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Mi padre y yo nos sobresaltamos y nos volvimos para mirarla. Parecía un espectro, aferrada al marco para mantener el equilibrio; los ojos estaban hinchados por el agotamiento. Zalumma le había soltado los cabellos, que le caían por debajo de los hombros y los pechos hasta la cintura; solo vestía la camicia, con las largas mangas abombadas.

Su voz era poco más que un susurro, pero la emoción se escuchó con toda claridad.

– Déjala. Fue idea mía. Si tienes que gritar a alguien, grítame a mí.

– No deberías estar levantada -dije. Mis palabras se perdieron, ahogadas por la voz furiosa de mi padre.

– ¿Cómo has podido hacer algo así cuando sabes que es peligroso? ¿Por qué tienes que asustarme de esta manera, Lucrezia? ¡Podrías haber muerto!

Mi madre lo miró con una expresión de profunda angustia.

– Estoy cansada. Estoy cansada de esta casa, de esta vida. No me importa si muero. Quiero salir como hacen las personas normales. Quiero vivir como cualquier otra mujer.

Podría haber dicho más, pero mi padre la interrumpió.

– Dios te perdone por hablar con tanta ligereza de la muerte. Es su voluntad que vivas así. Debes aceptarlo con resignación.

Nunca había oído aquella inquina en el amable tono de mi madre, ni tampoco había visto en su rostro tal expresión de desprecio. En ese momento escuché y vi las dos cosas.

– No te burles de Dios, Antonio, cuando ambos sabemos la verdad -manifestó con una mueca en los labios.

Mi padre se adelantó rápida y ciegamente, dispuesto a pegarla; ella retrocedió.

Yo me moví con idéntica rapidez para intervenir. Choqué contra el hombro de mi padre para que se apartase.

– ¿Cómo te atreves? -grité-. ¿Cómo te atreves? ¡Ella es buena y generosa… todo lo que tú no eres!

Los ojos de mi padre ardían de ira. Me dio un revés, y me sorprendí al verme sentada en el suelo.

Salió de la habitación. Mientras lo hacía, busqué frenéticamente algo que poder arrojarle, pero no tenía más que la capa sobre mis hombros, un regalo de mi padre, hecha de la más fina lana azul.

Hice una pelota con ella y se la arrojé; no fue más que un gesto inútil porque la tela no voló más allá de unos pocos palmos antes de caer silenciosamente al suelo.

Después recuperé el control y corrí a la habitación de mi madre; la encontré de rodillas junto a la cama. La ayudé a acostarse, la abrigué con una manta y sostuve su mano mientras ella -de nuevo medio dormida- lloraba suavemente.

– Tranquila -le dije-. No pretendíamos hacerte daño. Todo se arreglará.

Con los ojos cerrados, apoyó la otra mano sobre la mía, y yo hice otro tanto.

– Todo se repite -gimió con voz fatigada-. Todo se repite.

– Calla y duerme -respondí.

13

Permanecí junto al lecho de mi madre durante el resto del día. Al anochecer, encendí una vela y continué la vigilia. Una criada vino a comunicarme que mi padre deseaba que bajase a cenar con él; me negué. Aún no estaba dispuesta a la reconciliación.

No obstante, mientras estaba sentada en la penumbra y miraba el perfil de mi madre a la luz de la vela, sentí el latigazo del remordimiento. No era mejor que mi padre; impulsada por el amor y el deseo de protegerla, había permitido que mi enojo me dominase. Cuando mi padre había levantado la mano amenazadoramente -a pesar de que yo no creía que llegara a pegarla- yo lo había golpeado, y no una, sino varias veces. Aun a sabiendas de que nuestra pelea destrozaba el corazón a mi madre.

Era una mala hija. Una de las peores, porque era vengativa y buscaba la manera de perjudicar a quienes hacían daño a las personas que quería. Cuando tenía diez años, llegó una nueva criada, Evangelia, una mujer robusta con pelos negros en la barbilla, y el rostro ancho y colorado. La primera vez que presenció uno de los ataques de mi madre, afirmó -como el sacerdote en la catedral- que mi madre estaba poseída por el demonio y que la única cura eran las plegarias.

