Выбрать главу

Leonardo recapituló lo que había visto. Una figura encapuchada se adelantó por la derecha de Juliano; creía que había sido este hombre quien había asestado el primer golpe. Mientras Juliano intentaba apartarse de Baroncelli, la figura aguantó firmemente y sujetó a la víctima. La multitud dificultaba en gran medida la visión de Leonardo en aquel momento; la figura desconocida desapareció brevemente, quizá porque había caído, pero luego se levantó. No se apartó ni siquiera cuando Francesco descargó una lluvia de puñaladas, sino que permaneció en su lugar hasta que Francesco y Baroncelli se alejaron.

Tras el último suspiro de Juliano, Leonardo alzó la mirada a tiempo para ver cómo el hombre se dirigía rápidamente hacia la puerta que daba a la plaza. Seguramente se detuvo en algún momento para mirar atrás y asegurarse de que su víctima había muerto.

– ¡Asesino! -gritó el artista-. ¡Detente!

Había tanta indignación, autoridad y fuerza en su voz que, sorprendentemente, el conspirador se detuvo y miró rápidamente por encima del hombro.

Leonardo captó la imagen con el ojo experto del artista. El hombre iba vestido con la túnica de burda arpillera de los penitentes, y su rostro afeitado estaba parcialmente oculto por la capucha. Solo pudo ver la mitad del labio inferior y la barbilla.

Su mano sujeta un estilete teñido de sangre; bien pegado al cuerpo.

Tras la huida del penitente, Leonardo volvió con cuidado el cuerpo de Juliano y descubrió el pinchazo -pequeño pero muy profundo- en la espalda, por debajo de las costillas.

Todo esto se lo relató a Lorenzo. Pero no admitió que en el fondo de su torturado corazón sabía que él, Leonardo, era el responsable de la muerte de Juliano.

Su culpa no era irracional. Era el producto de una larga meditación de todos los hechos ocurridos en la catedral. Si no se hubiese dejado arrastrar por las emociones de la pasión, el dolor y los celos, quizá en aquel momento Juliano estaría vivo.

Leonardo tenía la costumbre de observar a la gente -los rostros, los cuerpos, las posturas-, y de esta obtenía gran cantidad de información. Se podían ver tantas cosas en la espalda de un hombre como visto de frente. Si no hubiese estado tan absorto en sus pensamientos acerca de Juliano y de la mujer, sin duda habría advertido la excepcional tensión en la postura del penitente, porque lo había tenido prácticamente delante. Podría haber notado algo peculiar en las actitudes de Baroncelli o Francesco di Pazzi mientras esperaban junto a Juliano. Podría haber interpretado la ansiedad de los tres hombres y deducido que Juliano corría un grave peligro.

Sí hubiese prestado atención, habría visto al penitente buscar subrepticiamente el estilete; habría visto la mano de Baroncelli en la empuñadura de la daga.

Entonces hubiese tenido tiempo para dar un paso adelante. Para sujetar la mano del penitente. Para colocarse entre Juliano y Baroncelli.

En cambio, la pasión lo había convertido en un mero espectador, incapacitado para actuar a causa de la multitud que huía aterrada. Eso le había costado la vida a Juliano.

Agachó la cabeza por el peso de la culpa, luego la alzó de nuevo y miró los ojos tristes y expectantes de Lorenzo.

– Estoy seguro de que el hombre llevaba un disfraz, mi señor.

Lorenzo se sintió intrigado.

– ¿Cómo es posible que sepas eso?

– La postura. Los penitentes practican la autoflagelación y llevan un cilicio debajo de las prendas. Se agachan, se encogen, y se mueven con mucho cuidado, debido al dolor que les produce cada vez que la tela toca su piel. Este hombre se movía con soltura; su postura era erguida y firme. Pero los músculos estaban tensos por la presión emocional. Creo, también, que pertenecía a las clases altas, dada la dignidad y la nobleza de su aspecto.

– ¿Todo esto lo has podido deducir de los movimientos de un hombre, de una persona vestida con una túnica? -Lorenzo miró al artista con agudeza.

