Podríais argüir que he mostrado falta de entusiasmo por la tarea encomendada. Es un hecho que me acerco a ella con espíritu turbado. A mí, los beguinos no me han hecho ningún daño. No son enemigos míos; los cataros, en cambio, lo fueron. Al perseguirlos, tampoco ayudo a mi maestro en sus rondas diarias, ya que los beguinos de Narbona constituyen un campo que corresponde a Jean de Beaune y yo a él no le debo nada.
Por otra parte, aún debo menos a los beguinos, que parecen afectados por la misma desbocada arrogancia que caracteriza a todos los demás grupos heréticos. Además, sé cómo protegerme. Sé que mi seguridad no sólo depende de agradar a los inquisidores, sino también de proceder con la máxima cautela. Prefiero ser lento, pero seguro, que rápido y torpe. Si no he avanzado mucho en la última semana, no es porque me sienta reacio a actuar, sino a actuar de una manera descuidada o imprudente.
En principio, habría podido hacer indagaciones con el cura de San Pablo; sin embargo, preferí abstenerme. Ese cura sabe de Jacques. Tiene instrucciones para recibir su informe. Y ahora es Jacques quien ha desaparecido. ¿Acaso este hecho no merece de por sí un enfoque cauteloso? Aun cuando dudo mucho de que el sacerdote tenga que ver con la desaparición de Jacques, nunca se peca de excesiva cautela en asuntos como éste.
A pesar de todo, hace unos días que estuve en el Bourg y me acerqué a la iglesia de San Pablo. Quise ver si algo me llamaba la atención por lo insólito o inesperado. Estuve atento a si oía mencionar los nombres de Hulart o de Bonet mientras transitaba por las calles del sector. A veces uno se tropieza con la información más valiosa prestando oído a las oraciones que se rezan en una iglesia o a unas conversaciones junto a una fuente. Fue casi como si esperase encontrarme con Jacques en persona al salir furtivamente del hospicio de San Pablo o al entrar en la panadería.
Pero no tuve suerte. En esa parte de la ciudad no me enteré de nada: poco tiempo y día desgraciado. Llovía y, cuando llueve, la gente no se para a cotorrear en plena calle. Camina deprisa y con la cabeza gacha; sólo tiene ganas de recogerse en su madriguera.
De regreso a la Cité, pasé por la Casa de Cambios de los Mercaderes. Un sitio para demorarse siempre que uno vaya bien vestido; está atestada de comerciantes, notarios, cambistas y hombres de mar que se pasan horas enteras conversando,, sentados o de pie, en las amplias salas abovedadas. Cierran tratos, conciertan acuerdos, invierten dinero y firman contratos. Los muros de piedra de las espaciosas salas resuenan con las conversaciones, las risas, el tintineo de las monedas. Unos hombres de rostro lívido garrapatean, apresurados, en los gigantescos registros comunales de las transacciones, sujetos a los muros con cadenas como si de prisioneros se tratase. Los cambistas hacen alarde de su riqueza y la exhiben en mesas cubiertas de tela carmesí, mientras muestran sus cartularios de cuero repujado. Son tantas las cosas que atraen la mirada y el oído que uno puede pasar inadvertido entre la ruidosa multitud aunque tenga que formular preguntas.
No es raro buscar un acreedor o un deudor en la Casa de Cambios de los Mercaderes. No tuve más que acercarme a uno de los atareados notarios que allí había.
– Busco a Vincent Hulart. ¿Podéis decirme dónde puedo encontrarlo? -Ésa fue la simple pregunta que hice.
Sin levantar los ojos, los notarios me facilitaron toda suerte de útiles indicaciones: dónde estaba su casa, el nombre de su primo, a qué se dedicaba. Vincent Hulart comercia con especias. Vive en la Rué de la Parerie Neuve. Su primo, Berengar Blanchi, vive con él.
Ninguno de los dos estaba ayer en la Casa de Cambios de los Mercaderes. Y si Vincent Hulart estaba en su casa, yo por lo menos no lo vi. Pasé por delante de su casa antes de volver a la Cité, pero estaba más silenciosa que una tumba. Y lo mismo la calle donde se encuentra. No iba a pararme a observar, puesto que habría levantado sospechas.
