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– Maestro, yo no…

– Entonces no tienes nada que hacer aquí. Anda, vete a casa.

Tenía ganas de volver a esconder todas las cosas secretas que llevaba en el hatillo. Estaba deseando acercarme al tonel de la bodega y levantar la losa de debajo. Pero Martin ha murmurado unas disculpas por lo bajo y, por su manera de tantear con las manos la pared como en busca de apoyo mientras iba alejándose de mí, he sentido que se me iba tranquilizando la conciencia.

– Oye, Martin -le he dicho en tono más suave-, esta parte de la casa es sólo mía. No debes moverte por ella como si también fuera tuya.

– No, maestro.

– No pasa nada, por descontado. Antes tú que otro. Pero no debes entrar aquí si yo te digo que te quedes fuera.

– Maestro -ha protestado, aunque en voz muy baja-, vos me habéis dicho que no tocara las pieles, no me habéis dicho que no entrara ahí dentro.

Cogido por sorpresa, he sondeado las sombras que se iban acumulando. ¿Se había vuelto insolente? No habría sabido decirlo. De todos modos, ni en su actitud ni en sus maneras había la más mínima falta de respeto. Sólo un ardiente deseo de evitar una reprimenda.

– Tienes mentalidad de leguleyo, amigo mío -le he dicho con sequedad-. Bueno, bueno, en eso me has cogido. Pero no des por sentada mi buena voluntad.

Me ha asegurado que eso haría. Aun así, tengo mis dudas.

Seguirá contando con mi buena voluntad, de eso estoy seguro; sabe que ésta no le va a fallar.

VII

Lunes, fiesta de San Benito

Hoy he ido al sermo generalis de Jean de Beaune.

Estaba presente el inquisidor, como también el arzobispo, el vizconde y muchos sacerdotes y frailes. No he visto a mi maestro, pero sí a Pons, el beguino.

Lo han quemado junto con otros dieciséis más.

Hay que ver el coste que tiene una empresa así. Recuerdo que en Tolosa siempre ha habido muchas habladurías sobre el precio exorbitante de las ejecuciones: las estacas, las cuerdas, la leña, la paja y también los ejecutores (uno para cada hereje, a veinte sois la pieza). Para quemar a un hereje hay que gastar alrededor de tres livres por cabeza. Si se multiplica esta cantidad por diecisiete, uno no puede por menos de maravillarse ante la amenaza proyectada por estos beguinos, cuyos bienes, una vez confiscados, no pueden cubrir ese precio si creen verdaderamente en la Santa Pobreza.

Los preparativos comenzaron ayer en la catedral. Y la ceremonia se hizo en una plataforma elevada debajo de un tejado improvisado. Como la multitud no era excesiva, pude disfrutar de una perfecta visión de los herejes y de Jean de Beaune cuando pronunció el sermón. No fue un buen sermón. El inquisidor escarneció a los que «mueren sin una buena razón».

– ¡Esos hombres quieren que los quemen porque creen en la cebada y en el color pardo! -proclamó, haciendo que todos pensaran: «¿Por qué los matáis, entonces?».

Bernard Gui no habría cometido ese error.

Después del sermón vino el juramento de obediencia y el solemne decreto de excomunión contra todos aquellos que pusieran trabas a la labor del inquisidor. Para mi sorpresa, no se leyeron confesiones en voz alta; no hubo más que acusaciones. Algunas eran de poca monta, en tales casos todos los acusados se avinieron a arrepentirse. Fueron condenados a diversos periodos de cárcel y, en un caso, a una peregrinación con cruces. Pero hubo diecisiete beguinos que se negaron a abjurar de sus herejías. Algunos trataron de explicar por qué, Pons entre ellos. Pero los hicieron callar enseguida mediante el simple procedimiento de sacarlos de la catedral con el uso de la fuerza y con gran premura.

Todos fueron devueltos a la torre Capitolina para que dedicaran una noche más a la reflexión antes de que se hicieran efectivas las sentencias.

