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El astrólogo regresó cuando habían transcurrido tres días. De nuevo, miré desde la ventana del último piso mientras él bajaba del carruaje y Zalumma lo recibía. Yo estaba entusiasmada; mamá había consentido llamarme en el momento oportuno. Me dije que ella debía de necesitar tiempo para suavizar cualquier noticia negativa.
Esta vez el astrólogo exhibía su riqueza con una brillante túnica de seda amarilla con ribetes de marta. Antes de entrar en la casa, hizo una pausa y habló furtivamente con Zalumma; ella se llevó una mano a la boca como si estuviera sorprendida por sus palabras. Él le formuló una pregunta. Zalumma sacudió la cabeza; luego apoyó una mano sobre su antebrazo, aparentemente para exigirle algo. Él le entregó un rollo de papeles, se apartó, irritado, y entró en nuestra casa. Agitada, Zalumma guardó el rollo en un bolsillo oculto en los pliegues de su falda, y después lo siguió apresuradamente.
Me aparté de la ventana y fui al rellano, intrigada por el encuentro e impaciente por que me llamaran.
Menos de un cuarto de hora más tarde, me sobresalté cuando, en la planta baja, se abrió una puerta con tal violencia que golpeó contra la pared. Corrí a la ventana: el astrólogo caminaba, solo, hacia su carruaje.
Me recogí las faldas y me lancé escaleras abajo; afortunadamente, no me encontré con Zalumma o con mi madre. Sin aliento, llegué al carruaje en el momento en que el astrólogo le daba al cochero la orden de partir.
Apoyé mi mano en la brillante puerta de madera y miré al hombre sentado en el interior.
– Por favor, deteneos -dije.
Él le hizo un gesto al cochero para que contuviese a los caballos y me miró con expresión agria. Sin embargo, en su mirada había también una extraña compasión.
– Tú debes de ser la hija.
– Sí.
Me observó atentamente.
– No participaré en un engaño. ¿Lo comprendes?
– No.
– Veo que no. -Hizo una pausa para elegir sus palabras cuidadosamente-. Tu madre, madonna Lucrezia, dijo que tú eras quien había requerido mis servicios. ¿Es así?
– Sí. -Me sonrojé. Temí que mi admisión lo enfadase todavía más.
– Entonces mereces escuchar al menos una parte de la verdad; porque nunca la escucharás entera en esta casa. -Su pomposa irritación se esfumó y su tono se hizo urgente y oscuro-. Tu carta es inusual; algunos dirían que es inquietante. Tomo mi arte muy en serio, y uso bien la intuición. Y ambos me dicen que estás atrapada en un ciclo de violencia, de sangre y engaño. Tú deberás terminar lo que otros comenzaron.
Retrocedí. Cuando conseguí recuperar la voz, declaré:
– No quiero tener ninguna relación con esas cosas.
– Eres fuego cuatro veces. Tu temperamento es ardiente, un horno donde debe forjarse la espada de la justicia. En tus estrellas he visto un acto de violencia, que es tu pasado y tu futuro.
– ¡Yo nunca haría nada para dañar a otro!
– Dios así lo ha ordenado. Él tiene sus razones para determinar tu destino.
Quería hacerle más preguntas, pero el astrólogo gritó al cochero, y la pareja de hermosos caballos negros se puso en marcha.
Perpleja y preocupada, caminé de regreso a la casa. Por azar, miré hacia lo alto y vi a Zalumma, que me miraba desde la ventana del último piso.
Cuando llegué a mi habitación, ella se había ido. Allí esperé durante media hora hasta que mi madre me llamó.
Continuaba sentada en la gran sala donde había recibido al astrólogo. Sonrió cuando entré; al parecer ignoraba mi encuentro con el astrólogo. En su mano sujetaba un fajo de hojas.
– Ven, siéntate a mi lado -dijo en tono alegre-. Te hablaré de tus estrellas. Tendríamos que haber hecho tu carta astral hace mucho, así que he decidido que todavía mereces un nuevo vestido. Tu padre te llevará hoy a la ciudad para que elijas la tela, pero no debes decirle nada de esto. De lo contrario, nos juzgará demasiado extravagantes.
Me senté muy rígida, con la espalda recta, las manos fuertemente apretadas en el regazo.
– Mira esto. -Mi madre colocó los papeles sobre la falda y apoyó un dedo en la elegante caligrafía del astrólogo-. Eres Géminis, por supuesto; aire. Tu ascendente es Piscis, que es agua. Tu luna está en Aries; fuego. También tienes muchos aspectos de tierra en tu carta, algo que te hace extraordinariamente equilibrada. Esto indica un futuro muy afortunado.
