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En aquella mañana de domingo, la mayoría de la gente estaba en misa; solo dos hombres que conversaban en voz baja se encontraban en la loggia. Uno de ellos -ataviado con el tabardo de lana que lo distinguía como mercader y posiblemente uno de los banqueros de los Médicis- se volvió para mirar con desagrado a Baroncelli, que agachó la cabeza, inquieto ante la posibilidad de ser visto y recordado.

Unos pasos más allá, los dos conspiradores se detuvieron delante de las grandes puertas de bronce de la entrada principal del palacio en la vía Larga. Francesco golpeó repetidamente; sus esfuerzos se vieron recompensados finalmente con la aparición de un criado, que los hizo pasar a un magnífico patio.

Así comenzó la agonía de la espera mientras iban a llamar a Juliano. De no haber estado Baroncelli atenazado por el miedo, quizá hubiese podido disfrutar del entorno. En cada esquina del patio se alzaba una gran columna unida a las demás por gráciles arcos. En cada uno de ellos había un friso con medallones de temas paganos que se alternaban con el escudo de los Médicis.

Las siete famosas palle, o bolas, estaban dispuestas en lo que se parecía sospechosamente a una corona. Según el relato de Lorenzo, las palle representaban las abolladuras en el escudo de uno de los caballeros de Carlomagno, el valiente Averardo, que había luchado y vencido a un temible gigante. Carlomagno quedó tan impresionado que permitió a Averardo diseñar su escudo de armas con el modelo de su escudo abollado. Los Médicis afirmaban descender de aquel valiente caballero, y su escudo había sido el de la familia desde hacía siglos. El grito de «Palle! Palle! Palle!» se utilizaba para reunir a sus partidarios. De Cosme el Grande se decía que incluso había marcado las celdas de los monjes con representaciones de sus bolas.

Baroncelli miró los medallones uno tras otro. En uno aparecía Atenea en la defensa de Atenas; en otro, el alado Ícaro subía hacia los cielos.

Por último, su mirada se fijó en la pieza central del patio: el David de Donatello. A Baroncelli la escultura de bronce siempre le había parecido afeminada: los largos rizos que caían de debajo del sombrero de paja de David; el cuerpo desnudo, que no mostraba la musculatura masculina. Incluso el brazo doblado con la mano apoyada en la cadera recordaba la postura de una mujer.

Ese día, en cambio, Baroncelli vio la estatua de una manera del todo distinta. Observó la frialdad en los ojos de David mientras el muchacho contemplaba la cabeza del derrotado Goliat; vio la agudeza del filo de la espada en la mano derecha de David.

«¿Qué papel me tocará interpretar hoy? -se preguntó-. ¿David o Goliat?»

A su lado, Francesco di Pazzi iba y venía con las manos entrelazadas a la espalda y con sus pequeños ojos fijos en el mármol pulido. Más valdría que Juliano apareciese pronto, pensó Baroncelli, o Francesco comenzaría a hablar solo.

Pero Juliano no apareció. El sirviente, un joven muy atractivo, además de tan bien preparado como cualquier otra pieza de la maquinaria de los Médicis, regresó con una muy bien aprendida expresión de pesar.

– Signori, tendréis que perdonarme. Lamento mucho deciros que mi amo está indispuesto y no puede recibir visitas.

Francesco apenas consiguió transformar a tiempo su rabia en una expresión más serena.

– ¡Ah! Por favor, dile a ser Juliano que se trata de algo muy urgente. -Bajó la voz como si fuese a confiar un secreto-. La comida de hoy es en honor del joven cardenal Riario, y se llevará una gran desilusión si ser Juliano no está presente. El cardenal está ahora en la catedral con ser Lorenzo, y pregunta por tu amo. Se ha retrasado la misa por este motivo, y me temo que si ser Juliano no viene con nosotros ahora, el cardenal lo tomará como una ofensa. Nadie de entre nosotros quiere que informe de esto a su tío, el Papa, cuando regrese a Roma…

El criado asintió graciosamente mientras fruncía el entrecejo. No obstante, Baroncelli intuyó que no estaba del todo convencido de la necesidad de importunar de nuevo a su amo. Francesco también se dio cuenta y presionó un poco más.