Esta afirmación no fue motivo suficiente para provocar mi odio, solo mi desagrado. Como ya he dicho, aún no tenía claro que fuese o no verdad, pero sabía que tales manifestaciones avergonzaban y herían a mi madre. Pero Evangelia no estaba dispuesta a rendirse. Cada vez que estaba en la misma habitación que mi madre, se persignaba y hacía la señal contra el mal de ojo; formaba una uve con los dedos y la acercaba a sus ojos. Comenzó a llevar un amuleto en una bolsita colgada alrededor del cuello, y luego hizo algo imperdonable. Colgó otro amuleto en la puerta de mi madre. Supuestamente servía para mantener a mi madre confinada en su habitación; cuando las demás criadas le confesaron qué era, mi madre lloró. Pero era demasiado bondadosa y tímida para decirle nada a Evangelia.

Tomé cartas en el asunto; no toleraba que nadie hiciese llorar a mi madre. Entré en su habitación y me llevé su mejor anillo: un precioso trabajo en oro con un rubí de gran tamaño, un regalo de bodas de mi padre.

Lo escondí entre las pertenencias de Evangelia, y esperé. Ocurrió lo que era de prever. Ante la sorpresa de todos, incluida Evangelia, encontraron el anillo entre sus cosas. Mi padre la echó de casa en el acto.

En un primer momento, me sentí muy satisfecha; se había hecho justicia, y mi madre no volvería a llorar de vergüenza. Pero al cabo de unos días comenzó a remorderme la conciencia. La mayoría de las familias pudientes de Florencia se habían enterado del supuesto delito de Evangelia, y era una viuda con una hija pequeña. Nadie querría contratarla. ¿Cómo conseguiría sobrevivir?

Le confesé mi pecado a Dios y al sacerdote. Ninguno de los dos logró devolver la paz a mi espíritu. Al final, fui a ver a mi madre y entre llantos le confesé la verdad. Fue muy severa y me confirmó sin ambages lo que yo ya sabía: había arruinado la vida de una mujer. Para mi tranquilidad, no le contó la verdad a mi padre; solo le dijo que se había cometido un lamentable error. Le suplicó que buscase y trajese a Evangelia, para así limpiar su nombre.

Pero de nada sirvieron los esfuerzos de mi padre. Evangelia, al no poder encontrar ningún trabajo, se había marchado de Florencia.

Desde entonces vivía con aquella culpa. Mientras aquella noche miraba a mi madre dormida, recordé todos los furibundos estallidos de mi juventud, todos y cada uno de mis actos de venganza.

Eran muchos; y recé a Dios, al Dios que amaba a mi madre y no quería verla sufrir con los ataques, que me librase de mi horrible temperamento. Las lágrimas asomaron a mis ojos; conocía a mi padre y cada vez que nos peleábamos hacía sufrir a mi madre.

En el momento en que la primera lágrima se deslizó por mi mejilla, mi madre se agitó en sueños y murmuró algo ininteligible. Apoyé una mano suavemente en su brazo.

– Todo va bien. Estoy aquí.

Mientras decía estas palabras, la puerta se abrió silenciosamente. Zalumma entró en la habitación con una copa en la mano. Se había quitado el gorro y el pañuelo, y se había peinado sus indomables cabellos, pero una aureola de rizos rebeldes enmarcaban su pálido rostro.

– Traigo una poción -dijo en voz baja-. Cuando tu madre despierte debe tomarla; le permitirá dormir toda la noche.

Asentí, y con un gesto natural intenté enjugar mi mejilla húmeda, con el deseo de que Zalumma no lo advirtiese mientras dejaba la copa junto a la cama de mi madre.

Por supuesto, se dio cuenta, a pesar de que me daba la espalda cuando lo hice. Se volvió hacia mí, y siempre en voz baja, me dijo:

– No debes llorar.

– Ha sido por mi culpa.

– No es culpa tuya -replicó airada-. Nunca lo ha sido. -Suspiró amargamente mientras miraba a su ama dormida-. Aquello que dijo el cura en la catedral…

Me incliné hacia delante, ansiosa por escuchar su opinión.

– ¿Sí?

– Es una vileza. Es pura ignorancia, ¿lo entiendes? Tu madre es la más fiel de las cristianas. -Hizo una pausa-. Cuando yo era muy joven…