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– Ahora -susurró Salai, y apretó algo duro y romo contra mi espalda, debajo de las costillas, para que pareciese que estaba asestando una puñalada mortal.

Sin decir palabra, me dejé caer sobre el frío mármol.

A mi lado, Francesco soltó un grito y se dejó caer de rodillas al tiempo que sacaba su cuchillo; cayó a su lado en el suelo. Me senté. El ejército de Salai, formado por chiquillos de la calle, avanzaron en masa y rodearon al soldado. Uno lo apuñaló en la espalda y lo hizo caer para que otro le rajase la garganta.

El mundo estalló en un coro de chillidos. Conseguí levantarme, al tiempo que gritaba el nombre de Matteo a voz en cuello y maldecía mis faldas enredadas. Los huérfanos se habían acercado a él y a la niñera; desenfundé el estilete de mi padre y corrí hacia ellos. Mi hijo estaba en los brazos de uno de los monjes del Ospedale degli Innocenti.

– ¡Lisa! -gritó-. Lisa, ven con nosotros.

Comenzaron a sonar las campanas del campanile. Un noble y su esposa pasaron corriendo y casi me derribaron. Me mantuve de pie mientras pasaba otra oleada de fieles aterrados.

– ¡Leonardo, llévatelo! -grité-. ¡Te seguiré, te seguiré; ahora vete!

Él se volvió a regañadientes y corrió. Mantuve mi posición a pesar de la multitud que huía y volví hacia Francesco.

Había caído de lado; Salai lo había herido y le había quitado el cuchillo.

Estaba indefenso.

– Lisa -dijo. Se leía el terror en sus ojos-. ¿De qué serviría? Por Dios, ¿de qué serviría?

Efectivamente, ¿de qué serviría? Me agaché y me acerque a él con la daga levantada, de la manera errónea. Salai no lo hubiese aprobado. Pero quería bajarla del mismo modo que Francesco di Pazzi descargó su arma contra el hermano de Lorenzo: salvajemente, con un espasmo de furia, con una lluvia roja, con un millar de golpes por cada mal cometido. No podía perdonar ni un trozo de su cuerpo.

«Tendiste una trampa a mi padre. Asesinaste a mis seres queridos. Me robaste mi vida y a mi hijo.»

– Tú no eres mi marido -afirmé amargamente-. Nunca lo fuiste. Por el bien de mi verdadero marido te mataré. -Me agaché.

Él golpeó primero. Con un pequeño puñal, oculto en el puño.

Cortó mi carne justo debajo de la oreja izquierda y pretendía rebanarme el cuello. Pero antes de que pudiese llegar al centro me aparté, asombrada, y me senté sobre los talones.

– Puta -gruñó-. ¿Crees que dejaré que lo arruines todo? -Se tumbó en el suelo, todavía vivo, y me miró con odio.

Me llevé la mano a la garganta y la aparté. Estaba teñida de sangre. Un oscuro collar; el último regalo de Francesco.

«Podría desangrarme aquí hasta la muerte -pensé-. Obtener mi venganza. Podría matar a Francesco entonces y desangrarme; ellos me encontrarían aquí más tarde, muerta sobre su cadáver.»

Decidí no matarlo.

Oí un rugido en mis oídos, el sonido de la marea. Como Giuliano, según la mentira de Francesco, me ahogaba. Lo veía tan claramente como si hubiese caído en el Arno desde el ponte Santa Trinità. Caído y hundido en lo profundo. Había descendido finalmente a un lugar donde mis emociones estaban inmóviles.

No me preocupé por Matteo. Sabía que estaba seguro en los brazos de su abuelo. No me preocupé por mí misma, no intenté escapar de mis atacantes; sabía que yo ya no era su objetivo. No me preocupé por Francesco o por mi odio hacia él. Dejaría que Dios y las autoridades se ocupasen de él; no era mi objetivo. Ahora sabía cuál era mi lugar.

«Señor -recé-, deja que rescate a Giuliano.»

Gracias a un milagro me levanté.

Notaba mi cuerpo muy pesado, como si se moviera por el agua, pero me obligué a hacer lo imposible: caminé en la dirección que había tomado Salvatore di Pazzi para ir en busca de mi amado. El estilete era pesado; me temblaba la mano debido al esfuerzo de sostenerlo.

Oí su voz.