– Estamos aquí a petición de ser Lorenzo, que le ruega a su hermano que vaya, y rápido, porque todos le estamos esperando.

El joven alzó la barbilla dando a entender que había comprendido la urgencia.

– Por supuesto. Repetiré a mi amo todo lo que me han dicho.

El sirviente se marchó. Baroncelli miró a su patrón, y se maravilló ante su talento para la duplicidad.

Muy pronto se escucharon unas pisadas en la escalera de mármol que bajaba al patio; y entonces, Juliano de Médicis apareció ante ellos. A diferencia de su hermano, las facciones de Juliano eran perfectas. La nariz, aunque prominente, era recta y bien redondeada, y la mandíbula era fuerte y cuadrada; los ojos, grandes y de un color castaño dorado, estaban enmarcados por unas largas cejas que eran la envidia de todas las florentinas. Los labios carnosos y delicadamente delineados tapaban unos dientes impecables, y sus cabellos, abundantes y rizados, estaban peinados con la raya al medio y hacia atrás para destacar mejor su agraciado rostro.

Juliano, a los veinticuatro años, lo tenía todo en la vida; era joven, vivaz, bello de rostro y con una agradable voz. Su buen talante y la sensibilidad de su carácter hacían que nadie se sintiese inferior en su presencia. Su naturaleza alegre y generosa le habían granjeado el cariño de los ciudadanos de Florencia. Si bien quizá no compartía la brillantez política de su hermano, era suficientemente astuto para utilizar sus otros dones para ganarse el apoyo público. A la muerte de Lorenzo, Juliano no tendría ninguna dificultad para tomar las riendas del poder.

Durante las últimas semanas, Baroncelli había intentado despreciarlo, y había fracasado.

La débil luz de la mañana, que comenzaba a iluminar las bases de las columnas, mostró a un Juliano distinto. Llevaba los cabellos despeinados, las prendas desordenadas debido a las prisas y los ojos inyectados en sangre. Por primera vez, que recordase Baroncelli, Juliano no sonreía. Se movía lentamente, como un hombre aplastado por el peso de la armadura. «Ícaro -pensó Baroncelli- voló demasiado alto y ahora ha caído, con las alas quemadas.»

Juliano se dirigió a ellos con una voz ronca.

– Buenos días, caballeros. Me dicen que el cardenal Riario se ha ofendido por mi ausencia en la misa.

Baroncelli notó una sensación extraña en su pecho, como si su corazón se revolviese. Juliano parecía una bestia resignada a la muerte. «Lo sabe. Es imposible que lo sepa. Sin embargo… lo sabe.»

– Lamentamos mucho molestarte -replicó Francesco, con las manos alzadas en un gesto de disculpa-. Venimos a petición de ser Lorenzo…

Juliano exhaló un corto suspiro.

– Lo comprendo. Dios sabe que todos debemos intentar complacer a Lorenzo. -Reapareció un atisbo de su habitual modo de ser y añadió con lo que parecía sincera preocupación-: Solo espero que no sea demasiado tarde para asegurarle al cardenal que lo tengo en muy alta estima.

– Sí, esperemos que no sea demasiado tarde -manifestó Baroncelli con voz pausada-. La misa ya ha comenzado.

– Entonces, vayamos -dijo Juliano. Los invitó con un gesto a dirigirse de nuevo hacia la entrada. Cuando levantó el brazo, Baroncelli vio que Juliano se había vestido con tanta prisa que no llevaba la espada.

Salieron los tres al sol brillante de la mañana.

El hombre de expresión adusta que había estado esperando en la loggia levantó la cabeza cuando pasó Juliano.

– Ser Juliano -llamó-. Quiero hablar contigo; es muy importante.