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– Siéntate, Lisa -me ordenó Francesco bruscamente, así que volví a mirarlo mientras pasábamos a través de la reja y salíamos a la calle-. No debes ser tan curiosa. Muy pronto sabrás mucho más de lo que habrías deseado. -Sus ojos brillaban de expectación y de nervios. Lo miré fijamente y sentí el peso de la daga de mi padre contra mi cuerpo.

Era un día cálido, demasiado cálido para llevar un pesado vestido de terciopelo. Sin embargo me sentía helada y entumecida; el aire aún conservaba un rastro del humo de la hoguera del día anterior. La luz era demasiado dura, los colores demasiados brillantes, y el azul de mi manga se reflejaba tanto que me obligaba a entrecerrar los párpados.

En la plaza de la catedral, el público era escaso; sospeché que aún serían menos en San Marcos. Flanqueada por Francesco y Salvatore, y seguida por el soldado, pasé por delante del baptisterio octogonal de San Giovanni, donde me había casado y bautizado a mi hijo. Francesco me tomó del brazo y me guió directamente hacia delante para que no pudiese ver quiénes salían del coche detrás de nosotros.

El interior de la catedral estaba oscuro y fresco. Mientras cruzaba el umbral, el presente se difuminó y se mezcló con el pasado. No podía saber dónde acababa uno y dónde empezaba el otro.

Recorrimos un pasillo lateral; Francesco a mi inmediata izquierda y Salvatore un poco más allá. A mi derecha estaba el soldado asesino. Nuestro paso era enérgico; intenté ver más allá de mi falso esposo, más allá de Salvatore. Busqué desesperadamente un rostro amado; recé para verlo y también para no encontrarlo.

Pero vi poco mientras avanzábamos implacablemente hacia el altar. Solo tuve algunas impresiones: un santuario lleno solo un tercio de su capacidad. Mendigos, monjas con tocas negras, mercaderes; un par de monjes que trataban de hacer callar a un revoltoso grupo de niños de diversas edades. Mientras pasábamos junto a otros nobles para ocupar nuestro lugar -la segunda fila frente al altar, a un lado del coro de madera- Francesco sonrió y saludó a algunos conocidos. Seguí su mirada y vi a los regentes; seis de ellos en diversos lugares a nuestro alrededor.

Me pregunté cuáles eran los cómplices y cuáles eran las víctimas.

Por fin llegamos debajo de la enorme cúpula. Yo estaba entre mi marido y el infeliz soldado. Volví la cabeza a mi derecha al ver unos cuerpos que se movían hacia nosotros.

Matteo. Matteo caminaba con sus fuertes y cortas piernas aferrado a la mano de la niñera. Era un niño empecinado; no dejaba que ella lo llevase. Mientras se acercaba, solté un suave gemido. Francesco me sujetó el brazo, pero con el otro intenté tocar a mi hijo. Matteo me vio, y con una deslumbrante sonrisa, me llamó, y yo a él.

La niñera lo cogió en brazos y lo llevó hasta detrás del soldado, nuestra barrera. Matteo se retorció con la intención de abrirse camino hacia mí, pero ella lo sujetaba con fuerza; el soldado dio un pequeño paso hacia delante para que no pudiese tocar a mi hijo. Me volví, angustiada.

– Nos pareció que era mejor que una madre pueda ver a su hijo -dijo Francesco suavemente-. Que sepa dónde está en cada momento para que siempre actúe correctamente.

Miré al soldado. Al principio creí que era mi guardia y mi posible asesino. Ahora que lo veía con su gran cuchillo junto a mi hijo, el odio casi me impedía permanecer allí de pie.

Yo había ido a la catedral con un único objetivo: matar a Francesco antes de que diesen la señal. En aquel momento flaqueé. ¿Cómo podía salvar a mi hijo y al mismo tiempo ver a mi verdugo muerto? Solo disponía de una oportunidad. Si atacaba al soldado, Francesco sin duda me atacaría, y Salvatore di Pazzi tenía al heredero de Giuliano al alcance de su espada.

«Tu hijo ya está muerto -me dije a mí misma-, igual que tú.» No teníamos salvación. Solo disponía de una oportunidad; no para un rescate, sino para la venganza.

