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– Sí-dije, pero todavía me sentía cansado. Bajé los ojos para mirar el pedido de pergamino que aún tenía sobre las rodillas-. ¿Lo queréis?

– Sí, claro. -Bernard Gui se levantó y se sacó una bolsita de cuero llena de monedas de debajo del hábito-. Cóbrate el importe de esa cantidad, si quieres.

– ¿El pago del soborno?

– El pago del soborno, siempre y cuando sea posible comprar a esos idiotas. -Me dio la bolsita y cogió el pergamino a cambio. Nos pusimos los dos de pie, frente a frente, muy cerca. Olía a espliego-. ¿Hay algo más que quieras saber?

– ¿No tenéis más nombres? Nombres de beguinos.

– Lamento decir que no. Sólo Vincent Hulart.

Asentí.

– Ándate con mucho cuidado, Helié. Si mataron de veras a Jacques, quizá corras la misma suerte. No te pongas en situación de peligro. -Reposó en mi hombro la mano que tenía libre, bajó la cabeza y buscó y retuvo mi mirada-. Si te sientes amenazado, vienes aquí -me instruyó-. No acudas al arzobispo ni al vizconde ni a ninguna iglesia. Vienes directo aquí. Yo hablaré con el prior y él dará órdenes al portero; si necesitas protección, tendrás siempre abiertas las puertas, de día y de noche.

Dudé de encontrarla en un futuro si el desabrido portero debía ofrecérmela. Pero no dije nada. Me pareció por un momento que Bernard Gui escudriñaba las profundidades de mi cerebro con sus ojos inquisitivos. Después se inclinó hacia mí y me besó en ambas mejillas.

– No te retendré más tiempo -dijo-. Me ha gustado volver a verte…, saber que sigues bien. Estaba preocupado por ti, Helié. -Me sujetó con fuerza el hombro-. La próxima vez que desaparezcas, no pongas tanto empeño en ello. ¿Cómo podría velar por mi servidor más preciado?

Se quedó largo rato con los ojos clavados en mi rostro. Después se irguió, farfulló unas rápidas palabras de bendición y abandonó la habitación. Al poco rato, el hosco portero, el hermano Henri, me mostró el camino de salida entre gruñidos y sonidos inarticulados. Si hubiera venido de vaciar un cubo de excrementos en un montón de mierda, no se habría mostrado más áspero conmigo.

Debía de existir alguna regla con respecto a la puerta exterior del priorato y sobre quiénes podían cruzarla. Sabía que los dominicos se atenían a muchas normas estrictas, pero me inclino a creer que si mi maestro no me acompañó hasta aquella puerta fue por otra razón. Tal vez me equivoque, pero quería demostrarme que estaba contrariado conmigo. A ningún inquisidor le gusta perder el rastro de nadie. Se enorgullece de tener siempre un ojo despierto.

No debía de gustarle que su familiar se le escapase como yo me había escapado durante tantos años.

V

El último día de la primera semana de Cuaresma

Esta mañana, Hugues Moresi, mi inquilino, ha ido a buscar un cura para que atienda a su madre. Pero su madre no ha muerto. Tampoco Hugues ha creído ni por un momento que estuviese en peligro de muerte. Simplemente le contrariaba que el cura fuera a su casa, pues, según ha dicho, lo único que quieren los curas es «limosna para los pobres». Me ha sorprendido la manera que ha tenido Hugues de expresarse sobre el tema.

– Dinero, dinero, dinero -ha refunfuñado-. No quieren otra cosa que dinero, esos curas. ¡Y después se extrañan de que tanta gente respete a los beguinos!

– Pero el dinero es para los pobres -ha protestado su mujer, quizá con una vehemencia excesiva forzada por mi presencia.

A lo que Hugues ha respondido con una risotada.

– El dinero va a parar a la panza de los curas, y que los pobres se coman lo que cagan -ha proseguido.

Hay que ver la de cosas que a veces dice la gente delante de desconocidos. Porque, al fin y al cabo, ¿qué sabe él de mí? Que hago pergaminos. Que esa casa es de mi propiedad. Y que no tengo mujer ni hijos.

