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Este ha respondido de inmediato con idéntico saludo:

– ¡Loado sea el nombre de Jesucristo!

Creo que aquí conviene hacer una observación: me ha parecido que se trataba de una jaculatoria o de una fórmula.

– ¿Partirás hoy el pan con nosotros? -ha preguntado Imbert a Berengar Blanchi.

– Será un honor -ha respondido.

Después los dos se han ido juntos brazo con brazo. De buena gana los habría seguido, pero no me era posible, en todo caso en mi papel de mendigo ciego. Además, me había asignado una tarea. Estaba decidido a vigilar la casa desde el amanecer hasta la caída del sol con la esperanza de descubrir alguna actividad insólita que pudiera relacionarse con el aniversario de la muerte de Pierre Olivi.

Al final del día, ya había decidido que los pensamientos de Vincent Hulart no se centraban en los franciscanos muertos. Era un hombre muy ocupado: próspero, respetable y entregado a lo suyo. Su esposa estaba embarazada y llevaba una capa rematada de pieles. Ya le había dado tres hijos. El personal de la casa se componía de una nodriza, una sirvienta y un criado con cara de tonto. He visto varias veces cómo la sirvienta se escabullía por la puerta para ir a comprar pan y pescado y para ir a buscar agua. A la mujer no la he visto más que una vez, cuando una de las visitas ha salido. El niño más pequeño se ha asomado a la calle. Se ha escapado de la custodia de su nodriza y hasta le he visto abrir la ventana del primer piso, del que podía haber caído a la calle si alguien no hubiera tirado oportunamente de él hacia dentro. Estoy seguro de que el llanto penetrante que he oído a veces es suyo. No me ha sorprendido que, en una de sus incursiones al amplio mundo, se haya plantado ante mí con el pulgar en la boca y los ojos desencajados por la curiosidad.

Me ha preocupado que se le ocurriera tocarme alguna cicatriz. Afortunadamente, la nodriza se ha dado cuenta y lo ha apartado antes de que cometiera un disparate.

Durante el día se me han acercado personas en tres ocasiones. Incluso en una ciudad de las dimensiones de Narbona no puede pasar inadvertido un recién llegado, y más en un barrio lleno de burgueses respetables y miembros de los gremios. La Rué de la Parerie Neuve no pertenece a ese tipo de callejones donde pueden ignorarse los perros muertos, los montones de excrementos o los mendigos moribundos. Una vez ha sido una matrona enfurecida la que se me ha acercado con una escoba y me ha instado con inequívocas palabras a no estropear el buen aspecto de la calle. Me ha dicho que mi sitio estaba en el hospicio de San Pablo. Me he limitado a farfullar por toda respuesta el padrenuestro en sajón (que me enseñó un guardia mercenario de Tolosa) y la mujer se ha imaginado que yo no había entendido palabra de lo que me había dicho. Pero me ha empujado con la escoba, lo que ha hecho que otra mujer la reprendiera desde el otro lado de la calle.

– ¿Es tuya la calle para decidir quién puede estar en ella? -le ha soltado mi defensora.

En la discusión que se ha desencadenado, he caído en el olvido.

A eso de mediodía, ha pasado un hombre que se ha parado después, se ha vuelto y ha desandado sus pasos. Llevaba las ropas de un canónigo agustino.

– ¿Me oyes, ciego? ¿Necesitas que te guíe? -ha preguntado.

Sabía que en ese caso no me valdría el truco del sajón, porque era muy posible que tuviera algún conocimiento de dicha lengua. Así pues, me he limitado a levantar la mano y he sentido un gran alivio al ver que mi defensora, desde el otro lado de la calle -que estaba cosiendo en la puerta de su casa aprovechando la luz de la calle-, ha dicho:

– No os entiende, padre. Es extranjero.

– ¿Extranjero? -ha preguntado el canónigo.

– Si no fuera extranjero no mendigaría aquí -ha bromeado la mujer-. Sacaría más limosnas cerca de San Sebastián.

– Si sigue aquí cuando caiga la noche, llévalo a San Pablo -le ha aconsejado el canónigo.

