Y eso ha sido muy evidente, ya que es algo que se observa siempre. Estaba mirando a un grupo de franciscanos que hablaban en una especie de bisbiseo, cuando he oído una voz que murmuraba detrás de mí:
– Ha tenido una buena muerte. Es un santo mártir.
Al mirar a mi alrededor, he visto a un hombre más o menos de mi edad que hablaba con alguien mayor que él. El más joven era alto y tenía el rostro atezado, la mandíbula bien poblada de barba, una cabellera negra, tupida y desgreñada, y unas cejas oscuras y amenazadoras como nubes de tormenta. Sus rasgos más marcados eran la ausencia de dientes y las prominentes durezas del pulgar y del índice de la mano derecha, lo que delataba su oficio de sastre. (Los zapateros tienen durezas parecidas, pero localizadas en lugares distintos de la mano.)
Su compañero era más bajo, más gordo y medio calvo. Sus rasgos eran pequeños y los tenía concentrados en el centro del rostro redondo y de piel enrojecida: una nariz como un botón, una boca arrugada que parecía el culo de un gato y un par de ojos minúsculos y acuosos del color del Aude tras un aguacero. Su oficio me ha planteado dudas hasta que lo he visto girar el hombro derecho de una determinada manera y hacer una mueca mientras se frotaba el codo.
Tejedor, sin duda. De pronto, he notado que todos mis sentidos se ponían alerta. De todos los oficios que pueden hacerse en el mundo, el de tejedor es el más propenso a. errores de fe. No conozco la razón. Tal vez sea porque el tejedor permanece clavado en el sitio día tras día haciendo siempre, una vez tras otra, el mismo movimiento. Son unas circunstancias tal vez capaces de hacer enloquecer a cualquiera o de empujarlo a plantearse preguntas que haría mejor dejando que otros con más conocimientos que él contestaran.
Cualquiera que sea la razón, no hay que perder nunca de vista a un tejedor, si se puede. He puesto, pues, los ojos en él y he tenido la satisfacción de ver que no abandonaba el escenario de la ejecución. Tanto él como el sastre se han quedado en la plaza rezando a ratos, observando solemnemente a otros mientras los herejes morían y las llamas iban extinguiéndose. Debo decir que no he visto en parte alguna a Imbert Rubei. Me ha sorprendido, porque había pensado que un hombre aparentemente tan piadoso como él, vestido con ropa parda tan humilde, habría debido asistir a una ceremonia tan solemne como ésta. He visto en cambio a Berengar Blanchi, el amigo de Imbert y primo de Vincent Hulart. Tenía los ojos enrojecidos, el rostro lívido y se balanceaba hacia delante y hacia atrás sin dejar de rezar un solo momento con gran fervor.
También yo he rezado, por supuesto. He sufrido y he rezado. ¿Por qué no? Si uno asiste a un acto tan solemne y terrible como éste, no puede hacer otra cosa que rezar por las almas de los condenados al Fuego Eterno, aunque deplore su ciega arrogancia. A veces me cuesta entender por qué un hombre como Pons, a quien santo Domingo o san Francisco o incluso Bernard Gui habría podido instilar una mentalidad más sumisa, tenga que sufrir de forma tan espantosa antes y después de la muerte por el simple hecho de que no ha tenido contacto con las enseñanzas preclaras que lo habrían conducido al buen camino. Porque si era orgulloso y testarudo, no era hombre malvado, de eso estoy seguro. Le habría bastado contar con un buen ejemplo. Lo que no entiende esa gente es que no se puede mirar a los curas ni a los frailes cuando se busca la perfección. Aunque muchos sean grandes pecadores, está fuera de razón esperar otra cosa, por lo menos aquí en la Tierra.
