Y me enseñó que no había que hacer nunca, pero nunca, pregunta alguna.
Por eso, cuando hoy he visto que el tejedor gordo andaba haciendo preguntas, no he podido evitar unos movimientos con la cabeza. He subido al piso de arriba preguntándome qué sentido podía tener un comportamiento tan torpe como el suyo. O el tejedor gordo es sumamente estúpido o sumamente inteligente. ¿Estará tratando de influir en mí igual que he tratado yo de influir en él? Lo dudo. Un cátaro podría ser así de ingenioso, pero ¿también un beguino?
Cuando he entrado en mi cuarto de trabajo, he encontrado a Martin. Estaba de pie junto a la ventana mirando a la calle. Al oír mis pasos, se ha vuelto en redondo.
– Maestro -me ha dicho con la boca llena de pan y ajo-, os han seguido.
Me ha dejado un momento sin habla. Lo he mirado mientras me quitaba lentamente la capa escarlata e intentaba darle una respuesta.
– Lo he visto -ha dicho Martin, muy nervioso-. Caminaba detrás de vos y, cuando habéis entrado en casa, se ha parado. Después se ha dirigido a Ademar, el vecino de enfrente, y ha estado hablando con él. Y señalaba esta casa.
– ¿Ah, sí? -he dicho-. ¡Qué extraño!
– Quería saber quién erais. Preguntaba por vos. He visto que decía a Ademar cómo erais de alto.
– ¿Y se puede saber qué haces en la ventana? -he preguntado, recuperando la compostura-. ¿No te das cuenta del trabajo que tenemos?
– Maestro, estaba comiendo. Siempre me habéis dicho que no trabaje cuando coma porque podría manchar el pergamino.
– Es verdad. -he dejado la capa cuidadosamente sobre el baúl de la ropa-. ¿Sigue en la calle el hombre ese?
– No, se ha ido calle abajo.
– ¿Qué aspecto tenía?
Me interesaba verdaderamente lo que había llamado la atención de Martin. Quería saber si había sacado alguna conclusión.
– Era gordo -ha declarado el chico en tono taxativo. (Como él está como una caña, considera gordo a todo aquel que no cabe en una media.)-. Gordo, calvo y con la cara roja.
– ¿Algo más?
– Llevaba un jubón azul sobre una túnica parda.
– ¿Larga o corta?
– Hasta la rodilla.
– ¿Algo más?
– Pues… -La frente lisa de Martin se ha fruncido. Hacía esfuerzos para recordar-. Cinto marrón…
– ¿Llevaba capa? ¿Bolsa en el cinto? ¿Cuchillo? ¿Iba cargado con algo?
– Sí, algo de madera, una especie de peine muy grande, pero sin púas.
La descripción no era del todo satisfactoria. He vuelto a probar.
– ¿Qué hacía? -he inquirido.
– ¿A qué os referís?
– Sí, qué estaba haciendo. ¿Cuál era su actitud? ¿Cómo se movía? Hazme una demostración.
La imitación de Martin de un hombre gordo caminando como un pato me ha provocado una sonrisa. Pero cuando me ha correspondido con una mueca, me he negado a halagarlo con unas palabras de aprobación. Seguía sin sentirme satisfecho.
– ¿Y qué más? -lo he apremiado-. ¿Qué hacía con las manos? Muéstrame qué hacía con ellas. Dime qué hacía exactamente.
Martin ha titubeado. Con aire indeciso, ha hecho una indicación con un dedo. He esperado.
Ha indicado una altura haciendo referencia a la suya y rozando con la punta del dedo uno de sus pómulos. Después se ha recorrido con las manos ambos lados de la cara. Se ha trazado dos círculos en torno a los ojos.
Después ha movido el hombro, se ha echado para atrás y se ha frotado el codo derecho con la mano izquierda.
– Hazlo de nuevo -le he dicho.
Ha obedecido mientras me miraba fijamente. He leído la pregunta en su mirada oscura y atenta.