– ¿Yo?

– Servirás a Dios si lo haces.

Finalmente, el canónigo ha hecho la señal de la cruz sobre mi cabeza y se ha marchado, presuroso, para ocuparse de sus cosas.

He decidido que desaparecería mucho antes de que nadie intentara socorrerme.

La tercera persona que me ha abordado ha sido Berengar Blanchi. Regresaba a la casa poco después de que yo fuera a dejarla y tenía un aspecto curioso. En sus ojos había un brillo húmedo, tenía las mejillas arreboladas y, a juzgar por su manera de andar en dirección a un montón de excrementos de caballo, parecía que tenía la cabeza en otro sitio. Pero me ha visto. Al llegar a la puerta de la casa de su primo, ha titubeado, ha girado en redondo y se ha dirigido hacia mí hurgando al mismo tiempo en su bolsa. Vista de cerca, su expresión todavía resultaba más curiosa: exultante en parte y profundamente turbada a la vez.

Me ha soltado una livre de plata en la mano y no se ha demorado en escuchar las bendiciones que he farfullado.

Berengar Blanchi me despierta sospechas. Sus ropajes largos y oscuros tienen un aire vagamente clerical. Lleva una barba enmarañada y el cabello muy corto. Tiene una mirada ávida y un descontrol de movimientos que revelan un natural místico que cuadraría mejor dentro de los muros de un monasterio que en la calle, transitando libre y sin trabas. Me gustaría saber adonde ha ido. De todas las personas que he visto entrar y salir de casa de Vincent Hulart, él es quien más se parece al beguino que conocí en la torre Capitolina.

Hasta ahora, en él se centran mis más fundadas sospechas.

El sol todavía no había tocado el horizonte cuando he abandonado por fin la Rué de la Parerie Neuve. No he vuelto al cementerio de San Pablo, sino que me he dirigido a la iglesia de San Nazario, pequeña y muy oscura. Una vez allí, me he introducido en un ángulo disimulado por una columna y me he lavado lo mejor que he podido con el agua del odre. Podría haberlo hecho en una fuente de la ciudad o en la orilla del Aude, pero aún me importa guardar mi intimidad. Además, se trata de una transformación que no puedo hacer en público sin llamar la atención.

También debía cambiarme de ropa, tarea un poco más complicada. Ya metido en la faena, me he visto interrumpido por un cura que, al pasar cerca de mi escondrijo, me ha dejado con un brazo en el aire, a medio camino de la manga colgante en la que quería introducirlo. Por fortuna, el cura era viejo y estaba medio ciego. He oído que tropezaba con un escalón y que murmuraba por lo bajo unas palabras muy poco reverentes.

No habría intentado llevar a cabo tan loca empresa si en aquel momento se hubiese estado celebrando una ceremonia. Pero ya que el coro estaba vacío, he confiado en que no me molestaría nadie.

Era imposible lavarme el pelo, así que he optado por escondérmelo debajo de la capucha y he decidido que me ocuparía de él cuando estuviese en casa. También me he desprendido del palo, ya que es fácil de sustituir. Y antes de salir de la iglesia, he dejado para los pobres las ganancias obtenidas como mendigo.

He sido uno de los últimos en entrar en la Cité antes de que cerraran las puertas de la ciudad.

Martin debe de haber estado esperándome en mi obrador. En cuanto he entrado en el taller, ha bajado la escalera de un salto, pese a que ya estaba anocheciendo y habría debido estar con sus padres. Encontrarme con él me ha contrariado. Temía que pudiera preguntarme por el estado de mis cabellos o extrañarse de que llevase tan pesada carga tras haberle dicho que pensaba dedicar el día a distribuir muestras. Aunque el taller estaba a oscuras, los postigos cerrados y no había ninguna vela encendida, habría preferido que mi llegada pasara inadvertida.

– ¿Qué haces aquí? -le he espetado mientras él daba un traspié.

No distinguía bien los rasgos de su cara debido a la poca luz, pero estoy seguro de que su expresión era de susto.

– Yo…, bueno…

– Hoy no tienes trabajo. Ya te he dicho que no tocases las pieles.