– Leonardo da Vinci.
69
No miré a Zalumma mientras me sacaban; no quería recordarla como recordaba a mi madre, con la mirada helada y sucia de sangre. Francesco y Salvatore hablaban mientras Claudio me acompañaba; el tono de Salvatore era acalorado.
– ¿Debemos ahora corregir el plan? Si le dijo esto a otros, al tal Leonardo…
Francesco le respondió con voz tranquila.
– Isabella dijo que no había tenido tiempo de ir a la Santissima Annunziata. Ella descubrió la carta antes de ir a ver a su padre; no ha ido a ninguna parte desde entonces, excepto para ir a su casa y al funeral.
Eran palabras sueltas que no significaron nada para mí en aquel momento. Marcarían una diferencia más tarde.
Durante las semanas siguientes estuve confinada en mi habitación. Diversos hombres montaban guardia en el pasillo delante de mi puerta. Francesco dijo a los sirvientes que me habían descubierto espiando para los Médicis, y que la Signoria aún no había decidido si presentaría cargos; en un gesto de bondad, habían permitido que él me tuviese detenida en nuestra casa.
El primer día que me encerraron en mi habitación, estuve sola durante una hora y, a pesar de mi profunda pena, comprendí que debía ocultar el estilete de mi padre antes de que me cacheasen o desnudasen. Lo hundí entre las plumas de mi colchón, en el lado de la pared. Cuando aquella noche Elena vino con una bandeja de comida y la intención de desabrocharme el vestido, la miré despreocupadamente.
La siempre serena mirada y la sonrisa de Elena habían desaparecido; le inquietaba estar en mi presencia, y no quería enfrentarse cara a cara conmigo. Hice todo lo posible para hablar con coherencia y sin lágrimas.
– Quiero lavarla -dije.
Elena dejó la bandeja en la mesa cerca de la chimenea y me miró, pero se apresuró a bajar la vista.
– ¿Qué has dicho, madonna?
– Quiero ayudar a lavar el cuerpo de Zalumma. La quería mucho y… -Mi voz comenzó a quebrarse-. Quiero verla enterrada adecuadamente. Si tú se lo dijeras a Francesco, él podría enviar aquí a un guardia. Ella me ayudó a nacer. Por favor… si pudieses decírselo…
Apenada, ella inclinó la cabeza.
– Se lo diré, madonna. No tiene corazón, y se negará, pero se lo diré.
Me senté en una silla delante de la chimenea apagada, cerré los ojos y apoyé las manos en mis labios, pero estaba demasiado abrumada para rezar. Elena se acercó para tocarme el antebrazo suave y brevemente.
– Haré todo lo posible para convencerlo, madonna. -Titubeó-. Es terrible lo que le hicieron a Zalumma. Dicen que era una espía, que era peligrosa, pero a mí no me engañan. No siempre pertenecí a la servidumbre de ser Francesco. Vine con mi ama, madonna Nannina. La quería mucho, y cuando ella murió… -Sacudió la cabeza-. Quería irme a otra casa. Ahora lamento no haberlo hecho. Le temo.
– ¿Cómo está Matteo? -pregunté angustiada-. Si pudiese saber…
Su expresión se animó; me miró a los ojos.
– Tu hijo está bien. No le han hecho daño; supongo que eso sería demasiado cruel incluso para ser Francesco. Lo tienen en la planta baja cerca de los sirvientes.
El dolor en mi pecho se alivió; apoyé una mano en mi corazón. Animada, pregunté:
– ¿Qué hay de Isabella?
– Se ha ido. Escapó… -Se interrumpió y no dijo nada más, al comprender que podía ser peligroso para ella.
Me ayudó a desvestirme y guardó mi vestido en el armario. Me quedé sola. En el pasillo, oí el ruido de una silla, y el de un pesado cuerpo que se sentaba. Claudio, me dije, o el soldado.
Aquella primera noche me sentí atontada. Había perdido a muchos seres queridos: mi madre, Giuliano, mi padre… pero Zalumma siempre había estado allí, preocupándose por mí. Zalumma habría sabido cómo consolarme ahora que se habían llevado a Matteo. Me dije repetidamente que quizá Salvatore podría hacerle daño a Matteo, pero que Francesco nunca se lo permitiría. Sin embargo, mis ilusiones no eran más que un hilo muy fino; si me aferraba a él con demasiada fuerza podría romperse.
