iré a ti muy pronto. No te comuniques a través de una correspondencia regular; tu carta sería confiscada y leída, y yo y nuestro hijo, tu hijo, estaríamos en peligro.
He estado separada de ti por una monstruosa mentira. Ahora que sé la verdad, no puedo tolerar la distancia entre nosotros ni un instante más de lo indispensable.
Tu amante esposa,
Lisa di Antonio Gherardini
Cuando Zalumma regresó, le di la carta doblada.
– No puedo enviarla por correspondencia -dije-. El Consejo de los Ocho la interceptaría, y me costaría la cabeza. Necesito comprar a alguien dispuesto a hacerse cargo de la carta, llevarla hasta Roma y entregarla personalmente. -Le mostré la esmeralda y los pendientes y se los di-. Tú eres la única en quien puedo confiar. -Había creído que podía confiar en Leonardo, pero ahora no podía pronunciar su nombre sin rencor. Él había ocultado intencionadamente la única verdad que hubiese sanado mi corazón.
«Giuliano… muerto. Pocas personas lo saben. La mayoría cree que todavía está vivo.»
«¿Aún lo quieres?»
Él se había mostrado reticente en nuestro primer encuentro porque creía que me había casado con otro hombre mientras mi primer marido aún vivía. Me había creído capaz de tan abyecta traición, porque él era capaz de hacerlo.
Zalumma cogió las joyas y las guardó cuidadosamente en el bolsillo oculto de su túnica.
– Si es posible -dijo-, me ocuparé de que se haga.
Acordamos que ella saldría temprano por la mañana a buscar un correo de confianza. La excusa sería que estaba tan afectada por el dolor que iba al boticario en busca de algo que calmase mis nervios. Era muy temprano, y yo estaba tan desesperada que no quise esperar a que el mozo de cuadra se despertase y preparase los caballos, así que la envié a ella a pie.
Estaba aterrorizada por enviarla a un encargo tan peligroso.
– No he traído mi puñal -dije; de haberlo hecho, se lo hubiera dado a ella.
Su sonrisa fue un tanto perversa.
– Yo sí.
Aquella noche no velé a mi padre. Yací en la cama de mi madre, con Zalumma a mis pies, en el catre que mi padre nunca se había sentido con ánimos de retirar, pero no dormí. Ahora que Antonio había muerto, Francesco ya no me necesitaba; excepto como cebo, un papel que no estaba dispuesta a interpretar. Había llegado el momento de huir; mi destino era Roma. Pensé en diferentes maneras de cruzar las puertas de la ciudad, pero ninguna parecía factible con un inquieto niño de dos años de por medio.