Su esposa y sus hijos se habían congregado junto a la cama de su madre cuando he llegado. Yo he ido a buscar a mi aprendiz y me he encontrado ante el lecho de una moribunda… o eso he creído en un primer momento. La anciana parecía muy enferma. Su nuera lloraba. Todos los hijos se habían reunido a su alrededor para rezar. Y Hugues Moresi seguía negándose a ir a buscar a un cura.

– No se va a morir -ha insistido-. Tres veces cada invierno se cree que va a morir, pero no se muere nunca.

Sin embargo, cuando ha visto que la respiración se ha convertido en estertor, se ha avenido, de buen grado o por la fuerza, a llamar al cura. Ha dicho a Martin que fuera corriendo a San Sebastián a buscar a un sacerdote. Pero yo me he mostrado irreductible. Le he dicho que mi aprendiz cobraba por su trabajo y que yo lo necesitaba en mi obrador.

Al final, Hugues ha enviado a su hijo mayor a por el cura. Martin, por su parte, no mostraba una inclinación especial a seguir en la cabecera de la cama de su abuela. De haber visto en él esa inclinación, seguramente le habría dado permiso, pero creo que los jóvenes, en realidad, no lo pasan nada bien junto al lecho de un moribundo ni sacan provecho alguno de esa experiencia. Uno de los recuerdos más dolorosos que conservo es el del lecho de muerte de mi madre, bendecida por un «hombre bueno» cátaro y privada posteriormente de alimento y agua hasta que expiró. Los cataros consideraban que ésa era una buena muerte. Según ellos, las bendiciones y el ayuno aseguraban a mi madre la entrada directa al Cielo. Debo reconocer de todos modos que lo más probable es que no hubiera podido comer ni beber en aquellas últimas horas de su vida, puesto que se encontraba inconsciente y apenas podía respirar, ya no digamos tragar. Aun así, fue una inmensa pena. Y como yo sólo tenía siete años, lo que vi se quedó planeando sobre mí y me dejó muy turbado.

He creído que tenía que evitar que Martin pasara por un trance como aquél. Es un muchacho delicado y es evidente que ha sufrido mucho con las palizas de su padre. Los otros chicos de la familia son más fuertes y se encargan de transmitir a sus hermanas y amigos los golpes que reciben. Así transforman el miedo en violencia. Pero Martin se guarda dentro las palizas que recibe… o así ocurría antes. Antes de que yo interviniera. Ahora habla con más libertad y lo que dice suena a veces muy sensato.

No es un chico al que se le puede dejar como espectador de una muerte lenta y dolorosa sin que pague después las consecuencias.

Así pues, me lo he llevado arriba y le he dicho que restregara con cal el pergamino grasiento mientras yo me encargaba de cortar y marcar. Hacía bastante tiempo que no ponía los pies en mi cocina y me ha sorprendido lo limpia y pulcra que la he encontrado. La esposa de Hugues es una buena mujer, sobre todo teniendo en cuenta el trato que recibe. ¿Será que el maltrato es la razón de su eficiencia? Seguro que eso piensan los hombres como Hugues; es habitual que los cabezas de familia digan que hay que sacudir a conciencia a las mujeres si quieres que trabajen. Por mi parte, como nunca he tenido mujer, no tengo opinión formada sobre el asunto.

En cualquier caso, una cosa es segura: si me hubiera casado con Allemande, no le habría pegado. Bastante le habían pegado ya; además, de poco le había servido.

Pero todo esto no tiene nada que ver. Lo importante ha sido la visita del cura. Después de ponernos a trabajar, mi aprendiz y yo nos hemos quedado mucho rato en silencio. Desde la ventana he visto llegar al cura y lo he reconocido. Era Anselm Guiraud, el canónigo de San Sebastián. Pero como la hija de Hugues lo ha hecho entrar por la puerta delantera, no se lo he dicho a mi aprendiz. No quería distraer a Martin de su trabajo. He pensado que era mejor que se evadiese ocupándose con lo que tenía entre manos, en lugar de descuidar lo que hacía para prestar oído a los sollozos y muestras de dolor que subían de abajo. Aunque trabaja bien