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Bernardo Baroncelli viajaba de rodillas en un pequeño carro tirado por un pollino, rumbo a su destino.

Delante, en la gran piazza della Signoria, se alzaba el imponente palacio, sede del gobierno de Florencia y corazón de su justicia. Coronada con almenas, la fortaleza era un enorme edificio rectangular casi sin ventanas y con un esbelto campanario en una esquina. Una hora antes de que lo hicieran subir al carro, Baroncelli había escuchado el toque las campanas, lento y doloroso, que llamaba a los ciudadanos para que asistieran al espectáculo.

A la luz del alba, la fachada de piedra del palacio mostraba un color gris pálido contra el fondo de los oscuros nubarrones. Delante del edificio se alzaba el patíbulo, rodeado ya por una colorida multitud formada por los ricos y los pobres de Florencia.

Hacía mucho frío; los últimos alientos de Baroncelli se condensaban delante de su rostro como la niebla. Llevaba el cuello de la capa abierto, pero no podía cerrarlo porque le habían atado las manos a la espalda.

De esta manera, tambaleante y sacudiéndose cada vez que las ruedas encontraban una piedra, Baroncelli entró en la plaza. Eran más de un millar los asistentes congregados para presenciar su final.

Un chiquillo, un fanciullo, en la primera fila de la multitud, vio el carro que se acercaba y, con voz aguda, entonó el grito de llamada de los Médicis:

– Palle! Palle! Palle!

La histeria se apoderó de la muchedumbre. Muy pronto el clamor colectivo resonó en los oídos de Baroncelli.

– Palle! Palle! Palle!

Alguien cercano arrojó una piedra; rebotó inofensivamente en los adoquines junto al traqueteante carro. Después solo lanzaron insultos. La Signoria había colocado guardias a caballo en los puntos estratégicos para impedir cualquier disturbio; también el carro estaba rodeado por guardias.

Era una medida para evitar que la multitud lo despedazase antes de poder ejecutarlo. Había escuchado los detalles del horrible final de los demás conspiradores: cómo los mercenarios perusinos contratados por los Pazzi habían sido precipitados al vacío desde la torre más alta del palacio de la Signoria, para ir a caer entre la multitud, que los habían descuartizado con cuchillos y palas.

Incluso el viejo Iacopo di Pazzi, que siempre había gozado de gran respeto, no escapó de la ira de Lorenzo. A la señal del campanario de Giotto, había montado en su caballo para arengar a los ciudadanos con el grito «Popolo e libertà!». La frase era la llamada para destronar al actual gobierno; en este caso, los Médicis.

Рero el pueblo había replicado con el grito de «Palle! Palle! Palle!».

A pesar de su pecado, permitieron que lo enterrasen en campo santo tras la ejecución, con el nudo todavía alrededor del cuello. Pero en aquellos días de turbulencia era tal el odio a los conspiradores, que no pasó mucho tiempo antes de que la Signoria decidiese que lo más prudente era trasladar el cadáver fuera de las murallas y sepultarlo en terreno no consagrado.

Francesco di Pazzi y todos los demás fueron ejecutados expeditivamente; solo Guglielmo di Pazzi se salvó, gracias a las desesperadas súplicas de su esposa Bianca a su hermano Lorenzo.

De los verdaderos conspiradores, solo Baroncelli escapó; consiguió ocultarse en el campanario de la catedral, donde el aire aún vibraba con el repique de la campana. A la primera oportunidad, emprendió la huida a uña de caballo, sin decir ni una palabra a su familia, hacia el este, a Senigallia, en la costa. Zarpó de aquel puerto con rumbo a la exótica Constantinopla. El rey Ferrante y los parientes napolitanos de Baroncelli le enviaron dinero más que suficiente para llevar una vida disoluta. Baroncelli convirtió en sus amantes a las esclavas que poseía, y se sumergió en el placer para intentar borrar todo recuerdo de los crímenes que había cometido.

Sin embargo, sus sueños se veían acosados por la imagen de Juliano, congelada en el instante en que miró la resplandeciente daga. Los oscuros rizos del joven se veían desgreñados, los ojos inocentes muy abiertos, la expresión natural y algo sorprendida por la súbita aparición de la muerte.

