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Como no podía ser de otro modo, ha funcionado. Me encontraba rezando otra oración cuando he notado unos golpecitos en el hombro. Al darme la vuelta, me he visto cara a cara con el sastre de rostro aceitunado, que de buenas a primeras se ha dirigido a mí con un familiar tuteo pese a no habernos visto en la vida,

– ¿Conocías a la mujer? -ha inquirido, mientras indicaba con un ademán el cadáver desmembrado que yo acababa de expoliar.

Le temblaba la voz, parecía muy emocionado.

Ronco y con los ojos enrojecidos por el humo, yo debía de parecer tan desesperado como él.

– No -le he replicado-, ojalá hubiera sido así. Que Dios dé reposo a su alma.

No he dicho más. Como es natural, no he hecho ninguna pregunta. Es la primera norma de un buen disfraz: no hacer preguntas. Y menos, preguntas sugerentes. Porque no hay nada que despierte más sospechas que aquellos que tienen motivos para desconfiar.

El sastre debía de compartir mi opinión porque también él ha guardado silencio. Después ha hecho unos movimientos con la cabeza y se ha alejado. Ha sido entonces cuando, desde la entrada de una tienda, un viejo me ha hecho una seña con la mano. Debe de tener mejor vista que la que yo le presumía.

– Si tienes hambre, el de la espalda roja -me ha ladrado-, piensa que hay carne mejor que la que rebañarás de esos huesos. Porque ésos eran beguinos y se dejaban morir de hambre en nombre de Dios.

Enseguida ha habido quien le ha dicho que mejor que tuviera cerrada la boca. Tengo la satisfacción de decir que todos cuantos lo han oído se lo han dicho. He pensado que ya era hora de retirarse y eso he hecho. Pero he observado que el sastre me miraba con sus ojos oscuros e inquisitivos debajo de sus negras y pobladas cejas.

Ahora poseo nada menos que un trocito de beguina quemada. Está en el sótano. Lo tengo oculto en el escondrijo especial, debajo de la losa de la bodega, junto con mis ropas de mendigo, mi capa especial y los libritos beguinos que me dio mi maestro. Me preocupa, sin embargo, que suelte mal olor, pese a que lo he envuelto en un pedazo de cuero, lo he metido en un tarro y he sellado la tapadera con cera. Como alguien lo huela, que Dios me ayude, ya que entonces encontrarían también los libros, los ungüentos y la carta de Bernard Gui y, en consecuencia, me desenmascararían. Tal vez he cometido un error. Tal vez habría debido vencer mi repulsión, hervir el dedo, limpiarlo bien y convertirlo en un objeto como, por ejemplo, un dije de marfil, o en algo tan inocuo e inofensivo como unos dados de hueso.

Pero seguramente los beguinos no profanan sus reliquias de esa manera. Y debo procurar no ofender a nadie si alguna vez me veo obligado a mostrar el dedo. Aun así, me da que pensar. Y no debería, porque ya tendría que estar acostumbrado a tener restos humanos escondidos en casa. Mi tía solía guardar los cordones umbilicales de sus hijos, ignoro por qué razón. Y muchas veces he encontrado cabellos y uñas de muertos allí donde se considera que guardar esa clase de cosas trae buena suerte.

Pese a todo, sigue planeando en mis pensamientos.

Todavía huelen a humo mis ropas, mi piel, mis cabellos… Huelen hasta, aunque muy levemente, a carne quemada. ¿O es que imagino aquel hedor? Ha pasado a formar parte del recuerdo que debo apartar, aun cuando la imagen continúe tan viva: la imagen de la piel tiznada, salpicada de rojas ampollas, hinchadas, rezumando grasa.

Me ha entrado un horrible dolor de cabeza.

Hoy Martin ha trabajado bien. Su labor con el pergamino ha sido impecable. Así se lo he dicho y se ha puesto muy contento al oírlo. Me ha preguntado sobre la ejecución, pero lo he dejado sin respuesta.

Sin embargo, no sé por qué me preocupo. Su padre no ha hablado de otra cosa, a juzgar por lo que ha llegado a mis oídos. Esta mañana ha salido temprano a la era y ha descrito con todo lujo de detalles la espeluznante escena a su mujer. Según Hugues Moresi, no había en toda la plaza ningún hombre la mitad de imperturbable que él; mientras quién más quién menos vaciaba la panza a derecha e izquierda, él se ha mantenido impávido ante tanto sufrimiento. Las blandenguerías no van con él. Es lo bastante fuerte para ser testigo de la escena y presenciar todo lo que les ha caído encima a esos desgraciados condenados cuyos pecados, ha dicho, no son peores que los de los curas glotones que han acudido a verlos morir.