– ¡Lisa! ¿Lisa, dónde estás?

Mi amado, ya voy.

Abrí la boca para gritar, pero mi voz no era más que un angustioso gemido, perdido en el rugido de la inundación.

Las aguas en el interior de la catedral eran turbias; apenas alcanzaba a ver las ondulantes imágenes de los combatientes contra un confuso fondo de inocentes que huían. Había huérfanos -chiquillos sucios con pequeñas armas resplandecientes- y hombres que empuñaban espadas, campesinos, sacerdotes y nobles, pero no conseguía encontrarle ningún sentido. No pude oír nada hasta que el frenético repique de las campanas cesó. En el río, todo era silencio.

El sol entraba por las puertas abiertas que daban a la vía dei Servi; en uno de sus rayos lo vi: Giuliano. Vestía el hábito de un monje. Se había echado la capucha hacia atrás; pude ver sus rizos oscuros y una barba que nunca había visto antes. En su mano llevaba una larga espada, con la punta hacia abajo mientras avanzaba. Era todo un hombre; en mi ausencia había crecido. Sus facciones, agradablemente irregulares, se veían tensas y marcadas con una débil amargura.

Era sorprendente, hermoso, y reavivó mi corazón.

Pero no debía entregarme a la emoción; debía redimir los pecados de otros. Estaba allí para conseguir lo que debía haberse hecho casi dos décadas atrás: evitar el asesinato de inocentes.

Entonces lo vi a él, a Salvatore, el hijo de Francesco di Pazzi, que se abría paso a través de los fieles que huían, con la espada pegada al cuerpo. Se dirigía hacia Giuliano.

Pero Giuliano no lo veía. Giuliano solo me veía a mí. Sus ojos eran luces en una costa distante; su rostro era un faro. Pronunció mi nombre.

Ansiaba ir hacia él, pero no podía cometer los errores que habían cometido Anna Lucrezia, Leonardo y Juliano. No podía ceder a mi pasión. Aparté mis ojos del rostro de Giuliano y los mantuve fijos en Salvatore. Era imposible caminar; sin embargo me tambaleé hacia él. Me mantuve de pie, a pesar del empuje de la multitud que huía. Dios me concedió un milagro: no me caí. No me desmayé ni caí muerta. Intenté correr.

Mientras me acercaba a los dos hombres, la alegría de Giuliano se esfumó para convertirse en preocupación, y luego en alarma. Acababa de ver la sangre que caía de mi garganta y empapaba mi corpiño. No vio a Salvatore, que se acercaba por un costado, solo me veía a mí, que lo seguía. No vio que Salvatore, a un brazo de distancia, levantaba la espada, dispuesto a bajarla para matar al hijo más amado de Lorenzo.

Pero yo lo vi. De haber tenido la fuerza, habría interpuesto mi cuerpo entre los hombres, habría recibido el golpe destinado a mi amado. Pero no podía alcanzarlo a tiempo; no podía colocarme entre los dos hombres. Solo podía lanzarme hacia delante, con el aire que me quedaba en los pulmones, y acercarme hacia Salvatore por detrás.

En el instante en que Salvatore levantó la espada, un instante antes de que la bajase contra Giuliano, llegué más lejos de lo que era posible. Con la daga, encontré el punto blando debajo de las costillas de Salvatore y la hundí allí.

Recordé la pintura de Bernardo Baroncelli en el muro del Bargello. Recordé el dibujo en finta de él colgado de la cuerda, con la cabeza agachada, con el remordimiento estampado en su rostro muerto.

– Toma, traidor -susurré.

Aliviada, exhalé un suspiro. Giuliano estaba vivo. De pie entre sol y sombras, a la orilla del Arno, esperaba con los brazos abiertos. Me hundí en ellos hasta donde las aguas son más profundas y oscuras.

EPÍLOGO

Lisa
Julio 1498

71

No morí, ni tampoco Francesco. La puñalada que le asesté a Salvatore di Pazzi lo derribó, y mientras sangraba, alguien lo mató. Sus mercenarios, que entraron en la piazza della Signoria con el toque de las campanas, fueron recibidos con una formidable resistencia. Al encontrarse con los hombres de Piero -y al saber que Salvatore no podría incitar a la multitud contra los Médicis y dirigir el asalto del palacio y derrocar a los regentes-, los mercenarios se dispersaron y emprendieron la huida.