Выбрать главу

– ¿Cuando vivías en las montañas?

– Sí, cuando vivía en las montañas. Tenía un hermano. Más que un hermano, éramos mellizos. -Sonrió con vago afecto al recordarlo-. Era testarudo y travieso a más no poder, y no hacía más que desesperar a nuestra madre. Yo siempre lo ayudaba. -La débil sonrisa se esfumó en el acto-. Un día trepó a un árbol muy alto.

Quería llegar al cielo, dijo. Yo lo seguí hasta donde pude, pero él subía tan alto que tuve miedo, y me detuve. Se arrastró por una rama… -Se le quebró la voz; hizo una pausa, y después continuó más tranquila-: Avanzó demasiado, y se cayó.

Me erguí en la silla, intrigada.

– ¿Murió?

– Creímos que sí. Se había partido la cabeza y sangraba muchísimo, sobre mi falda. Cuando se recuperó y pudo andar, salimos a jugar. Pero al cabo de un rato cayó al suelo y comenzó a temblar, igual que hace tu madre. Después no podía hablar durante un rato, y dormía. Luego volvía a estar bien hasta la siguiente vez.

– Como mi madre. -Hice una pausa-. ¿Los ataques… llegaron a…?

– ¿Si los ataques lo mataron? No. No sé qué fue de él después de que nos separamos. -Zalumma me miró, intentando descubrir si había captado el fondo de su relato-. Mi hermano nunca había tenido ataques antes de herirse en la cabeza. Los ataques comenzaron después de la caída. Los ataques los provocó la herida.

– Entonces… ¿mi madre se golpeó en la cabeza?

Zalumma desvió la mirada -quizá solo me había contado aquella historia para tranquilizarme- pero asintió.

– Eso pienso. ¿Tú crees que Dios empujaría a un niño desde la rama de un árbol para castigarlo por sus pecados? ¿Crees que era tan malo que el demonio se apoderó de él y lo hizo saltar?

– No, por supuesto que no.

– Hay personas que no estarían de acuerdo contigo. Pero yo conocía el corazón de mi hermano, y el de mi madre, y sé que Dios nunca sería cruel hasta el punto de permitir que el demonio viviera en almas tan puras.

En el instante que Zalumma dijo eso, se disiparon todas mis dudas. A pesar de lo que creyese Evangelia o el cura, mi madre no estaba poseída por el demonio. Asistía a misa todos los días en nuestra capilla privada; rezaba constantemente y tenía una imagen de la Virgen de la Flor -el lirio, símbolo de la resurrección y de Florencia- en su habitación. Era generosa con los pobres y nunca hablaba mal de nadie. Para mí, era pura como una santa. Aquella revelación me produjo un gran alivio.

Pero había algo que todavía me preocupaba.

«Por aquí ronda un asesinato, y pensamientos de asesinato. Conspiraciones y más conspiraciones.»

No podía olvidar lo que me había dicho el astrólogo dos años atrás: que estaba rodeada por el engaño, condenada a completar la sangrienta tarea que otros habían comenzado.

«Todo se repite.»

– Las cosas extrañas que grita mi madre -dije-. ¿También lo hacía tu hermano?

Las facciones de porcelana de Zalumma reflejaron su titubeo; finalmente, respondió con la verdad.

– No. Ella ya decía esas cosas antes de que comenzasen los ataques, desde que era una niña. Ella… ella ve y sabe cosas que están ocultas para el resto de nosotros. Muchas de las cosas que ha dicho han sucedido. Creo que Dios le dio un don.

«Asesinato, y pensamientos de asesinato.» Esta vez no quise creer en las palabras de Zalumma, y preferí creer que, en ese caso, era pura superstición.

– Gracias -dije-. Recordaré lo que me has dicho.

Sonrió y se inclinó para apoyar un brazo sobre mis hombros.

– Se acabó la vigilia; ahora es mi turno. Ve a comer algo.

Miré a mi madre, insegura. Aún me sentía responsable por lo sucedido durante la mañana.

– Ve -repitió Zalumma en un tono que no admitía réplica-. Yo me quedaré con ella ahora.

Me levanté y salí de la habitación, pero no fui a buscar a la cocinera. Bajé la escalera con la intención de ir a rezar. Crucé el patio trasero y el jardín. Un poco más allá, en un pequeño edificio aislado, estaba nuestra capilla. La noche era muy fría, no había luna, y las nubes cubrían el cielo, pero yo llevaba una lámpara para no pisarme la falda o tropezar con alguna piedra.