Mi ira crecía a medida que ella hablaba. Había dedicado la anterior media hora a componer e inventar una patraña. El astrólogo había acertado; no podía encontrar la verdad aquí.
– Tendrás una larga y dichosa vida, riqueza y muchos hijos -continuó mi madre-. No tienes que preocuparte por el hombre con quien te casarás, porque tu posición es buena con respecto a los demás signos que…
– No -la interrumpí-. Soy cuatro veces fuego. Mi vida estará marcada por la traición y la sangre.
Mi madre se levantó bruscamente. Las hojas cayeron de su falda y se desparramaron en el suelo.
– ¡Zalumma! -siseó, con los ojos encendidos por una furia que nunca había visto antes-. ¿Ha hablado contigo?
– Yo he hablado con el astrólogo en persona.
Esto la hizo callar en el acto, y su expresión se hizo pétrea.
– ¿Qué más te ha dicho? -preguntó.
– Solo lo que acabo de decir.
– ¿Nada más?
– Nada más.
Súbitamente agotada, se desplomó en la silla.
Perdida en mi propia ira, no me detuve a pensar que mi amable y cariñosa madre solo deseaba protegerme de las malas noticias. Me levanté de un salto.
– Todo lo que has dicho es una mentira. ¿Cuántas más me has contado?
Fue cruel decir aquello. Me miró asustada. Sin embargo me volví y la dejé sentada allí, con una mano sobre el corazón.
Muy pronto comprendí que mi madre y Zalumma habían tenido una terrible discusión. Siempre habían sido muy amigas, pero después de la segunda visita del astrólogo, mi madre se mostraba hosca cada vez que Zalumma entraba en la habitación. Se negaba a enfrentarse a la mirada de la esclava, y solo le dirigía las palabras imprescindibles. Zalumma, a su vez, se mostraba silenciosa y malhumorada. Pasaron varias semanas antes de que volviesen a reconciliarse.
Mi madre nunca más me habló de mis estrellas. A menudo pensaba en pedirle a Zalumma que buscase los papeles que el astrólogo le había dado a mi madre, y así poder leer por mí misma la verdad de mi destino. Pero el temor me contuvo siempre.
Ya sabía más de lo que deseaba.
Pasarían casi dos años antes de que me enterase del crimen al que estaba inexorablemente ligada.
PRIMERA PARTE
3
En la austera y enorme catedral de Santa Maria del Fiore, Bernardo Bandino Baroncelli, de pie ante el altar, luchaba por controlar el temblor de sus manos. No podía, por supuesto, del mismo modo que no podía esconder de la mirada de Dios la maldad en su corazón. Apretó las manos unidas en un gesto de plegaria y se las llevó a los labios. Con voz vacilante, rezó por el éxito de la pérfida empresa en la que se había metido y pedía el perdón si triunfaba.
Baroncelli dirigió sus pensamientos al Todopoderoso: «Soy un hombre bueno. Siempre he deseado el bien para todos. ¿Cómo he llegado hasta aquí?».
No obtuvo respuesta. Baroncelli fijó su mirada en el altar, de madera oscura y oro. A través de los vitrales de la cúpula, el sol de la mañana derramaba sus rayos, que iluminaban el polvo en el aire y arrancaban destellos de los adornos de oro. La visión evocaba el puro paraíso. Sin duda, Dios estaba allí, pero Baroncelli no sentía la presencia divina, solo su propia maldad.
«Dios, perdona a este desgraciado pecador», murmuró. Su plegaria se sumó a los centenares de voces que susurraban en el interior de la inmensa iglesia de Santa Maria del Fiore; en este caso, la flor era un lirio. El santuario era uno de los más grandes del mundo, y había sido construido con la forma de cruz latina. En lo alto del cruce de los brazos descansaba el mayor logro del arquitecto Brunelleschi: il Duomo. Deslumbrante en su diáfana extensión, la enorme cúpula parecía sostenerse sin ningún apoyo. Visible desde cualquier parte de la ciudad, la cúpula de ladrillos dominaba majestuosamente el perfil urbano y se había convertido, como el lirio, en un símbolo de Florencia. Se elevaba hasta tal altura que, cuando lo vio por primera vez, Baroncelli pensó que seguramente llegaba hasta las puertas del cielo.