No podía acostarme en mi gran colchón de plumas donde tenía oculta la daga, así que me tumbé en el catre de Zalumma y lloré hasta que finalmente me quedé dormida.
Francesco, por supuesto, no quiso ni oír hablar de mi presencia en el entierro de Zalumma o de asistir a su funeral; dejó que la ubicación de su cadáver fuese para mí un cruel misterio.
Hasta que mi padre y Zalumma murieron, hasta que se llevaron a Matteo, no supe cuán profundamente el odio podía apoderarse de un corazón.
Del mismo modo que mi padre Antonio temió perder a su esposa, yo me consumía. Soñaba con el asesinato; sabía que nunca podría descansar hasta ver la daga de mi padre hundida en el pecho de Francesco hasta la empuñadura.
«Tu temperamento es ardiente -había dicho el astrólogo-. Un horno donde la espada de la justicia será forjada.»
No me importaba en absoluto la justicia. Ansiaba venganza.
Durante las largas horas que pasé a solas, sacaba el estilete y lo sostenía, frío y pesado, en mi mano. Me convencí de que aquella era el arma que había matado a Juliano, que mi padre la había guardado como un recordatorio de su culpa. «Todo se repite», había susurrado mi madre, y al final lo comprendí. Ella no se refería a que ambas nos enamoraríamos de hombres llamados Giuliano, o que tendríamos hijos que no serían engendrados por sus supuestos padres, o que nos sentiríamos prisioneras de nuestros esposos.
«Estás atrapada en un ciclo de violencia, de sangre y engaño. Lo que otros han comenzado, tú deberás terminarlo.»
Apoyé un dedo en la punta de la daga, mortalmente fina y reluciente, y dejé que me pinchase. Apareció una perla de sangre, y me la llevé a la boca antes de que cayese sobre mis faldas. Tenía un gusto metálico, como el de la hoja; deseé que hubiese sido la de Francesco.
¿Qué debía repetirse? ¿Cómo debía terminarlo?
Recordé, lo mejor que pude, lo que mi madre me había dicho de la muerte de Juliano; analicé cada uno de los pasos.
En la catedral, el sacerdote alzó el cáliz lleno de vino, en una ofrenda a Dios para que lo bendijera. Aquella había sido la señal para el ataque de los asesinos.
En el campanile, la campana empezó a sonar; aquella era la señal para que micer Iacopo entrase en la piazza della Signoria, donde proclamaría el final del reinado de los Médicis y se encontraría con los soldados mercenarios que lo ayudarían a apoderarse del palacio, sede del gobierno.
El plan de micer Iacopo fracasó porque sus soldados no se unieron a él, y porque el pueblo permaneció leal a los Médicis.
En la catedral, en cambio, el plan tuvo un éxito parcial.
Instantes antes de que se diese la señal del cáliz alzado, mi padre atacó a Juliano por la espalda. Le siguió la puñalada de Baroncelli; en tercer lugar, se produjo el frenético y brutal ataque de Francesco di Pazzi. Pero Lorenzo, al otro lado de la iglesia, resultó demasiado rápido para los asesinos. Solo sufrió una herida superficial y rechazó a sus atacantes hasta poder escapar a la sacristía norte.
Si Piero y Giuliano volvían, reproducirían el papel de los dos hermanos.
No dudaba de que Francesco y ser Salvatore se asegurarían de tener a numerosos asesinos esperándolos en la catedral. Era evidente que Salvatore soñaba con ocupar el papel de micer Iacopo, y cabalgar, esta vez victorioso, por la piazza della Signoria, para anunciar a la multitud que acababa de salvar a Florencia de los Médicis.
Pero ¿cuál sería mi papel? No esperaría con pasividad a que me matasen; sabía que mi vida estaba perdida independientemente del resultado del plan. También la de mi hijo, a menos que tomase medidas para evitarlo.
Entonces lo comprendí: yo sería el penitente, quien estaba animado por una rabia no política, sino personal. Quien asestaría el primer golpe.