– Si no me equivoco, hijo mío, ese hombre es tejedor -he declarado, al tiempo que liberaba al chico de sus esfuerzos-. Si tienes ocasión de observar un rato a un tejedor, verás que suele hacer el movimiento que acabas de imitar. Es el gesto del que pasa mucho tiempo ante el telar. Cuando vayas a la iglesia, trata de descubrir a los tejedores.
La sorpresa ha dejado boquiabierto a Martin.
– Si vuelves a verlo, me lo dices -le he encomendado mientras me acercaba al bastidor donde Martin tenía sujeto el último pellejo-. Una cosa, ¿qué te tengo dicho sobre que no hay que poner la piel demasiado tirante? Sigue habiendo un exceso de tensión. No debes hacer tanta fuerza.
– Maestro, ¿se puede saber por qué os ha seguido ese tejedor hasta vuestra casa? ¿Y por qué se ha ido después sin hablar con vos?
– Quizá necesitaba a alguien que hiciera pergaminos. Quizá se ha fijado en que llevo las mangas sucias de yeso.
Pero Martin ha movido negativamente la cabeza.
– Maestro, esas cosas no las ve nadie -ha objetado-. Sólo vos.
– Y tú -he dicho.
Él se ha ruborizado con evidente expresión de complacencia. Aun así, ha continuado con lo mismo.
– Maestro, eso no tiene sentido.
– Quizá no lo tenga para ti ni para mí -he replicado-, pero tiene que existir una explicación razonable.
– ¿Cuál?
He decidido que, si bien es admirable en ciertos aspectos tanta persistencia, no debe ser alentada en lo que a mis asuntos particulares se refiere. Y por eso he fijado en mi aprendiz una mirada fría y decidida.
– El tejedor me seguía a mí -le he dicho-; así pues, dejando aparte cuáles sean sus intenciones, es un asunto que no es de tu incumbencia. ¿Está claro?
Martin se ha vuelto a ruborizar. En un primer momento, me ha parecido que se había ofendido, pero, cuando le he oído farfullar una disculpa, he comprendido que sólo estaba abochornado.
Cuesta muy poco abochornar a ese chico. Después de los golpes que ha recibido, debería tener una piel más curtida; sin embargo, la tiene más fina que el mejor de mis pergaminos; en ella aparecen claramente reflejados todos sus cambios de humor como si alguien los fuera escribiendo con la pluma mejor templada y con tinta negra y de la más cara.
Es preciso que aprenda el arte del disimulo. Es forzoso. ¿Qué será de él, si no?
IX
Debo empezar a leer esos libros de los beguinos. Por desgracia, en eso me he mostrado muy remiso. Al posponer esa tarea que tan poco me apetece, me he condenado a noches de insomnio. Porque si mañana no conozco su contenido, voy a encontrarme en el más grave peligro. Habría debido saber que los beguinos no esperarían. Esta mañana se han presentado en mi taller: eran dos, dos mujeres. Yo estaba cosiendo unos pergaminos cuando han entrado; al levantar los ojos, me he encontrado delante de una matrona que estaba de pie ante mí, muy alta y bien vestida. Tenía una nariz larga, pómulos muy pronunciados y una mirada resuelta. Su mandíbula bien recortada enmarcaba una boca de labios llenos y jugosos; tenía los cabellos ocultos debajo de una profusión de sedas bellamente entretejidas y de suave colorido.
La muchacha que la acompañaba no debía de tener más de diecisiete años. Aunque su indumentaria era sencilla -y hasta diría pobre-, me ha desafiado con la mirada, extrañamente orgullosa y atrevida para una muchacha tan pálida y delgada. Tenía un cuello largo que recordaba el de un ganso y esos hombros derrumbados que suelen tener las tejedoras, las costureras y las monjas.
No habría dicho por su aspecto que pudiera ser parienta de la matrona. Pero tampoco la habría juzgado su criada. Se comportaba más bien como alguien que se sitúa entre la posición de una amiga a la que se favorece y la de una subordinada pobre.