Abrí la pesada puerta de madera y entré. El interior estaba oscuro y sombrío, alumbrado solo por las velas votivas delante de las pequeñas imágenes de los santos patronos de la familia: san Juan Bautista en honor de Florencia; la Virgen del Lirio -santa Maria del Fiore-, la favorita de mi madre, y la que daba nombre a la catedral; y el santo cuyo nombre llevaba mi padre, san Antonio, con el niño Jesús en los brazos.

La mayoría de las capillas privadas de las familias florentinas estaban decoradas con grandes murales, en los que aparecían algunos de sus miembros representados como santos o madonnas. La nuestra carecía de tales embellecimientos, salvo por las pinturas de los tres santos. Nuestro mayor adorno estaba suspendido sobre el altar: una gran talla de madera del Cristo crucificado, con una expresión tan triste y doliente como la de la vieja y arrepentida Magdalena en el baptisterio de la catedral.

Al entrar, oí un suave gemido, y al enfocar la lámpara hacia la dirección de donde procedía, vi una figura oscura arrodillada delante del altar. Mi padre rezaba fervientemente, con la frente apretada contra los nudillos de las manos entrelazadas.

Me arrodillé a su lado. Se volvió hacia mí; la luz de la lámpara se reflejó en las lágrimas acumuladas en sus ojos color ámbar.

– Hija, perdóname -dijo.

– No -repliqué-. Eres tú quien debe perdonarme. Te pegué. Es algo horrible que ningún hijo debe hacer a su padre.

– Yo te pegué sin razón. Solo querías proteger a tu madre. Esa era también mi intención, y me encontré haciendo lo opuesto. Soy viejo, y debería ser más sabio. -Miró la imagen del Cristo doliente-. Después de tantos años, tendría que haber aprendido a controlarme…

Busqué el modo de lograr que dejase de reprocharse. Apoyé una mano en su brazo y dije en tono casi risueño:

– Así que es de ti de quien he heredado ese mal genio.

Exhaló un suspiro y pasó la yema del pulgar con mucha ternura por mi mejilla.

– Pobre niña. No es culpa tuya.

Nos abrazamos. En aquel instante, el olvidado medallón se deslizó de mi faja. Golpeó contra el suelo de mármol y trazó un círculo perfecto antes de caer de lado.

Su aparición me avergonzó. Movido por la curiosidad, mi padre lo recogió y lo miró con atención. Luego entrecerró los ojos y echó ligeramente la cabeza hacia atrás, como si quisiera eludir un golpe. Tardó unos momentos en hablar.

– ¿Lo ves? -dijo con voz baja y suave-. Este es el resultado de la cólera. Terribles actos de violencia.

– Sí -repetí, ansiosa por abandonar aquella conversación y volver al cálido sentimiento de la reconciliación-. Madre me relató el asesinato en la catedral. Fue algo terrible.

– Lo fue. No hay ninguna excusa para el asesinato, sea cual sea la provocación. El asesinato es odioso, una abominación a los ojos de Dios. -La pieza de oro brilló con la débil luz de la lámpara-. ¿Te habló del otro lado?

No entendí la pregunta. En un primer momento creí que se refería al reverso del medallón.

– ¿El otro lado?

– Lorenzo. Su amor por el hermano asesinado lo llevó a la locura en los días posteriores. -Cerró los ojos mientras recordaba-. Ochenta hombres en cinco días. Unos pocos eran culpables, pero la mayoría sencillamente sufrieron las consecuencias de no tener los parientes adecuados. Los torturaron sin piedad, los descuartizaron y arrojaron los trozos por las ventanas del palacio de la Signoria. Lo que hicieron con el cadáver del pobre micer Iacopo… -Se estremeció, horrorizado hasta tal punto que no dijo más-. Todo en vano, porque ni siquiera un río de sangre podía resucitar a Juliano. -Abrió los ojos y me miró fijamente-. Hay una vena vengativa en ti, niña. Presta atención a mis palabras. Nada bueno puede salir de la venganza. Ruego a Dios para que te libre de ella. -Puso el medallón de oro en mi palma-. Recuerda lo que te he dicho cada vez que lo mires.