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Juliano se volvió hacia él y lo reconoció.

– El cardenal -insistió Francesco, desesperado, y luego se dirigió al interlocutor de Juliano-. Buen hombre, ser Juliano llega tarde a una cita urgente y te ruega que lo disculpes. -Dicho esto, sujetó a Juliano de un brazo y lo arrastró por la vía Larga.

Baroncelli los siguió. Se asombraba de que, pese a su terror, las manos ya no le temblaran, y que el corazón y la respiración volvieran a ser normales. Francesco y él bromearon, rieron y jugaron a ser buenos amigos que intentaban animar a un tercero. Juliano sonreía débilmente en respuesta a sus esfuerzos pero se retrasaba, así que los dos conspiradores convirtieron en un juego empujarlo y arrastrarlo.

– No debemos tener al cardenal esperándonos -repitió Baroncelli por lo menos tres veces.

– Por favor, di, querido Juliano -le rogó Francesco, al tiempo que sujetaba al joven de la manga-. ¿Por qué suspiras tanto? No me digas que te ha robado el corazón alguna muchacha indigna.

Juliano bajó la mirada y sacudió la cabeza; no a modo de respuesta, sino como una indicación de que no deseaba hablar de ello. Francesco lo descartó de inmediato. Sin embargo, en ningún momento aflojó el paso, y en cuestión de minutos llegaron a la entrada principal de la catedral.

Baroncelli se detuvo. Ver que Juliano se movía con tal lentitud, como si soportase una pesada carga, le inquietaba. Fingió un impulso y abrazó con fuerza al joven Médicis.

– Querido amigo, me preocupa verte desgraciado. ¿Qué podemos hacer para alegrarte?

Juliano forzó de nuevo una sonrisa y apenas sacudió la cabeza.

– Nada, querido Bernardo, nada -respondió, y siguió a Francesco al interior de la catedral.

Baroncelli, mientras tanto, había conseguido calmar su inquietud: Juliano no llevaba coraza debajo de la túnica.

4

En aquella mañana de finales de abril, Juliano se enfrentaba a una terrible decisión. Debía escoger a cuál de las dos personas que más amaba en el mundo destrozaba el corazón. Uno de los corazones pertenecía a su hermano, Lorenzo; el otro, a una mujer.

Aunque era un hombre joven, Juliano había tenido muchas amantes. Su ex amante, Simonetta Cattaneo, esposa de Marco Vespucci, había sido considerada la mujer más hermosa de Florencia hasta su muerte, dos años atrás. Había escogido a Simonetta por su belleza; era de huesos delicados y rubia, con una cabellera de rizos dorados que caían hasta por debajo de la cintura. Era tan bella que la habían llevado a la tumba con el rostro a la vista. Por respeto al marido y a la familia, Juliano había presenciado el entierro desde lejos, pero había llorado con ellos.

No obstante, nunca había sido fiel. Había coqueteado con otras mujeres y, de vez en cuando, había disfrutado con los talentos de las prostitutas.

Ahora, por primera vez en su vida, Juliano deseaba a una única mujer: Anna. Era atractiva y elegante, por supuesto, pero había sido su inteligencia lo que lo había cautivado; su manera de disfrutar la vida y la grandeza de su corazón. La había conocido poco a poco, a través de sus conversaciones en banquetes y fiestas. Ella nunca había flirteado, nunca había intentado conquistarlo; al contrario, había hecho todo lo posible por desalentarlo. Pero ninguna de las docenas de nobles damas florentinas que suspiraban por su afecto podían compararse con ella. Simonetta era insulsa; Anna tenía el alma de una poetisa, una santa.

Su bondad hacía que a Juliano su vida pasada le pareciera repugnante. Había abandonado a todas las demás mujeres y solo buscaba la compañía de Anna; se moría por complacerla solo a ella. Su visión bastaba para que desease suplicar su perdón por sus pasados excesos carnales. Ansiaba su gracia más que la de Dios.

Le pareció un milagro cuando ella por fin le confesó sus sentimientos: que Dios los había creado el uno para el otro, y que era una cruel broma que ella ya perteneciera a otro hombre.

Aunque el amor que sentía por él era apasionado, todavía era mayor su amor por la pureza y la decencia. Pertenecía a otro, a quien se negaba a traicionar. Admitió sus sentimientos hacia Juliano, pero cuando él la arrinconó durante el carnaval en casa de su hermano y le suplicó que se entregase a él, ella lo rechazó. «El deber -dijo-. La responsabilidad.» Habló como Lorenzo, que siempre insistía en que su hermano debía procurarse una boda ventajosa y casarse con una mujer que aportara aún más prestigio a la familia.

