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He confiado, pues, en que dispondría del sitio para mi uso particular. Sabía que los canónigos no me molestarían, había oído las campanas que tocaban a prima cuando he cruzado el puente. Las tapias del cementerio tampoco me detendrían, porque las había estado observando la última vez que había estado en la zona y sabía que estaban cubiertas de agujeros. La única preocupación que me quedaba era la posibilidad de encontrar amantes ilícitos. Como no abunda la intimidad y el apetito carnal constituye una fuerza tan atrofiadora, sabía que los amantes eran la amenaza más probable que se cernía sobre mi tranquilidad.

Pero he tenido suerte. No he sorprendido a parejas desnudas entre las tumbas en mi incursión. Tampoco he encontrado en ningún hoyo abierto a ningún borracho roncador. No me ha costado encontrar un lugar recogido, donde he procedido a cambiarme de ropa. He meado en el polvo y me lo he restregado por la piel y los cabellos. Me he aplicado diferentes ungüentos coloreados, estoy bien provisto de ellos.

El delicado procedimiento me ha llevado a remontarme a mi primera lección sobre el arte de los afeites capaces de conseguir el engaño. Estaba en Aragón, en el camino de Santiago, allí donde conocí a aquel mendigo, Abril, que me confesó que se ganaba el sustento fingiendo graves enfermedades y rompiendo los corazones de los peregrinos crédulos. El hombre había aprendido aquel arte de los moros. Ya me gustaría haber retenido la mitad de lo que me enseñó. Pese a todo, todavía recuerdo la manera de aparentar llagas abiertas llenas de pus que se limpian con agua al cabo del día, o la forma de conseguir que tiras de pergamino parezcan piel humana hecha jirones. También recuerdo cómo una tintura a base de palo brasil aplicada a la lengua y dientes puede dar la impresión de que la boca está inflamada y sangrante.

Como llevaba un espejo, he podido completar mi transformación sin grandes dificultades. He dado prioridad a las cicatrices sobre las úlceras, porque las úlceras a veces son contraproducentes. (Un leproso no sería bien acogido dentro de las murallas de Narbona.) Me he oscurecido las cejas con extracto de agallas y me he calzado los pies con harapos. El toque final ha sido un emplasto de yeso en torno a los ojos. Uno me lo he tapado por entero y he envuelto el otro fingiendo una llamativa erupción. Así me las he ingeniado para que me tomen por ciego.

Después, con mi vestimenta respetable hecha un fardo, he vuelto a echarme a la calle y me he puesto a caminar dando tumbos de vez en cuando para convencer a los pocos viandantes con que me he cruzado de que, en efecto, soy ciego. El mendigo Abril me dijo una vez que para que surta efecto la añagaza de fingirse ciego hay que levantar la barbilla y servirse de un bastón. Si lo hacía oscilar de un lado a otro, no sólo daba la impresión de que me abría camino a través de obstáculos, sino que además impedía que se me acercasen demasiado.

Es cosa sabida que a la mayoría de las personas se las reconoce simplemente por su forma de andar. De aquí que, al asumir otra identidad, tiene gran importancia cambiar la manera de caminar. La mejor forma de conseguirlo es ponerse una piedra en el zapato. Es otra de las cosas que me enseñó Abril.

Cuando he llegado por fin a la Rué de la Parerie Neuve, era más tarde de lo que habría querido. El sol ya estaba alto y en la calle había mucho ruido. Me he plantado frente a la casa de Vincent Hulart, que es estrecha y alta, con dos pisos sobre la tienda de la planta baja, situada algo retirada de la fachada. Dicho sea de paso, parece más un almacén que una tienda, ya que ni una sola vez a lo largo de todo el día se han abierto los grandes postigos que tal vez habrían dejado ver mostradores o estantes. Aunque entraba y salía gente por una puertecilla abierta en la más grande, no lo hacía con la frecuencia que yo habría deseado. Esa gente tampoco correspondía al tipo de las amas de casa y criadas que suelen frecuentar muchas tiendas del vecindario, como la panadería situada en la misma calle. Las personas que he visto entrar en casa de Vincent Hulart eran, por lo general, mozos que llevaban fardos o mercaderes bien vestidos que no llevaban nada.

