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– No nos atrevemos a darnos a conocer. Todavía queda mucho trabajo por delante antes de que Florencia, Italia, el mundo, esté preparado para recibirnos.

– Estáis locos -susurró Baroncelli.

– Somos locos de Dios. -Sonrió.

Ayudó a Baroncelli a ponerse de pie; rabioso, este se apartó del monje y subió solo los escalones de madera.

En el patíbulo, el verdugo, un joven delgado con el rostro oculto con una máscara, estaba entre Baroncelli y la soga.

– Ante Dios -le dijo el verdugo-, te suplico perdón por el acto que estoy obligado a realizar.

Baroncelli se mordió el interior de los labios y las mejillas; tenía la lengua tan seca que apenas podía articular palabra. Sin embargo su voz sonó con una calma asombrosa.

– Te perdono.

El verdugo exhaló un leve suspiro; quizá se había encontrado con otros condenados más dispuestos a dejar que su sangre manchase sus manos. Sujetó a Baroncelli por el codo y lo guió hasta la trampilla, debajo del nudo.

– Aquí -dijo en tono amable. De debajo de la capa sacó un pañuelo de lino blanco.

Antes de que le vendasen los ojos, Baroncelli observó a la multitud. Cerca de las primeras filas se encontraba Giovanna, con sus hijos. Estaba demasiado lejos para saberlo a ciencia cierta, pero le pareció que lloraba.

A Lorenzo de Médicis no se le veía por ninguna parte, pero Baroncelli no dudaba que miraba desde algún balcón oculto, una ventana, o quizá desde el interior del palacio de la Signoria.

Abajo, al pie del patíbulo, se encontraba el consolador, con una expresión serena y extrañamente satisfecha. En un instante de iluminación, Baroncelli comprendió que él, Francesco di Pazzi, micer Iacopo, el arzobispo Salviat, todos ellos, habían sido unos incautos, que sus miserables ambiciones habían servido a un proyecto mucho mayor, un plan que le infundía tanto terror como la perspectiva de su muerte.

El verdugo ató el pañuelo sobre los ojos de Baroncelli, luego deslizó el lazo por encima de la barbilla y lo ajustó alrededor del cuello.

Un segundo antes de que se abriese la trampilla debajo de sus pies, Baroncelli susurró dos palabras, dirigidas a sí mismo:

– Toma, traidor.

10

En el instante en que el cuerpo de Baroncelli dejó de sacudirse, un joven artista que se encontraba en la primera fila de la multitud comenzó su trabajo. El cadáver continuaría colgado en la plaza durante días, hasta que la descomposición hiciera que se desprendiera de la soga. Pero el artista no podía esperar; quería capturar la imagen mientras conservase un pálpito de vida. Además, los chiquillos y los adolescentes muy pronto comenzarían a divertirse arrojándole piedras, y la inminente lluvia haría que se hinchase.

Hacía su boceto en una hoja de papel sujeta a una tabla de álamo, para tener una base firme. Había cortado las barbas de la pluma para impedir que el uso continuado lastimase sus largos dedos, y la había afilado hasta conseguir una punta muy fina, que mojaba en un frasco de tinta sepia hecha con bilis de buey, bien asegurado al cinturón. Dado que era imposible dibujar bien con guantes, sus manos desnudas le dolían a causa del frío, pero se despreocupó porque era más importante el trabajo. Del mismo modo, dejó a un lado la pena que amenazaba con embargarlo, porque la visión de Baroncelli evocaba en él unos recuerdos muy dolorosos, y se concentró en el tema que tenía delante.

A pesar de todos los intentos por enmascarar sus verdaderos sentimientos, hombres y mujeres los revelaban a través de sutiles matices en la expresión, la postura y la voz. El arrepentimiento de Baroncelli era evidente. Incluso en la muerte, mantenía los ojos bajos, como si contemplase el infierno. Tenía la cabeza gacha, y las comisuras de sus finos labios estaban dobladas hacia abajo por la culpa. Era un hombre abrumado por el desprecio a sí mismo.

El artista se esforzó para no sucumbir al odio, aunque tenía razones muy personales para despreciar a Baroncelli. Pero el odio iba dirigido contra sus principios, así que -como había hecho con el dolor en los dedos y el corazón- no le hizo caso y continuó con el trabajo. También abominaba de los crímenes y las ejecuciones, incluso de un asesino como Baroncelli.

Como era su costumbre, escribía notas para recordar los colores y las texturas, porque era muy probable que el boceto acabase convertido en un cuadro. Escribía de derecha a izquierda, y las letras se sucedían como la imagen reflejada en un espejo. Años atrás, cuando era un aprendiz en el taller de Andrea Verrochio, los compañeros lo habían acusado de secretismo, porque cuando les enseñaba los bocetos, no entendían las palabras. Pero escribía así porque era lo natural para él; la privacidad solo era un beneficio añadido.

