y cabe esperar de él que se concentrará en lo que hace, la muerte puede convertirse en un motivo de gran distracción.
He esperado a que dejase descansar los brazos cansados para abrir la boca y hablar. Y ha sido en respuesta a una pregunta que él me ha hecho. Martin ha visto que nuestro vecino Adhemar volvía a casa. Y se ha preguntado en voz alta adonde podía haber ido.
– ¿A la iglesia, quizás? -ha apuntado Martin-. ¿O a la Rué Aludiere, a comprar cuero?
– No. -También yo había visto salir a Adhemar-. Ha ido al barrio de los cardadores de lana. Se le ha prendido pelusa en los bordes del jubón. -Tras empuñar las tijeras, he cortado un gran folio en dos porciones más pequeñas-. Si tiene que ir a ver a Astruga Ruffi, se pondrá una saya más corta.
– ¿Astruga Ruffi? -Martin me ha mirado, sorprendido-. ¿Por qué ha de ir a verla?
– ¿A ti qué te parece?
– ¡Está casado!
– Y ella también. Con un cardador.
– Pero…
– Hace años que los veo, Martin. A él o a ella entrando y saliendo de casa de ella o de él a todas horas. Pero ahora que ella se ha casado, se les han puesto las cosas más difíciles. Un día verás a Adhemar sin la nariz o sin una oreja. Te lo garantizo.
Martin me ha mirado, asustado.
– Vos lo sabéis todo -ha dicho.
– Te aseguro que no.
– Bueno, todo no -se ha corregido-. No sabéis latín. Pero sabéis qué hace la gente. Y de dónde viene. Y adonde va.
– Porque los vigilo de cerca. El campesino vigila el cielo y los sembrados. Todo se reduce a vigilar y a recordar.
– Yo tengo buena vista. Eso dice mi padre.
– Tienes los ojos de tu madre -le he dicho, porque creo que es verdad; de todos sus hijos, Martin es el que más se parece a su madre. Tiene su tez, sus ojos castaños, sus cabellos negros, su piel olivácea-. Pero la agudeza visual no lo es todo -le he explicado-. Es necesario, además, entender lo que se ve.
En ese momento, he oído pasos que subían por la escalera. Me he levantado para recibir al visitante, que ha resultado ser Anselm Guiraud, el cura. Estaba jadeante por el esfuerzo y me he preguntado por qué no ha enviado a uno de los chicos de abajo a buscarnos.
Como es natural, he pensado que el final de la madre de mi inquilino estaba acercándose.
– No, no -ha dicho, jadeante, al preguntarle si necesitaban a Martin abajo-. No, todavía no le ha llegado su hora. Lo he visto enseguida… Tengo alguna experiencia en ese tipo de cosas, como podéis suponer. -Se ha apoyado en el muro sin dejar de jadear y ha echado una mirada alrededor-. Tenéis una buena casa, maestro Helié. Espaciosa, además. ¿Coméis con vuestros inquilinos?
– Ellos me traen la comida -he replicado y después he esperado tranquilo-. Me pagan alquiler por la cocina.
– Pues es un buen trato, teniendo en cuenta que no tenéis mujer.
– Así es.
Ha asentido con el gesto. Se me ha ocurrido que debía de haber subido para intentar recoger más dinero para limosnas; así pues, me he dispuesto, no sin un suspiro de resignación, a dárselo. Sé que no es prudente contrariar a los.curas. Me he propuesto comprar con dinero la opinión que la mayoría de los sacerdotes del vecindario puedan hacerse de mí. Y también la de muchos monjes. Sólo tengo cerrada la bolsa para los franciscanos, porque últimamente no se han hecho querer por el resto de la Iglesia.
No quiero decir con ello que todos los franciscanos estén abocados al desastre, me refiero solamente a la facción espiritual. Y hay que tener en cuenta que la mayoría de sus miembros abandonaron Narbona hace mucho tiempo. El mismo año que llegué aquí, el Papa convocó en Aviñón a cuarenta y cinco de ellos, a los que dispersó a continuación a lejanas cárceles y abadías. (O a los que optaron por retractarse para no ir a la hoguera.) Pese a todo, en el priorato de Narbona sigue subsistiendo un resabio espiritual y no quiero que me asocien ni de lejos con él.