He pensado mucho en esas cosas mientras esperaba pacientemente en aquella plaza convertida en tizón. La misericordia de Dios ha permitido que el humo acabase por dispersarse. Pero a medida que avanzaba la tarde, ha ido arreciando el viento y, de forma desconcertante, han comenzado a volar pavesas por los aires. Ha sido entonces cuando Jean de Beaune se ha retirado junto con toda la comitiva. Hacía ya rato que el arzobispo se había recogido en su palacio. El vizconde estaba enzarzado en prolija e intensa discusión con un par de cónsules; por lo que he podido cazar a través de las palabras transportadas por las ráfagas de viento, la conversación estaba centrada en la supervisión de los pesos del grano. La muchedumbre, entre tanto, se ha ido dispersando lentamente. No han permanecido más que los parientes destrozados por el dolor, algunos simpatizantes secretos o unas cuantas viejas que no tienen otra cosa que hacer. Y también esas personas de tan peculiar disposición que disfrutan contemplando el desmembramiento de los cadáveres medio calcinados.
En lo que a mí respecta, no tengo esa disposición. Y son pocos los que la tienen, que yo sepa. Era evidente que ésta es una de las razones que han hecho que se esfumaran muchos de los guardas: no tenían ningún deseo de tomar parte en tan repugnante ritual por muy necesario que fuera. Según me había informado Bernard Gui, el verdadero propósito de fragmentar los restos y de amontonar las partes chamuscadas a una pira de troncos todavía encendidos obedecía a tener que asegurarse de que los cadáveres quedaban reducidos a cenizas y podían arrojarse después a un río a fin de que ningún blasfemo dispusiera nunca de un pedazo de tierra donde reposar (y menos aún en la de otro hereje). Quiera Dios que yo nunca, sea objeto de tan implacable resentimiento por muy razonable o lógico que pueda ser. Casi tan espantoso como éste es el deber que corresponde a los que tienen que arrojar agua en las brasas aún humeantes y pisotearlas después y emprenderla a hachazos contra las articulaciones ennegrecidas, astillar huesos con las palas y cebar las llamas de la última pira con vísceras marchitas.
Los hombres que se encargan de este trabajo deben ser soldados avezados. Tienen que estar acostumbrados a manejar miembros amputados y desparrame de tripas. Pese a todo, los compadezco. Basta con el hedor para revolver el estómago más fuerte, como he comprobado hoy mismo. Pese a ser pocos los valientes capaces de realizar tan espeluznante tarea, ha habido que prescindir de algunos antes de terminarla; he visto cómo se retiraban, tambaleantes, intentando recuperarse.
Por consiguiente, la mayoría de los diecisiete cadáveres se han quedado abandonados mucho rato.
Como ya me esperaba que ocurriera así, estaba preparado. Envuelto en mi capa de color escarlata oscuro, me he acercado a una de las piras extinguidas, convertida ahora en un informe montón de brasas, cenizas y huesos carbonizados. Aunque no estaba seguro, me había, parecido que el beguino de esta pira en particular era mujer; debo admitir que, a causa de una culpable flaqueza de corazón, he tenido mucho cuidado en evitar el sitio donde ha muerto Pons. Aunque daba la impresión de que rezaba, en realidad no apartaba los ojos del tejedor, del sastre y de Berengar Blanchi, a los que observaba por debajo de la capucha. Después, al ver que ellos también me observaban a mí, me he adelantado un paso para recoger un fragmento del dedo quemado de la mujer y, al hacerlo, he retenido el aliento.
Pero ha sido más difícil de lo que suponía. Los tendones no estaban quemados y me he encontrado rompiendo las articulaciones como si quisiera chupar el tuétano de un trozo de cochinillo asado, y que Dios me perdone por la expresión. Ojalá no tenga que intentar una cosa así en lo que me resta de vida, que Dios me ayude. Pero como me acordaba de todo lo que había aprendido, he conservado la calma (aunque muy preocupado porque temía que los guardas pudieran reparar en mí si me entretenía demasiado) hasta que el dedo ha cedido y he podido envolverlo en un trozo de tela. Mientras me lo guardaba en la bolsa, he visto que Berengar se acercaba a otra pira cercana. No he querido, sin embargo, seguirlo.
Y eso ha sido porque he ideado una manera más sutil de acechar a mi presa, que no es otra que dejar que él me aceche a mí.