«Pequeño gorro marrón. -La pluma rascó en el papel-. Jubón de sarga negra, camiseta de lana, capa azul forrada con piel de zorro, cuello de terciopelo con punteado rojo y negro, Bernardo Bandino Baroncelli, polainas negras.» Baroncelli había perdido las zapatillas en los estertores de la muerte; en el esbozo aparecía con los pies desnudos.

El artista frunció el entrecejo al enfrentarse al patronímico de Baroncelli. Era autodidacta, y aún lidiaba para superar su rústico dialecto de Vinci, y la ortografía lo superaba. Tampoco tenía importancia. A Lorenzo de Médicis, el Magnífico, le interesaba la imagen, no las palabras.

Al pie de la hoja trazó un rápido y pequeño esbozo de la cabeza de Baroncelli en un ángulo que mostraba mejor las facciones. Satisfecho con su trabajo, se dedicó a la ardua tarea de observar los rostros de la multitud. Aquellos que se encontraban en las primeras filas -la nobleza y los mercaderes más prósperos- comenzaban a marcharse, cabizbajos y silenciosos. El popolo minuto, los pobres y desamparados, se quedaron para divertirse profiriendo insultos y lanzando piedras al cadáver.

El artista observó atentamente a todos los hombres que pudo a medida que abandonaban la plaza. Había dos razones para ello: la más ostensible, que era un estudioso de los rostros. Aquellos que lo conocían se habían acostumbrado a su mirada aguda.

La razón oculta era el resultado de un encuentro entre él y Lorenzo de Médicis. Buscaba un rostro en particular; uno que había visto veinte meses atrás, durante un fugaz momento. Incluso con su talento para recordar las fisonomías, su memoria se negaba a dársela; sin embargo, su corazón no se daba por vencido. Esta vez estaba decidido a que la emoción no llevase las de ganar.

– ¡Leonardo!

El sonido de su nombre sobresaltó al artista; dio un respingo involuntario y, en un acto reflejo, tapó el frasco de tinta para evitar que se derramase.

Un viejo amigo del taller de Verrocchio que salía de la plaza se le acercó.

– Sandro -dijo Leonardo, cuando su amigo llegó a su lado-. Tienes el aspecto de un príncipe.

Sandro Botticelli sonrió. Algunos años mayor que Leonardo, a los treinta y cuatro estaba en la plenitud de su vida y de su carrera. Desde luego vestía principescamente, con una capa roja con ribetes de armiño; una gorra de terciopelo negro cubría sus cabellos rubios, cortados a la altura de la barbilla, algo más corto de lo que marcaba la moda actual. Como Leonardo, llevaba el rostro afeitado. En sus ojos verdes, de párpados gruesos, brillaba la insolencia que siempre había marcado sus maneras. A Leonardo le gustaba; tenía un extraordinario talento y un corazón generoso. El año anterior, Sandro había recibido varios grandes encargos de los Médicis y Tornabuoni, entre ellos La primavera, que era el regalo de bodas de Lorenzo para su primo.

Sandro observó el boceto de Leonardo con una sonrisa torcida.

– Vaya, veo que intentas robarme mi trabajo.

Se refería al mural pintado en una fachada cercana al palacio de la Signoria, parcialmente visible detrás del patíbulo ahora que la multitud se dispersaba. Había recibido el encargo de Lorenzo en aquellos terribles días posteriores a la muerte de Juliano: representar a cada uno de los conspiradores Pazzi colgados de la horca. Las imágenes de tamaño natural inspiraban tanto terror como se había pretendido. Allí estaban Francesco di Pazzi, totalmente desnudo y con la sangre seca en su muslo herido, y Salviati, con las vestiduras de arzobispo. Los muertos aparecían de cara al espectador; un recurso impactante, aunque no era la representación exacta de los hechos. Como Botticelli, Leonardo había estado en la piazza della Signoria en el momento en el que a Francesco, a quien habían sacado de su cama, lo habían empujado desde la ventana más alta del palacio y lo habían ahorcado desde el propio edificio para que todos lo viesen. Un momento más tarde, lo siguió Salviati quien, en el instante de su muerte, se volvió hacia su compañero conspirador y -ya fuese por un violento espasmo involuntario o por un momento final de rabia- clavó los dientes en un salvaje mordisco en el hombro de Francesco. Fue una imagen grotesca, tan absurda que incluso Leonardo, sobrecogido por la emoción, no la registró en su libreta. Las pinturas de los otros condenados, incluido micer Iacopo, estaban a medio acabar; pero faltaba un asesino: Baroncelli. Era probable que Botticelli hubiese tomado unos apuntes para terminar el mural. Pero al ver el boceto de Leonardo, se encogió de hombros.