Pero aquella mañana Baroncelli moraba en un reino mucho más bajo. Aunque el plan le había parecido de una perfecta sencillez, ahora que la luz del día era cegadora, se sentía abrumado por los malos presagios y el arrepentimiento. Esta última emoción había marcado siempre su vida. Nacido en el seno de una de las familias más ricas y prestigiosas de la ciudad, había derrochado su fortuna y se había cargado de deudas a una avanzada edad. Había sido banquero toda su vida, y no sabía hacer otra cosa. Sus únicas alternativas eran trasladarse con su mujer e hijos a Nápoles y suplicar el patrocinio de uno de sus ricos primos -una opción que su deslenguada esposa, Giovanna, nunca toleraría- u ofrecer sus servicios a una de las dos familias más poderosas de banqueros en Florencia: los Médicis o los Pazzi.
Acudió primero a los más poderosos: los Médicis. Lo rechazaron, algo que aún despertaba su resentimiento. Pero sus rivales, los Pazzi, lo habían acogido con placer en su seno; y era por esta razón que ahora se encontraba en la primera fila de la multitud de fieles junto a su empleador, Francesco di Pazzi. Con su tío, el caballero micer Iacopo, Francesco dirigía los negocios internacionales de la familia. Era un hombre menudo, con la nariz y la barbilla afiladas, y unos ojos que se perdían bajo de unas cejas oscuras absolutamente desproporcionadas; junto al alto y digno Baroncelli parecía un grotesco enano. Baroncelli había llegado a detestar más a Francesco que a los Médicis, porque el hombre era dado a violentos ataques de ira que a menudo descargaba en su empleado; en esos momentos le recordaba a Baroncelli su bancarrota con las palabras más hirientes.
Para asegurar el sustento de su familia, Baroncelli se veía obligado a sonreír mientras los Pazzi -micer Iacopo y el joven Francesco- lo insultaban y lo trataban como a un inferior, cuando de hecho él provenía de una familia del mismo, o quizá mayor, prestigio. Por lo tanto, cuando se planteó la conspiración, Baroncelli se vió forzado a escoger entre arriesgar el cuello con una confesión completa a los Médicis o permitir que los Pazzi lo obligasen a ser su cómplice, y así conseguir una posición en el nuevo gobierno.
Ahora, mientras le suplicaba perdón a Dios, sentía el cálido aliento de otro conspirador en su hombro derecho. El hombre que rezaba pegado a su espalda vestía la túnica de arpillera de los penitentes.
A la izquierda de Baroncelli, Francesco se movía inquieto y miraba a su derecha, más allá de su empleado. Baroncelli siguió la dirección de la mirada. El destinatario era Lorenzo de Médicis, que a la edad de veintinueve años era el gobernante de facto de Florencia. Técnicamente, Florencia estaba gobernada por la Signoria, un consejo de ocho priores y el jefe de Estado, el confaloniero de justicia; estos hombres eran escogidos entre todas las grandes familias florentinas. En apariencia era un proceso justo, pero curiosamente, la mayoría de los escogidos siempre eran leales a Lorenzo, y el confaloniero acataba sus órdenes.
Francesco di Pazzi era feo, pero Lorenzo lo era todavía más. Con una estatura superior a la mayoría y un cuerpo musculoso, su apostura se veía disminuida por uno de los rostros más feos de Florencia. Su nariz -larga y puntiaguda, y acabada en una pronunciada curva hacia arriba y torcida- tenía el puente aplastado, con la consecuencia de que la voz de Lorenzo era muy nasal. La mandíbula inferior sobresalía tanto que, cada vez que entraba en una habitación, la barbilla lo precedía de un pulgar. Su inquietante fisonomía estaba enmarcada por una cabellera negra y larga hasta debajo de la mandíbula.
Lorenzo esperaba el comienzo de la misa, entre su leal amigo y empleado, Francesco Nori, y el arzobispo de Pisa, Francesco Salviati. A pesar de los defectos de su fisonomía, Lorenzo transmitía una profunda dignidad y aplomo. En sus ojos oscuros y ligeramente protuberantes brillaba una astucia poco común. Incluso rodeado de enemigos, Lorenzo parecía estar cómodo. Salviati, pariente de los Pazzi, no era un amigo, aunque él y Lorenzo se habían saludado como tales. El hermano mayor de los Médicis había criticado furiosamente el nombramiento de Salviati como arzobispo de Pisa, y había solicitado al papa Sixto IV que nombrase a un simpatizante de los Médicis. El Papa hizo oídos sordos a la petición de Lorenzo y después no vaciló en romper una tradición que se había mantenido durante varias generaciones, cuando despidió a los Médicis como banqueros papales, y los reemplazó por los Pazzi; una amarga afrenta a Lorenzo.
Sin embargo aquel día Lorenzo había recibido al sobrino del Papa, el cardenal Riario de San Giorgio, que solo tenía diecisiete años, como a un huésped de honor. Después de la misa en la gran catedral, Lorenzo agasajaría al joven cardenal con una fiesta en el palacio Médicis, seguida con una visita a la famosa colección de arte de la familia. Mientras tanto, permanecía atento junto a Riario y Salviati, y asentía a sus ocasionales comentarios.
«Sonríen mientras afilan sus espadas», pensó Baroncelli.
Vestido discretamente con una simple túnica de seda azul gris, Lorenzo no se había apercibido de la presencia de un par de sacerdotes con sotanas negras que se encontraban dos hileras detrás de él. El tutor de la casa Pazzi era un joven al que Baroncelli solo conocía como Stefano; un hombre un poco mayor, Antonio da Volterra, estaba a su lado. Baroncelli había cruzado su mirada con la de Da Volterra al entrar en la iglesia, y se había apresurado a apartarla; los ojos del sacerdote expresaban la misma ardiente rabia que había visto en los del penitente. Da Volterra, que había asistido a todas las reuniones secretas, también se había manifestado vehementemente en contra del «amor por todas las cosas paganas» de los Médicis, y había afirmado que la familia había «arruinado a nuestra ciudad» con su arte decadente.
Como los demás conspiradores, Baroncelli sabía que la fiesta y la visita a la colección nunca tendrían lugar. Los sucesos que ocurrirían muy pronto cambiarían para siempre el devenir político de Florencia.
A su espalda, el penitente encapuchado se balanceó sobre los pies y luego exhaló un suspiro que contenía sonidos que solo Baroncelli podía interpretar. Sus palabras quedaban ahogadas por la capucha que, echada hacia delante, oscurecía sus facciones. Baroncelli se había manifestado en contra de permitir la participación de ese hombre en el asesinato. ¿Por qué había que confiar en él? Cuanto menos fuesen los participantes, mejor; pero Francesco, como siempre, se había impuesto.
– ¿Dónde está Juliano? -susurró el penitente.
Juliano de Médicis, el hermano menor, era tan bello de rostro como feo era su hermano. «El amado de Florencia» lo llamaban; apuesto hasta tal punto, se decía, que hombres y mujeres por igual suspiraban a su paso. De nada servía tener a un único hermano presente en la gran catedral. Necesitaban a los dos, o tendrían que suspender toda la operación.
Baroncelli miró por encima del hombro el rostro en sombras de su cómplice encapuchado y no dijo nada. No le gustaba el penitente ya que había introducido una nota de farisaico fervor religioso en las reuniones, algo a tal extremo contagioso que incluso el mundano Francesco había comenzado a creer que ese día se haría la voluntad de Dios.
Él sabía que Dios no tenía nada que ver con esto; era un acto nacido de los celos y la ambición.
Francesco di Pazzi siseó a su otro lado: