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Su presencia transmitía tanta esperanza que se apresuró a ir a su encuentro, y la abrazó, para dejar que penetrase en él. En aquel instante, Juliano supo que no podía negarle nada, que ninguno de los dos podía escapar de la rueda que se había puesto en movimiento. Las lágrimas que asomaron a sus ojos no eran de alegría, sino de pesar por Lorenzo.

Anna y él permanecieron juntos menos de una hora; hablaron poco, pero lo suficiente para que Juliano le indicase el lugar y la hora. No fue necesario decir nada más.

Cuando se marchó y se llevó con ella la luz y la confianza de Juliano, él volvió a sus aposentos y pidió vino. Bebió sentado en la cama y recordó, con extraordinaria claridad, un episodio de su infancia.

Tenía seis años cuando con Lorenzo y dos de sus hermanas mayores, Nannina y Bianca, fueron de excursión a las orillas del Arno. Al cuidado de una esclava circasiana, viajaban en un carruaje a través del ponte Vecchio, el puente construido por los romanos un milenio atrás. Nannina estaba entusiasmada con los talleres de joyería que bordeaban el puente; se casaría muy pronto y ya le interesaban las cosas de mujeres.

Lorenzo se mostraba sombrío e inquieto. Hacía muy poco que acaba de asumir las responsabilidades de los Médicis; el año anterior había comenzado a recibir cartas que solicitaban su patronazgo, y su padre, Pedro, había enviado a su hijo mayor a Milán y a Roma en viajes relacionados con asuntos políticos. Era un muchacho poco agraciado, de ojos grandes y oblicuos, de barbilla sobresaliente, y cabellos color castaño que le caían en un bien recortado flequillo sobre la frente pálida y estrecha; sin embargo, la inteligencia y la sensibilidad que brillaban en sus ojos le conferían un extraño atractivo.

Llegaron al barrio de Santo Spirito. Juliano recordó los grandes árboles y un extenso prado que bajaba hasta el plácido río. Allí, la esclava extendió un mantel sobre la hierba y dispuso la comida para los niños. Era un día cálido de finales de primavera con unas pocas nubes en el cielo, aunque el día anterior había llovido. El Arno era una cinta de plata donde lo iluminaba el sol, y de color plomo en las sombras.

El malhumor de Lorenzo apenaba a Juliano. Le parecía que su padre quería convertir a su hermano en un adulto antes de tiempo. Por lo tanto, para hacerle reír, Juliano corrió hasta la orilla, sin hacer el menor caso de los gritos airados de la esclava, y comenzó a chapotear totalmente vestido.

Sus payasadas dieron resultado; Lorenzo lo siguió, con grandes risas, vestido con la túnica, la capa y las zapatillas. Para entonces, Nannina, Bianca y la esclava les reñían a voz en cuello. Lorenzo no prestó atención. Era buen nadador, y rápidamente se alejó de la orilla y se sumergió en el agua.

Juliano lo siguió, pero, al ser más joven, se quedó atrás. Vio cómo Lorenzo tomaba aire y desaparecía bajo la superficie gris. Como no reapareció inmediatamente, Juliano comenzó a dar pisotones y a reír, a la espera de que su hermano se acercase por debajo del agua y le cogiese por los pies en cualquier momento.

Pasaron los segundos. Las risas de Juliano dieron paso al silencio, luego al miedo; comenzó a llamar a su hermano. En la orilla, las mujeres, que no podían meterse en el agua a causa del peso de los vestidos, comenzaron a dar voces.

Juliano solo era un niño. Aún no había superado el miedo a sumergirse, pero el amor por su hermano lo empujó a tomar aire y hundirse debajo del agua. El silencio lo asombró; abrió los ojos y miró en la dirección donde había estado Lorenzo.

Las aguas estaban fangosas debido a las lluvias del día anterior. A Juliano le ardían los ojos mientras buscaba. No veía más que una gran forma oscura a cierta distancia, a bastante profundidad. No era humana -no era Lorenzo- pero era lo único visible, y el instinto le dijo que se acercase. Salió a la superficie, tomó aire y volvió a sumergirse de nuevo.

Debajo de la superficie había un árbol tumbado que tenía la longitud de tres hombres altos.