Voy a describir ahora a todos los que he visto entrar en casa de Vincent Hulart.

Ha entrado un calvo de mediana edad vestido con ropas de tela azul de Champaña, que debe de ser notario. (Lo digo porque tenía las manos manchadas de tinta y era cargado de espaldas, pero no vestía como un escribiente.) Ha entrado con un libro de registro y ha vuelto a salir con él, más manchado de tinta que antes. Que había ido allí por negocios era más que evidente.

Ha entrado un hombre rechoncho, piernas desnudas, estructura musculosa, vestido con una túnica de estambre gris basto, cargado con un barril de madera. Lo acompañaba otro que debía de ser marinero recién desembarcado, a juzgar por su curiosa y tambaleante manera de andar; llevaba los cabellos grises insólitamente largos, pero su rostro estaba relativamente exento de arrugas. Esos dos hombres han venido a entregar un cargamento de no sé qué. Han salido sin el barril.

Ha entrado un hombre grueso acompañado de su criado. Era evidente la riqueza del primero: llevaba botas de cordobán, ropón bordado de seda de Eme y una capa que parecía de pelo de camello fabricado en Chalons, también forrada de seda. Llevaba perlas por botones y tenía el rostro rubicundo a causa de los muchos y buenos ágapes compuestos de ricas viandas y exquisitos vinos que debe de haber ingerido. Su criado, en cambio, estaba pálido y delgado. Ese criado, que se ha quedado en la puerta aguardando a su amo, me ha mirado en un primer momento de forma aviesa antes de dar rienda suelta a su desagrado con una serie de grotescas muecas. Daba por sentado, sin duda, que siendo ciego, no repararía en que él era tuerto y desdentado. Pero como no lo soy, he tenido que porfiar para reprimir mi expresión. (Una sonrisa me habría delatado.)

El hombre rico, al salir, ha sido atendido por Vincent Hulart. Lo sé porque el rico hablaba con voz estentórea y se ha dirigido al especiero por su nombre. Vincent Hulart es un hombre flaco, de tez clara y cabello rizado y tiene una expresión de gravedad que le hace parecer más viejo de lo que probablemente es. Iba vestido con colores solemnes -gris, negro y morado-, pero dudo de que sea un verdadero beguino, porque llevaba una hebilla de plata en el cinto.

Lo he atisbado apenas antes de que volviera a meterse dentro y entregara al rico señor una bolsita de cuero que contenía algo que él ha olfateado con aire entendido camino del mercado de Granos. (Nuez moscada, quizás. O azafrán.)

Otro de los que han visitado la casa ha sido un anciano cuyo rostro me era vagamente familiar. Desde el primer momento, no he parado de rastrillar mis pensamientos, pese a lo cual no consigo situar esas mejillas hundidas y esa mandíbula cuadrada. Tiene cejas grises y pobladas; cojea ligeramente, pero es de constitución fuerte. Pese a que lleva una sortija de oro en el dedo corazón de la mano izquierda, sus ropas son pardas, de ínfima calidad y pésimo corte y lleva una tira de cuero a manera de cinto. Cuando ha llegado a casa de Vincent Hulart, una sirvienta ha respondido a los golpes dados en la puerta.

He oído al hombre preguntar por Berengar Blanchi, a lo que ella ha respondido pidiéndole que le diera su nombre.

– Imbert Rubei -ha respondido él.

Me he quedado igualmente desorientado. (Por desgracia, el nombre de Imbert Rubei no me dice nada.) La muchacha se ha retirado, ha habido una corta espera y del interior de la casa ha salido un hombre que se parece un poco a Vincent Hulart, pero que es más alto y más moreno, el rostro vivaz y móvil, todo nariz y boca, y sus ojos son grandes y oscuros. Ha abierto, amplios, los largos brazos al ver al anciano visitante.

– ¡Loado sea el nombre de Jesucristo! -ha exclamado al tiempo que abrazaba a Imbert Rubei.