Las blancas mejillas de Zalumma se encendieron. La conocía bien. En su mente se había formado una respuesta hiriente, y estaba a punto de salir de sus rojos labios, pero se contuvo. Necesitaba al sacerdote. Su actitud se volvió servil.
– Solo soy una pobre esclava, sin ningún derecho a contradecir a un hombre instruido, padre. Debemos llevar a mi señora hasta el carruaje. ¿Nos ayudaréis?
El sacerdote la miró con lógica suspicacia, pero no podía negarse. Yo corrí a buscar a nuestro cochero. Trajo el carruaje hasta la puerta del templo, y entre los dos hombres cargaron a mi madre.
Exhausta, durmió con la cabeza apoyada en el regazo de Zalumma; yo le sujetaba las piernas. Regresamos a casa directamente a través del ponte Santa Trinità, un sencillo puente de piedra donde no había tiendas.
Nuestra casa en la vía Maggio no era grande ni ostentosa, aunque mi padre podía permitirse adornarla. Había sido construida un siglo atrás por mi tatarabuelo con pietra serena. Mi padre no había añadido nada. No había comprado estatuas, ni reemplazado los viejos suelos o las puertas marcadas por el uso; rechazaba cualquier adorno innecesario. Entramos en el patio. Después, entre Zalumma y el cochero bajaron a mi madre del carruaje.
Para nuestro horror, mi padre, Antonio, nos estaba mirando.
12
Mi padre había regresado temprano. Vestido con el habitual farsetto negro, capa roja y calzas negras, estaba con los brazos cruzados en la entrada del porche, de forma que era imposible que no nos viese. Era un hombre de facciones afiladas, con el cabello castaño rojizo que se oscurecía en la coronilla; la nariz fina y curvada, y unas pobladas cejas que sombreaban sus ojos color ámbar claro. Su desprecio por la moda se mostraba en su rostro: llevaba barba y bigote en un tiempo en que era habitual que los hombres se afeitasen o como mucho llevasen una perilla bien recortada.
Sin embargo, irónicamente, nadie sabía más sobre la moda y los antojos de Florencia. Mi padre era propietario de una bottega en el barrio de Santa Croce, cerca del antiguo Arte de Lana. Era proveedor de las lanas más finas a las familias más ricas de la ciudad. A menudo iba al palacio de los Médicis en la vía Larga, con su carruaje cargado con las telas teñidas con chermisi, el más caro de los tintes hecho con carcasas secas de piojos, que producían un rojo muy vivo, y el alessandrino, un hermoso azul oscuro.
Algunas veces acompañaba a mi padre y esperaba en el carruaje mientras él se reunía con sus clientes más importantes en sus casas. Disfrutaba con los viajes, y a él parecía gustarle compartir conmigo los detalles de su negocio. Me hablaba como si fuese su igual; en ocasiones, me sentía culpable por no ser un varón y no poder continuar con el negocio familiar. Yo era su única heredera. Dios no había querido dar un hijo a mis padres; se suponía que mi madre y sus ataques tenían la culpa.
Ahora no habría forma de ocultarle que nuestra escapada secreta le había provocado un ataque más.
Mi padre era, casi siempre, un hombre contenido. Pero algunas cosas lo enfadaban -la salud de mi madre era una de ellas- y podían inducirle a un ataque de furia incontrolable. Mientras bajaba del coche para seguir a Zalumma, vi el peligro en sus ojos y desvié la mirada con expresión culpable.
Por el momento, el amor por mi madre pudo más que el enojo. Mi padre corrió hacia nosotras y ocupó el lugar de Zalumma. Sujetó tiernamente a mi madre, y entre él y el cochero la llevaron hacia la casa; en el trayecto, volvió la cabeza para mirarnos a Zalumma y a mí por encima del hombro. Mantuvo la voz baja para no molestar a mi madre, casi inconsciente, pero intuí la cólera contenida que esperaba el momento de soltarse.
– Vosotras dos os encargaréis de acostarla; después hablaremos.
