Por fin he llegado a casa.
De haberlo seguido yo a él, no me habría quedado de pie ante su casa después de verlo entrar en ella. Ni tampoco habría saludado a su vecino desde el otro lado de la calle y me habría informado después de cómo se llamaba él y de cuál era su profesión, cosas todas que ha hecho el tejedor gordo deseoso de conocer datos sobre mi identidad. Lo he atisbado desde un postigo entreabierto y he visto que señalaba con el dedo mi casa. Y no sólo esto, además he visto la descripción que hacía de mí a mi vecino. Hacía referencia a mi altura comparándola con la suya, le he visto juntar después las manos («delgado»), recorrer con ellas ambos lados de su cara («cabello largo y lacio») y trazar unos círculos aproximados en torno a sus ojos («¿ojos verdes?», «¿pestañas oscuras?» No sé).
Mi vecino ha asentido con el gesto. Su respuesta debe de haber satisfecho al tejedor: tal vez mi nombre o mi ocupación. Sea lo que fuere, el tejedor le ha dado las gracias y se ha marchado con aire complacido pero inquieto. Ahora no me queda más que esperar. Debo esperar a que el tejedor y sus amigos se me acerquen porque me consideran un hereje como ellos o un simpatizante.
A menos que desconfíen de mis motivaciones.
Pero no. No he dado motivo de alarma. No he hecho preguntas, no he perseguido a nadie. Me he ocupado de lo mío como buen ciudadano, y eso es algo que podría declarar quienquiera que me hubiera seguido.
No quiero decir con esto que me haya seguido nadie. De eso estoy plenamente convencido. Desde la primera vez que vi a Armand Sanche, no he descuidado un solo momento la vigilancia y dudo mucho que exista un solo beguino narbonés que supere en astucia a alguien que, como yo, se ha criado en las montañas entre cataros; entre las fortalezas construidas hace muchísimo tiempo por los señores cataros para defenderse de la Iglesia y de los invasores del norte.
Seguir a una persona por la calle populosa de una ciudad no tiene nada que ver con seguir a alguien a través de una montaña. Es más fácil y a la vez más difícil. Para el perseguidor es más fácil esconderse en medio de una multitud, al igual que es más fácil perder la presa entre la gente. En la montaña solitaria, el ojo entrenado divisa claramente a un hombre. Aunque éste trate de esconderse, deja huellas y rastros reveladores a modo de estela. Dejará volutas de humo y cenizas calientes; escupitajos y basura; huellas de pisadas y ramas rotas. Y lo más importante, dejará su nítido retrato en la memoria de quienes ven pocos desconocidos de un cabo a otro del año.
A veces, al seguir a un hombre a través de una montaña, es fácil olvidar que también dejas tu propio rastro.
Dios sabe que he aprendido bien esta lección. He aprendido a no olvidar el camino que dejo detrás de mí incluso cuando vigilo el camino que tengo delante. Cuando seguí a Guillaume Autier (fue después de que detuvieran a su hermano Pierre en Belpech), hice demasiadas preguntas y dejé demasiadas huellas. Me convertí en objeto de sospecha para los amigos cataros de Guillaume Autier. De no haber estado alerta, me habrían matado, como mataron a tantos en la misma época en Junac, en Montaillou o en Ax-les-Thermes por el simple hecho de que se les consideró informantes potenciales.
Ocurrió hace nueve años. ¡Nueve años! Tenía que dirigirme hacia San Mateo, en Tarragona, donde se habían refugiado muchos de los cataros más fieles. Sí, ahora que lo pienso, allí era adonde me dirigía. La cabaña de pastor donde encontré amparo estaba en el monte Vezian. Y los hombres que allí conocí me recibieron con gran cordialidad, ya que ocuparse de los rebaños debe de ser un trabajo muy solitario. Yo, en aquellos tiempos, además, hacía algo más que reparar zapatos. También vendía agujas e hilo y me informaba en las tierras bajas. La gente me acogía bien. Me lo ganaba a pulso.
Sin embargo, resultó que uno de los cinco pastores era amigo del hereje Raymond Issaura, de Larnat. La población de Larnat contaba con una larga historia de intolerancia en lo tocante a agentes inquisitoriales. He oído decir que, en los barrancos que hay en las inmediaciones del pueblo, permanece el cadáver de un hermano lego franciscano que hace veinte años se propuso detener a Guillaume Autier.