Iba a ser realmente difícil hacer averiguaciones en torno a Vincent Hulart. No tengo una razón legítima para abordarlo. ¿Qué intereses pueden tener en común un fabricante de pergaminos y un comerciante de especias? Tampoco tenemos amigos ni parientes comunes. No frecuentamos la misma iglesia. Vivimos en barrios diferentes de la ciudad, separados por un río y una muralla doble.
Mi único camino posible es arriesgado. Faltan dos semanas para que se cumpla el aniversario de la muerte de Pierre Olivi. Creo recordar que, a mediados de marzo, cuando los huesos de Olivi todavía estaban enterrados junto al altar de la iglesia franciscana, aquél era un lugar de reunión de mucha gente. Si Vincent Hulart es beguino -o si conoce algún beguino- seguramente hará algo para conmemorar el fallecimiento de Pierre Olivi. Seguro que ese día se organiza en su casa alguna celebración. La pregunta que me hago es la siguiente: ¿cómo vigilaré la casa sin llamar la atención de nadie?
Tengo que reflexionar sobre la cuestión.
VI
Hoy, después de muchos preparativos, he montado guardia delante de la casa de Vincent Hulart desde el amanecer hasta que ha anochecido.
Le he dicho a Martin que tenía que visitar ciertos claustros fuera de las murallas de la ciudad: los de San Félix, San Esteban, San Martín, San Vicente. Le he advertido de que me llevaba muestras para enseñarlas a los canónigos de las iglesias por si decidían honrar mi taller con sus pedidos. De este modo, me he anticipado a cualquier pregunta sobre el tiempo que puedo estar ausente. Y he podido hacer pasar el fardo de ropa que llevo por un fardo de pergamino.
Finalmente, le he prometido estar de regreso antes de que cierren las puertas de la ciudad.
Hace muchos años que no me había disfrazado. Me preocupaba que mis pomadas, ungüentos, ceras y potingues se hubieran secado en las redomas de vidrio donde los tengo guardados o que mi vestuario alternativo se hubiera pulverizado debajo de la losa de la bodega donde lo tengo escondido. Pero no habría debido preocuparme. Esas prendas no se deterioran. Y aunque hubiera sido así, no habría importado, porque los harapos de los mendigos nunca tienen buen aspecto.
Me he llevado al Bourg mi vieja capa verde con capucha, mi túnica gris corta y mi cinto de cuerda. Todas esas prendas tienen tantas adherencias de restos de comida y corporales, están tan raídas y rotas y son tan apestosas que ofrecen tanta protección como la campana de un leproso; si alguien quiere conservar la buena salud, hará bien manteniéndose lejos. Para potenciar el efecto, he sacado los afeites de colores, algunos harapos sucios y algunos pergaminos partidos. Lo he arrollado todo en un trozo de manta sucia, que he sujetado con un cordón de cuero. También he cogido un odre de vino que he llenado de agua, un espejo de acero y el palo que uso para remover las tinas.
He llegado al puente Viejo cuando ya amanecía, justo en el momento en que abrían las puertas de la ciudad. He cruzado el río para entrar en el Bourg, donde he encontrado las calles casi desiertas. Pese a todo, debía tener mucho cuidado, ya que, en lo tocante a intimidad, hay que ir con pies de plomo en una ciudad como Narbona. Me habría disfrazado en una viña o en una zanja cualquiera fuera de las murallas de la ciudad si hubiera creído que podían dar de nuevo entrada en la misma a un mendigo enfermo. Pero he tenido que probar fortuna en el cementerio de San Pablo.
Por lo general, no es fácil encontrar gente deambulando en un cementerio cuando se levanta el día en una fría mañana de marzo. Perros, ratas y quizá uno o dos borrachines medio turulatos, sí. Pero hasta los mendigos suelen evitar los terrenos destinados a sepultura. Los prejuicios populares los tienen clasificados como lugares de mal augurio.