Le ardían los pulmones; sin embargo, la seguridad de que Lorenzo no podía estar muy lejos hizo que siguiese adelante. Con un último y doloroso esfuerzo, llegó hasta las ramas y apoyó la mano en la lisa superficie del tronco.

De pronto, comenzó a marearse y le zumbaron los oídos; cerró los ojos y abrió la boca, desesperado por llevar aire a los pulmones. No lo consiguió; en cambio tragó la sucia agua del Arno. La vomitó al instante, pero los reflejos hicieron que tragase más.

Juliano se ahogaba.

Aunque era un niño, comprendió claramente que se moría. Esto hizo que abriese los ojos para echar una última mirada a este mundo y llevársela con él al cielo.

En aquel instante se abrieron las nubes, y los rayos de sol iluminaron el agua con tanta fuerza que brillaron las partículas en suspensión y permitieron que Juliano viera lo que tenía delante.

A la distancia de un brazo se encontraba Lorenzo. La túnica y la capa se habían enganchado en una de las ramas, y en sus esfuerzos por soltarse, solo había conseguido quedar más atrapado.

Ambos hermanos tendrían que haber muerto entonces. Pero Juliano rezó, con toda su inocencia infanticlass="underline" «Dios, permite que salve a mi hermano».

Aunque parecía imposible, Lorenzo desenganchó las prendas de la rama, sujetó las manos de Juliano y ambos salieron a la superficie.

A partir de aquel momento, los recuerdos de Juliano eran borrosos. Solo recordaba algunos momentos: de él mismo cuando vomitaba en la hierba de la orilla mientras la esclava le daba palmadas en la espalda; de Lorenzo, empapado y tembloroso, envuelto en el mantel de lino; de las voces que gritaban: «¡Hermano, habla!». De Lorenzo en el carruaje durante el viaje de regreso a la casa, furioso, y con lágrimas en los ojos: «¡Nunca más arriesgues tu vida por mí! ¡Podías haber muerto! ¡Padre nunca me lo perdonaría!».

Pero el tácito mensaje era muy claro: Lorenzo nunca se hubiese perdonado a sí mismo.

Al recordar el incidente, Juliano bebió el vino sin apreciarlo. Habría entregado su vida por salvar a Lorenzo, del mismo modo que Lorenzo habría sacrificado la suya sin pensarlo ni un instante por salvar a su hermano menor. A Juliano le parecía una burla que Dios le hubiese hecho un regalo tan hermoso como era el amor de Anna, solo para exigirle que hiriese al hombre que más quería.

Juliano continuó bebiendo mientras miraba cómo oscurecía y después amanecía para iniciar el día en que se marcharía a Roma. Siguió sentado en su habitación hasta la llegada de los insistentes visitantes: Francesco di Pazzi y Bernardo Baroncelli. No podía imaginar por qué el cardenal Riario tenía tanto interés en que asistiese a la misa; pero si Lorenzo había reclamado su presencia, esa era una razón más que suficiente.

Deseó, con súbito optimismo, que Lorenzo hubiese cambiado de parecer, que su enojo se hubiese disipado y ahora estuviese más dispuesto a aceptar los hechos.

Así que Juliano se obligó a levantarse y, como un buen hermano, atendió a la llamada.

5

Baroncelli titubeó en la puerta de la catedral; había recuperado la sensatez por unos momentos. Ahora tenía la oportunidad de escapar del destino; era la ocasión, antes de que se escuchase una voz de alarma, para correr de regreso a su casa, montar en su caballo y marcharse a cualquier reino donde tanto los conspiradores como las víctimas no tuviesen ningún poder. Los Pazzi eran poderosos y tozudos, capaces de montar una persecución en toda regla, pero ni de lejos podían compararse en influencias y tesón con los Médicis.

Ante él, Francesco se había vuelto para llamar a Baroncelli con una mirada asesina. Juliano, aún sumido en su pena interior, no prestaba atención, y flanqueado por un titubeante Baroncelli, siguió a Francesco al interior. Baroncelli tuvo la sensación de que acababa de cruzar el umbral entre la razón y la locura.

Dentro, el aire viciado de humo hedía a incienso y sudor. El enorme interior del santuario estaba en penumbra, excepto alrededor del altar, que resplandecía con la luz de la mañana que entraba por los grandes vitrales de la cúpula.