Pese a todo, me comporté como un idiota. Me dejé turbar por el vino, el fuego, la alegre compañía. Mientras comíamos, vi que el amigo de Raymond Issaura bendecía el pan a la manera hereje y le hice demasiadas preguntas. A buen seguro que, mientras yo roncaba (¡qué estúpido fui!), él se quedó en vela la noche entera cavilando y haciéndose preguntas sobre mí. A la mañana siguiente, él y su amigo se ofrecieron a acompañarme hasta Morella donde, dijeron, estaría Guillaume Autier. Creí lo que me dijeron. O lo creí hasta que vi que uno de ellos sacaba un hacha. Dijo que era leñador y que la usaba por su oficio.
Yo podía ser estúpido, pero no tanto. Tenía vistos a muchos leñadores. Y lo que todos tenían en común era unas anchas espaldas. El tipo aquel, en cambio, estaba más delgado que el cayado de un pastor.
Debo decir en mi favor que actué con rapidez. Alegando que necesitaba, vaciar la vejiga, me escabullí entre unos peñascos. No había tiempo que perder. Antes de que nadie se percatara de que yo me había dado cuenta de la situación, huí abandonando todas mis cosas. Además, como había dejado todo lo mío, disponía de más tiempo. No les cabía en la cabeza que hubiera escapado desprendiéndome de todas mis posesiones y esperaron tanto que me dieron la ventaja que me hacía falta.
Y buena falta que me hacía. Como eran buenos rastreadores, creí haberlos burlado al renunciar a mis pesquisas y dirigir mis pasos hacia Lérida. Pero ellos se dividieron, pues temían mi añagaza. Uno de ellos estuvo pisándome los talones hasta el valle de Vicdessos. Como yo no llevaba encima otra cosa que dinero, tuve que comprar o mendigar ayuda durante todo el camino. Esto significa que dejé rastro y que éste condujo a mi perseguidor hasta la cueva de La Vache. Y allí lo esperé.
Es lógico pensar que cuando te sigue un hombre a lo largo de una distancia tan grande, lo hace movido por muy buenas razones. Sabía cuáles podían ser las suyas: sabía su nombre y lo había visto bendecir el pan con una señal herética. Dadas las circunstancias, no me quedaba más opción. Vi que entraba en la cueva blandiendo el hacha. Si él me hubiera encontrado tumbado en la cueva junto al fuego (que todavía humeaba), me habría separado la cabeza del tronco de un hachazo.
Cuando lo vi aparecer, le golpeé con una piedra. Lo hice en defensa propia, como estoy dispuesto a declarar hasta el día de hoy. Mi maestro pensó lo mismo que yo. Dijo que no existían motivos para el remordimiento, que podía estar seguro de que Dios me había perdonado. Dijo que, puesto que soy bajo y débil, no había dejado a mi perseguidor, por ser alto, que se pusiera en paz con Dios, ya que era seguro que, de haber tenido esa oportunidad, no la habría desaprovechado. Y como persistían mis dudas, mi maestro me trajo un cura para que pudiera confesarme. Y el sacerdote me confirmó lo que ya me había dicho mi maestro.
Ahora sé que no fue un error. De no haber actuado como lo hice, habría muerto allá arriba, en las montañas, y los cuervos me habrían devorado. Estaba exhausto. No me quedaba un céntimo. De haber obedecido a mi impulso natural, me habría suicidado. Y el suicidio es un pecado mortal.
Hasta hoy no tengo nada que lamentar, a no ser las habilidades que se han perdido. Porque el hombre que me seguía poseía unos conocimientos y una experiencia sin parangón. Pese a huir de él, me enseñó muchas cosas. Una de ellas fue que cubrir la mierda con una piedra es mejor que enterrarla, porque la tierra removida es muy visible y, por contra, es imposible disimular el hedor a mierda a menos que haya carne podrida en las inmediaciones. Me enseñó a esparcir las cenizas: así se enfrían más rápidamente. Me enseñó a evitar los pastos a toda costa, pues cada vez que los atraviesas los señalas.