Juliano, acostumbrado a tener siempre todo lo que quería, intentó buscar el modo de superar sus resistencias. Suplicó que al menos una vez se reuniese con él en privado; solo para escucharlo. Ella dudó, pero al final aceptó. Se reunieron una vez, en el apartamento de la planta baja del palacio Médicis. Ella aceptó los abrazos, los besos, pero no fue más allá. Juliano le rogó que abandonara Florencia, que se marchase con él, pero Anna se negó.

«Él lo sabe -le dijo con voz angustiada-. ¿Lo comprendes? Lo sabe, y no puedo soportar herirlo todavía más.»

Juliano era un hombre decidido. Ni Dios ni las convenciones sociales podían detenerlo una vez que había tomado una decisión. Por Anna, estaba dispuesto a renunciar a un matrimonio respetable; por Anna, estaba dispuesto a soportar la censura de la Iglesia, incluso la excomunión y la perspectiva de la condena eterna.

Por lo tanto, le hizo un atrevido planteamiento: Anna se iría con él a Roma, y se alojaría en una casa de la familia. Los Médicis tenían relaciones en el entorno del Papa; él conseguiría la anulación. Se casaría con ella. Tendrían hijos.

Anna pareció dubitativa y se llevó las manos a la boca. Él la miró a los ojos y vió su sufrimiento, pero también una chispa de esperanza.

«No lo sé, no lo sé», respondió ella. Juliano dejó que volviese con su marido mientras tomaba una decisión.

Al día siguiente, fue a ver a Lorenzo.

Se despertó temprano y fue incapaz de dormirse de nuevo. Todavía era de noche -faltaban dos horas para el amanecer- pero no le sorprendió ver que había luz en la antecámara de su hermano. Lorenzo estaba sentado a su mesa con la mejilla apoyada en un puño, mientras leía con expresión ceñuda una carta que sostenía junto a la lámpara.

Lo habitual habría sido que Lorenzo alzara la mirada, convirtiera el ceño fruncido en una sonrisa y lo saludara; sin embargo, ese día parecía estar de pésimo humor. No lo saludó; apenas miró a Juliano, y volvió a concentrarse en la carta. Su contenido era aparentemente la causa de su enfado.

Lorenzo podía ser en ocasiones terriblemente empecinado, preocuparse excesivamente por las apariencias y ser fríamente calculador cuando se trataba de política. A veces se comportaba como un dictador respecto a la actitud de Juliano y a las personas que este frecuentaba. Pero también podía ser absolutamente indulgente, generoso, y atento a los deseos de su hermano menor. Aunque Juliano nunca había deseado poder, Lorenzo siempre compartía la información con él, siempre comentaba con él las ramificaciones políticas de todos los acontecimientos ciudadanos. Era obvio que Lorenzo quería a su hermano profundamente y que con mucho placer hubiese compartido con él el control de la ciudad, de haber mostrado Juliano algún interés.

Ya había sido muy duro para Lorenzo perder a su padre y verse forzado a asumir el poder cuando era muy joven. Era verdad que tenía talento para ejercerlo, pero Juliano podía ver el desgaste. Después de nueve años, el esfuerzo era evidente. Las arrugas surcaban su frente; las bolsas debajo de los ojos eran cada vez más profundas.

Una parte de Lorenzo se regocijaba con el poder y se deleitaba aumentando la influencia de la familia. El banco de los Médicis tenía sucursales en Roma, Brujas, y la mayoría de las grandes ciudades europeas. Sin embargo, Lorenzo a veces se sentía abrumado por las exigencias de ser el gran maestro. En ocasiones, se quejaba: «No hay nadie en esta ciudad que quiera casarse sin mi bendición». Algo muy cierto. Aquella misma semana había recibido una carta de una congregación rural de Toscana que suplicaba su consejo. Los monjes habían decidido encargar la estatua de un santo; dos escultores pretendían conseguir el trabajo. ¿El gran Lorenzo tendría la amabilidad de dar su opinión? Estas misivas se amontonaban en grandes pilas todos los días; Lorenzo se levantaba con el alba y las respondía de su puño y letra. Se preocupaba por Florencia como haría un padre por un hijo tonto, y dedicaba todo el tiempo necesario a fomentar su prosperidad y los intereses de los Médicis.