Metí la mano -la misma con la que había intentado alcanzar a Matteo- ligeramente en mi cintura, donde estaba oculta la daga. Me asombró que estuviese dispuesta a abandonar a mi hijo para satisfacer mi odio; me había convertido en alguien como mi padre Antonio. Pero él solo había sufrido una pérdida, razoné tozudamente. Yo había sufrido muchas.

Toqué mi cinturón sin saber qué debía hacer.

Comenzó la misa. El sacerdote y los acólitos fueron en procesión hasta el oscuro altar revestido con oro y coronado con una talla del Cristo moribundo en la cruz. El oscilante pebetero lanzaba incienso en la sombría penumbra, para desdibujar aún más las formas y el tiempo. El coro cantó el Introito y el Kyrie. Detrás de nosotros, un grupo de risueños huérfanos se abrió camino hacia el frente de la iglesia, y se mezclaron con los ofendidos nobles. Los siguió uno de los monjes, que murmuraba reprimendas. El olor agrio de los niños sucios llegó hasta nosotros. Francesco, con un gesto de disgusto, se llevó a la nariz un pañuelo perfumado.

– Dominus vobiscum -dijo el sacerdote.

– Et cum spiritu tuo -replicó Francesco.

Mientras el asistente del sacerdote cantaba la epístola, advertí un movimiento cerca de mí. Algo, una sombra encapuchada, se había abierto camino a través de los asistentes para colocarse detrás de mí. Me pareció escuchar su respiración, sentir su calor en mi hombro. Sabía que él venía a por mí.

«Él no atacará todavía -me dije, aunque el ansia de empuñar mi arma era muy fuerte-. No me matará hasta recibir la señal.»

Francesco miró de reojo por encima del hombro al asesino encapuchado; vi aprobación en su mirada. Aquello era parte del plan. Mientras se volvía, vio que lo observaba y se complació ante mi miedo. Me obsequió con una fría y falsa amable sonrisa.

El coro cantó el graduaclass="underline" «Levántate, Señor, en tu santa ira. Levántate contra la furia de mis adversarios».

Lejos, a mi izquierda, un rumor pasó a través de la fila de regentes y nobles y llegó hasta Salvatore di Pazzi. Se volvió hacia mi marido y le susurró. Me esforcé para oírlo.

«… han visto a Piero. Pero no…» Francesco se echó hacia atrás e involuntariamente estiró el cuello para mirar a su izquierda hacia la multitud.

– ¿Dónde está Giuliano?

Me puse tensa, dolorosamente consciente del asesino que estaba a mi espalda, del soldado junto a mi hijo. Si Giuliano no aparecía, podrían matarnos inmediatamente. Un par de mocosos detrás nuestro rieron un chiste; el monje los hizo callar.

No escuché el Evangelio. Oía cómo el sacerdote decía el sermón, pero no pude interpretar sus palabras. Los dedos de mi mano derecha rozaban el borde de mi cinturón. De haberse movido el soldado o mi asesino, yo hubiese golpeado ciegamente.

Otra oleada de susurros llegó hasta Salvatore. Murmuró algo a Francesco y señaló con la barbilla un punto distante a su izquierda.

– Él está aquí…

«Él está aquí.»

Allí, en algún lugar cerca de mí, fuera del alcance de mi vista o de mi voz, inaccesible a mi tacto en el momento antes de morir. No quise gritar, pero me balanceé. Miré el suelo de mármol debajo de mis pies y oré. Que Dios te libre y te guarde.

El sacerdote cantó el Oremus, cogió la hostia y la levantó en ofrenda hacia el Cristo crucificado.

Offerimus tibi, Domine…

Salvatore apoyó la mano en la empuñadura de su espada y se inclinó hacia Francesco. Sus labios formaron una palabra: «Pronto».

Mientras lo hacía, mi asesino se inclinó suavemente, pisó mi cola para que no pudiese moverme y acercó los labios a mi oído.

– Mona Lisa -susurró. De no haber pronunciado estas dos palabras, yo habría sacado la daga-. Cuando dé la señal, déjate caer.

No podía respirar. Entreabrí los labios y respiré por la boca mientras miraba cómo el acólito del sacerdote se movía hacia el altar y comenzaba a llenar el cáliz con vino. La mano de Francesco se acercó a la cadera.

El segundo acólito se adelantó con una jarra de agua.