Aquel era el peor de los resultados posibles a nuestra escapada. De no haber sufrido mi madre un ataque, podríamos haber argumentado que llevaba demasiado tiempo encerrada en casa y que necesitaba salir. Pero me sentía abrumada por el peso de la responsabilidad por todo lo sucedido y estaba dispuesta a someterme a una merecida regañina. Mi madre me había llevado a la ciudad porque le gustaba mi compañía y deseaba complacerme con un recorrido por los tesoros artísticos de Florencia. A mi padre nunca se le hubiese ocurrido. Criticaba la catedral; afirmaba que estaba «mal concebida», y decía que ya teníamos más que suficiente con la iglesia de Santo Spirito.
Mi padre llevó a mamá hasta la cama. Yo cerré las contraventanas para impedir la entrada del sol, y luego ayudé a Zalumma a desvestirla. Le dejamos solo la camicia, que era de una seda bordada tan fina que apenas se la podía llamar tela. Una vez hecho esto, y cuando Zalumma estuvo segura de que mi madre dormía tranquilamente, salimos en silencio a la antecámara y cerramos la Puerta.
Mi padre nos esperaba con los brazos cruzados sobre el pecho; sus pecosas mejillas estaban encarnadas, y su mirada podría marchitar la más fresca de las rosas.
Zalumma no se amilanó. Se enfrentó a él, con una actitud cortés pero no servil, y esperó a que él hablase primero.
– Sabías el peligro que entrañaba para ella -le reprochó mi padre en voz baja pero cargada de ira-. Lo sabías, y sin embargo dejaste que saliera de la casa. ¿Qué lealtad es esta? ¿Qué haremos si muere?
Zalumma le respondió con mucha serenidad y respeto.
– No morirá, ser Antonio; el ataque ya ha pasado y duerme. Pero tenéis razón; la culpa es mía. Sin mi ayuda, ella no hubiese salido.
– ¡Te venderé! -La voz de mi padre se elevó un poco-. ¡Te venderé, y compraré una esclava más responsable!
Zalumma inclinó la cabeza y apretó las mandíbulas con fuerza para contener la réplica. Podía imaginar cuál sería: «Soy la esclava de mi señora, de la servidumbre de la casa de su padre; era suya antes de que llegarais, y solo ella puede venderme». Pero no lo dijo. Todos sabíamos que mi padre amaba a mi madre, y que mi madre quería a Zalumma. Él nunca la vendería.
– Vete -le ordenó mi padre-. Vuelve abajo.
Zalumma titubeó un instante; no quería dejar sola a mi madre, pero el amo le había dado una orden. Pasó por nuestro lado, con las faldas barriendo el suelo de piedra. Mi padre y yo nos quedamos solos.
Alcé la barbilla en un instintivo gesto de desafío. Yo era así; mi padre y yo teníamos el mismo temperamento.
– Todo esto es obra tuya -dijo con las mejillas cada vez más encendidas-. Tú, y tus ideas. Tu madre hizo esto para complacerte.
– Sí, es obra mía. -Advertí un temblor en mi voz que me enfureció; me esforcé en controlarlo-. Mi madre hizo esto solo para complacerme. ¿Crees que me alegra que tuviese un ataque? Ha salido otras veces sin que ocurriera nada. ¿Crees que yo quería que pasara?
Mi padre sacudió la cabeza.
– No eres más que una niña irrespetuosa y descarada. Escúchame: te quedarás en casa, junto a tu madre, toda la semana. No irás a misa ni al mercado. ¿No sabes la gravedad de tu acto? ¿No sabes el miedo que he pasado al llegar a casa y ver que ella no estaba? ¿No te avergüenza que tu egoísmo haya herido tanto a tu madre? ¿Es que no te importa nada su vida?
Su tono había ido subiendo, así que casi gritaba cuando acabó.
– Por supuesto… -comencé, pero me interrumpí cuando se abrió la puerta del dormitorio y apareció mi madre.