Baroncelli tuvo más de un año para buscar la respuesta a la pregunta: ¿Derrocar a los Médicis y reemplazarlos por Iacopo y Francesco di Pazzi hubiese beneficiado a la ciudad? Lorenzo era equilibrado, cauto; Francesco, arrebatado, rápido en actuar. No hubiese tardado en convertirse en un tirano. Lorenzo había tenido la sabiduría de ganarse el amor del pueblo, como demostraba la muchedumbre reunida en la plaza; Francesco hubiese sido demasiado arrogante para que le importase.

Lorenzo era, por encima de todo, persistente. Al final, ni siquiera Constantinopla estuvo fuera de su alcance. En cuanto sus agentes encontraron a Baroncelli, Lorenzo envió a un emisario cargado con oro y joyas para el sultán, y el destino de Baroncelli quedó sellado.

A todos los criminales los ahorcaban fuera de las murallas de la ciudad y después los arrojaban a una fosa común. Baroncelli acabaría en el mismo lugar, pero dada la gravedad de su delito, la ejecución tendría lugar en la plaza principal de Florencia.

En aquel momento, mientras el carro pasaba por delante de la multitud camino del patíbulo, Baroncelli soltó un sonoro gemido. El miedo lo atenazaba con una angustia mucho peor que cualquier dolor físico; sentía un frío insoportable, un calor que lo abrasaba, una espantosa sensación de caer al vacío. Creyó que se desmayaría, pero se le negó la bendición de la inconsciencia.

– Coraje, signore -dijo el nero-. Dios viaja contigo.

Su nero, su consolador, caminaba junto al carro. Era un florentino llamado Lauro, y miembro lego de la Compagnia di Santa Maria della Croce, también conocida como la Compagnia dei Neri, la Compañía de los Negros, porque sus miembros vestían hábito y capuchas negras. El propósito de la compañía era ofrecer consuelo y misericordia a los necesitados, incluso a aquellos condenados a morir.

Lauro había estado con él desde que llegó a Florencia. Se ocupó de que Baroncelli recibiese un buen trato, que se le diese ropa y comida, que se le permitiese escribir a sus seres queridos. Giovanna nunca respondió a sus súplicas de que le visitara. Lauro escuchó bondadosamente las llorosas manifestaciones de arrepentimiento de Baroncelli, y permaneció en la celda para rezar por él; imploró a la Virgen, a Jesús, a Dios y a san Juan, patrono de Florencia, para dar consuelo a Baroncelli, concederle su perdón, permitir que su alma entrase en el purgatorio, y de allí fuera al cielo.

Baroncelli no se unió a sus plegarias. Estaba seguro de que Dios lo habría tomado como una afrenta personal.

Ahora, el consolador cubierto con la capucha negra caminaba a su lado y recitaba en voz alta -un salmo, un himno, una plegaria, que flotaban en el aire como una nube blanca-, pero dado el clamor de la multitud, Baroncelli no entendía las palabras. Una única expresión retumbaba en sus oídos y en su corazón.

Palle! Palle! Palle!

El carro se detuvo delante de los escalones que subían al patíbulo. El consolador deslizó una mano entre los brazos atados de Baroncelli y lo ayudó a bajar. En cuanto pisó los helados adoquines, el peso del terror hizo que Baroncelli cayese de rodillas; el sacerdote se arrodilló a su lado y le habló al oído:

– No tengas miedo. Tu alma subirá directamente al cielo. Entre todos los hombres, tú eres quien no necesita perdón; lo que hiciste fue obra de Dios, no un crimen. Hay muchos de nosotros que te llaman héroe, hermano. Tú has dado el primer paso para librar a Florencia de un gran mal.

A Baroncelli le tembló tanto la voz que apenas consiguió entender sus propias palabras.

– ¿De Lorenzo?

– Del libertinaje. Del paganismo. Del disfrute del arte profano.

Baroncelli lo miró furioso, sacudido por un violento temblor.

– Si tú, si los demás, lo creéis, ¿por qué no me habéis rescatado? ¡Salvadme!