Pero ya que es tan fuerte, me sorprende que no se haya ofrecido a ayudar a los soldados en la tarea del desmembramiento. De hecho, también me ha sorprendido que haya mostrado simpatía hacia los beguinos muertos. Siempre lo he considerado brutal en sus relaciones con los más jóvenes, más débiles y más desgraciados que él, como hace la mayoría de la gente que presume de fortaleza de carácter.

Dudo, con todo, que sea tan fuerte como dice. De haberse quedado hasta el final, yo lo habría visto. Se había ido tanta gente que no me habría pasado por alto un rostro conocido como el suyo. Apostaría lo que fuese a que se ha refugiado en la primera taberna así que ha visto vaciarse la primera barriga.

Que Dios se apiade de mí. No puedo quedarme aquí por más tiempo.

¡Mi pobre cabeza!

VIII

El martes anterior a Semana Santa

Por fin he atrapado un pez.

Ha sido difícil, lo confieso, sobre todo debido a la pesada carga que supone mi trabajo, que ha ido en gran aumento debido a la proximidad de la Pascua. No sé por qué. Los notarios parecen los más atareados, quizá porque la perspectiva de la Semana Santa hace que la gente quiera volver a hacer testamento. O quizá los mercaderes tratan de hacer nuevos contratos antes de que el Domingo de Ramos dé el alto a todo tipo de negocios. Cualquiera que sea el motivo, es evidente que me ha complicado la vida. Tengo que cumplimentar muchos pedidos nuevos y al mismo tiempo tejer una red y extenderla a través de la ciudad.

No obstante, no debería quejarme. Al fin y al cabo, no he hecho más que dos visitas al Bourg y una a la Cité. Esperaba localizar a mis beguinos en el Bourg, aunque sólo fuera porque allí es donde vive Berengar Blanchi. Ya podéis imaginar, pues, cuál sería mi sorpresa cuando he encontrado a mi mosca borriquera en la Cité.

El tejedor gordo. Lo he reconocido por la coronilla calva, pese a verlo desde atrás.

A buen seguro ha sido mi capa escarlata lo que le ha llamado la atención. Me la he puesto cada vez que he salido desde el sermo generalis, con la esperanza de que su vivo color -y la llamativa mancha negra de la espalda- refrescara la memoria de quien la viese. La memoria que habría querido refrescar especialmente era la de Berengar Blanchi, porque él era mi principal objetivo. Lo había delatado sobre todo su comportamiento durante la ejecución, al igual que su vestimenta y el fervor que brillaba en sus ojos. De aquí el tiempo que derroché en las inmediaciones de la casa de su primo, pese a haber eliminado ya a Vincent Hulart de mi lista de sospechosos. Vincent Hulart no es beguino, de eso estoy seguro. Ningún beguino habría dedicado su jornada a nada que no tuviera que ver con el aniversario de la muerte de Pierre Olivi.

En cuanto al tejedor gordo, debe de vivir en la Cité, no en el Bourg. Lo he visto meterse en el barrio de los carpinteros; él iba cargado con una lanzadera de madera y discutía un precio con uno de los mercaderes que comercian en madera. Como en el Bourg hay muchos carpinteros capaces de hacer o reparar una lanzadera, he pensado que debe de vivir mucho más cerca.

Esperando llamar su atención, me he parado a admirar un baúl de madera tallada. Así que he vuelto a ponerme en marcha, él me ha imitado y ha echado a andar a pocos pasos detrás de mí. ¡Pero hay que ver lo torpe que es! Cuando, en un punto concreto del camino, he vuelto sobre mis pasos, puesto que quería que supiera dónde vivo, me ha perdido después de doblar dos esquinas a la izquierda. He mirado a mi alrededor y había desaparecido. Así pues, he tenido que permanecer donde estaba, fingiendo que contaba monedas en la palma de la mano, hasta que ha vuelto a localizarme. Después he echado a andar de nuevo, aunque más lentamente. Tan lentamente que casi parecía que caminaba para atrás.