Sin embargo, no hubo ninguno que cambiase de opinión. Se han levantado, pues, diecisiete estacas en la plaza de Caularia, cerca de la puerta de la ciudad, y se han utilizado todas. Apenas había espacio en la plaza para tantos haces de leña, ya no digamos para todos aquellos que querían presenciar el final de los beguinos. En el lugar de la ejecución se ha congregado mucha más gente que ayer en la catedral. Era tal el número de los asistentes que he desesperado de localizar a ningún beguino disimulado entre los buenos católicos. Pese a todo, he visto centenares de rostros concentrados y finalmente me he sentido recompensado cuando la mayoría ha abandonado el lugar.

La ejecución ha sido particularmente desagradable. Como siempre, el fallo está en la falta de organización, algo que mi maestro jamás toleraría. Sospecho que la raíz del problema está en el dinero. Como ya he dicho, las cuerdas y la leña son caras. En Tolosa atan a los herejes por los codos, por debajo de las rodillas, por encima de las rodillas, por la ingle, por la cintura y por debajo de los brazos. También les ponen una cadena alrededor del cuello y leña mezclada con paja amontonada hasta casi la barbilla. El procedimiento hace que la hoguera sea intensa y rápida y que la posibilidad de que el reo se libere inesperadamente por haberse quemado una de las ataduras sea absolutamente remota.

Hoy no se han usado cadenas. Sólo han atado a los herejes por dos sitios: alrededor de los tobillos y del pecho. Lo más terrible era que había poco combustible y que parte del mismo estaba húmedo. (Incluso cuando Jean de Beaune ha pedido a los beguinos que se retractasen, yo iba pensando para mis adentros: «¿Están preparadas del todo esas piras?».) Cuando las han encendido, han soltado mucho humo y muy poca llama. Ha habido toses secas y exclamaciones de piedad. Ha sido necesario echar más leña y más paja mientras la gente se apartaba de la nube sofocante que se ha quedado flotando sobre la catedral y el palacio. Algunos clérigos se han retirado, pálidos e indispuestos.

Esto me ha puesto las cosas mucho más fáciles. Sólo las almas más fervientes se han sentido obligadas a permanecer en su sitio, tanto si estaban a favor como en contra de los beguinos. Me he tapado nariz y boca con un paño y he escrutado a través del humo con ojos escudriñadores a los que se han quedado.

Ha sido inútil querer observar si había alguno que lloraba. Debido al humo, lloraban todos. Los que se tapaban la cara no era necesariamente porque no soportasen el horror. De todos modos, hay que confesar que uno de los herejes había caído de la estaca a la que estaba sujeto, y como la pira que le había correspondido tenía una forma irregular, se habían consumido las ataduras antes que su vida (aunque inconsciente). Los guardas, abrumados por el pánico, no hacían más que arrojar sarmientos sobre aquel cuerpo que no paraba de retorcerse. No me parece un espectáculo digno de la Iglesia. Menos mal que el humo oscurecía gran parte de la conflagración inicial; cuando un poco de viento ha recorrido la plaza y las campanas de San Justo han empezado a doblar, se ha dispersado por fin aquella nube malsana.

Por suerte, Martin no ha estado presente. He visto, sin embargo, a su padre y a su hermano mayor. Martin se ha quedado en mi taller con la orden taxativa de acabar un pergamino. Ha sido la primera vez que he puesto enteramente en sus manos el acabado de un pergamino (es decir, el segundo raspado) y me preocupaba que pudiera estropearlo. Pero estoy muy contento, por otra parte, de que no haya sido testigo de lo que ha ocurrido hoy aquí. Ha sido una desgraciada exhibición de avidez e incompetencia. Sin duda que la culpa de todo la tiene el vizconde o quizás el viguier real. Espero que Jean de Beaune le llame la atención al respecto.

Puedo dar testimonio, sin embargo, de que a pesar de la confusión, algunos han afrontado la muerte con gran entereza. Pons entre ellos. Mi mirada errabunda se ha posado repetidas veces en su pira, donde lo he visto orar con voz firme hasta que el humo ha ido aumentando y ha acabado por sofocarlo. No estaba tan cerca de él como para que pudiera oír sus imploraciones finales ni ser testigo de su mortal agonía, lo cual agradezco. El humo ha enmascarado muchas de las cosas que yo prefería no ver. Con todo, he observado que ha tenido una buena muerte.