Leonardo le devolvió la mirada sin inmutarse. Juzgaba a todos los hombres por el mismo rasero; los poderosos no lo intimidaban.

– No hubiese venido de no haber sido así.

– Entonces serás mi agente. -En sus ojos se reflejó el odio y la decisión-. Me ayudarás a encontrar a ese hombre.

A lo largo del año anterior, Leonardo había sido llamado varias veces a los calabozos del palacio de la Signoria para observar atentamente los labios, las barbillas y las posturas de los prisioneros. Ninguno de ellos encajaba con los rasgos del penitente de la catedral.

La noche previa a la ejecución de Baroncelli, Lorenzo, entonces apodado el Magnífico, envió a dos guardias para que acompañasen a Leonardo al edificio en la vía Larga.

Lorenzo había cambiado poco físicamente, excepto por la blanca cicatriz en el cuello. Si la herida invisible también había cicatrizado, aquel día había vuelto a abrirse con toda su virulencia.

Leonardo, también, se debatía entre la tristeza y la culpa. De no estar profundamente afectado, se hubiese permitido recrearse en las extraordinarias facciones del Magnífico, en particular la nariz. El puente apenas sobresalía justo por debajo de las cejas; luego se achataba y desaparecía bruscamente, como si Dios lo hubiese aplastado con el pulgar. Sin embargo, se alzaba de nuevo, rebelde y asombroso en su longitud, y torcido precipitadamente hacia la izquierda. La forma hacía que la voz fuese dura y nasal, y provocaba otro extraño efecto. Nunca, desde que lo conocía, había visto a Lorenzo en su jardín y mucho menos oler el perfume de una flor. Nunca había alabado a una mujer por su perfume, ni comentado ningún olor, agradable o hediondo; incluso parecía sorprenderse cuando alguien lo hacía. Solo había una conclusión posible: Lorenzo carecía del sentido del olfato.

Aquella noche, Lorenzo vestía una túnica de lana azul oscuro con ribetes de armiño en el cuello y los puños. Era un vencedor apenado, que parecía más preocupado que contento.

– Quizá ya sepas por qué te he llamado.

– Sí, mañana debo ir a la plaza para encontrar al tercer hombre. -Leonardo titubeó. Él, también, estaba preocupado-. Necesito que me des una garantía.

– Pide y se te dará. Ahora tengo a Baroncelli; no descansaré hasta que encuentre al tercer asesino.

– Baroncelli morirá mañana, y corre el rumor de que fue torturado sin piedad.

Lorenzo se apresuró a interrumpirle.

– Con una muy buena razón. Era mi mejor carta para encontrar al último conspirador. Pero se limitó a decir que no conocía a ese hombre; si mintió, se llevará el secreto con él al infierno.

La amargura en la voz del Médicis hizo que Leonardo tardase unos segundos en formular la petición.

– Ser Lorenzo, si encuentro al tercer asesino, no puedo en buena conciencia entregarlo para que lo ejecuten.

Lorenzo retrocedió como si lo hubiesen abofeteado; su voz sonó cargada de indignación.

– ¿Dejarías que uno de los asesinos de mi hermano quedase en libertad?

– No. -La voz de Leonardo tembló ligeramente-. Estimaba a tu hermano por encima de cualquier otro hombre.

– Lo sé -admitió Lorenzo en tono más suave, como si supiese toda la verdad de los sentimientos del artista-. Por eso también sé que, entre todos los hombres, tú eres mi mejor aliado.

Leonardo recuperó el control de sus emociones, y agachó la cabeza un instante.

– Quiero ver a ese hombre ante los jueces, verlo privado de su libertad, condenado a trabajar por el bien de los demás, verlo obligado a pensar en la vileza de su delito durante el resto de sus días.

El labio superior de Lorenzo era invisible; el inferior se tensaba tanto sobre los dientes que asomaban las puntas.

– Tu idealismo es admirable -sentenció-. Soy un hombre razonable, y como tú, un hombre honesto. Si accedo a que el cómplice, si lo encuentras, no sea ejecutado sino que acabe en la cárcel, ¿irás mañana a la plaza para buscarlo?