De todos modos, si los franciscanos están tan imbuidos del concepto de la Santa Pobreza, estoy seguro de que mi dinero no les puede interesar.
– Me alegra volveros a ver en vuestra casa -me ha dicho el sacerdote, dándome tiempo con ello a rectificar mi opinión.
No quería limosnas. Simplemente sentía curiosidad en relación con nuestro último encuentro, cuando fue testigo de mi detención y me puso en manos de Jean de Beaune.
– Me ha dicho Hugues que el inquisidor de Carcasona os confundió con otro -ha observado-. ¿Es verdad?
He asentido con el gesto.
– ¿No era vuestro nombre, pues, el que figuraba en el requerimiento?
– Sí, pero era un error -he replicado-. El escribano escribió «Seguier» en lugar de «Seguet».
– ¿Y quién es Helié Seguet?
– No tengo ni idea, padre.
– Pues será un beguino -ha observado el sacerdote-. Porque no hay nada que el inquisidor de Carcasona persiga con más diligencia que a los beguinos.
– Sí -he respondido.
– He oído decir que tiene intención de quemar pronto a unos cuantos.
Me ha parecido que el cura me observaba con más interés del que quizá merezco, lo cual me ha puesto en guardia.
Seguramente lo único que se preguntaba era si había sobornado a alguien para librarme de la cárcel, pero soy cauto siempre que compruebo que despierto interés.
– Según los rumores, dentro de pocas semanas habrá un sermo generalis. El día de la fiesta de San Benito. Habéis tenido suerte de que el inquisidor se equivocara.
– De medio a medio -he declarado con firmeza-. Yo soy un hijo fiel de la santa Iglesia romana, padre, como bien sabéis vos.
Y para demostrárselo, le he dado una pequeña cantidad de dinero. Simplemente unas monedas de cobre, las suficientes para sacármelo de delante.
En cualquier caso, la noticia valía su precio. Me complacía haberme enterado de que pronto habría un sermo generalis. Si Jean de Baune ha decidido quemar a unos cuantos beguinos, aparecerán otros. Es inevitable. Allí donde se quema un hereje, siempre hay algún amigo suyo entre la multitud. Por eso yo había recomendado más de una vez a mi maestro que cribara con suma cautela los lugares donde se hacían los sermones generales y tomara buena nota de cualquier conducta extraña que observara. No quiero decir con esto que todos los que lloran o rezan en esos espectáculos tengan que ser invariablemente herejes. Hay hombres piadosos que lloran entristecidos al ver que un alma se niega a arrepentirse y emprende el camino del Infierno. Hay buenos católicos que rezan con fervor para que el pecador moribundo acabe viendo la luz de la Verdad. Pese a ello, conviene vigilar siempre a aquellos espectadores que, una vez terminado todo, se quedan remoloneando, injurian a los soldados que recogen los cadáveres socarrados, tratan incluso de recuperar restos de cabellos o de ropa incinerados a medias antes de ser totalmente consumidos. Son conductas muy sospechosas que vale la pena investigar.
Debería confesar que mi consejo en esta materia nunca fue muy atendido. Tal vez el problema estribe en la curiosa costumbre de dejar a los herejes condenados bajo la custodia de las autoridades seculares. No corresponde al inquisidor el papel de matar, como tampoco a la Iglesia. Es una responsabilidad que debe recaer en el señor local o en un rey, cuyo interés en la persecución de los herejes, o incluso en mantener una mirada vigilante sobre el escenario de la ejecución, suele ser tibio. Sabe Dios que sería difícil echar las culpas al brazo secular tildándolo de falta de dedicación. Pocos son los hombres sensatos que se dejarían ver junto a un cadáver quemado más tiempo del necesario y entiendo muy bien que cualquier guarda involucrado en un sermo sienta el deseo de retirarse a un rincón con una jarra de vino en cuanto termina la ceremonia.
A pesar de todo, creo de veras que tengo razón. Y demostraré la sabiduría de mi punto de vista en la fiesta de San Benito, cuando presencie el espectáculo del sermo de Jean de Beaune. Tal vez al observar a la multitud asistente descubra a un posible beguino. Lo espero realmente, pues hasta ahora todos mis esfuerzos han acabado en nada.