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Sin embargo, por desgracia, puedo temerlo todo de su falta de caletre. Prescindiendo de lo que haya podido hacer para recuperar (o conservar) la libertad, no la mantendrá por mucho tiempo, de eso estoy seguro. Un día lo cazarán y entonces confesará y mi nombre aflorará en los interrogatorios. ¿Cómo podría ser de otro modo? Entonces me arrancarán el disfraz, pese al esmero que he puesto en vestirlo lo mejor posible, y si las manos que me lo quitan son torpes, mis planes se podrían ir al garete. Tal vez me veré obligado a marcharme antes de despertar una atención que no deseo.

Por eso deberé fijarme en todos los desconocidos que pasen por la calle y estar atento a cualquier solicitud insólita o a cualquier hecho que se salga de lo común que encuentre a mi paso. Mi memoria no es la que era y quizás en un futuro tenga que acudir alguna vez al pasado.

Debo empezar de nuevo a centrarme en las lentas y minuciosas tramas que se despliegan ante mí.

II

El viernes antes de la Septuagésima

Acabo de volver de la torre Capitolina, donde anoche dormí en la cárcel del arzobispo.

Al parecer, se han confirmado mis peores miedos. El idiota de Armand Sanche ha vaciado el buche delante del inquisidor de Carcasona. Y ahora tengo que pagar su estupidez.

Cuando llegó la citación yo estaba abajo, sacando de la tina más grande los pellejos de cabra con ayuda de un palo. Por eso oí la respuesta que dio mi aprendiz en la puerta de entrada y supe enseguida que había problemas a la vista. Jamás había venido a verme ningún cura de San Sebastián. Aunque me confieso allí tres veces al año, no soy tan caritativo como para merecer un trato tan considerado.

Reconocí al momento la voz de Anselm Guiraud, uno de los canónigos, que preguntaba por mí. Y cuando mi aprendiz replicó que iba a buscarme, oí otra voz, ésta con acento catalán.

– Dile a tu amo que venga enseguida, bajo pena de excomunión -declaró.

Me complace decir que mis facultades no me han abandonado del todo. Mis miembros se movieron más rápido que mis pensamientos y me apresuré a atrancar la puerta que separa la bodega del taller.

– ¡Un momento, por favor! -grité mientras trataba de recuperar la carta de mi señor. Daba la afortunada casualidad de que me encontraba en la habitación donde la tengo escondida normalmente, por lo que sólo tuve que desplazar el tonel y levantar la losa-. ¡Sólo cuelgo ese pellejo! -dije.

A juzgar por el aspecto del tonel, nadie habría dicho que podía levantarse tan fácilmente. Pero tiene un fondo falso colocado cerca de la boca y, aunque parece estar lleno de agua de cal, en realidad no contiene más que la que cabe en un cubo. Por tanto, moverlo fue cosa de un momento, pese a que soy bajo y ya no estoy en la flor de la edad. El catalán apenas había hecho oír su protesta cuando desatranqué la puerta tras guardarme la carta debajo de la ropa y devolver el tonel a su sitio de costumbre.

– ¡Ah! -exclamó el catalán en cuanto me vio-. ¡Tú eres Helié Seguier, el que fabrica pergamino!

– El mismo -respondí.

– Pues te reclaman en la torre Capitolina -declaró el hombre.

Ese tipo en otro tiempo debía de hacer velas o, tal vez, toneles, a juzgar por las quemaduras que tenía en la cara y en las manos. Pero también «lucía» otras cicatrices, una en cada muñeca: las que dejan los grilletes de hierro. Las conozco bien. Con la misma claridad que si lo leyese en un registro de sentencias, me decían que aquel catalán era un nuncio o un mensajero que trabajaba para su antiguo carcelero. Era un hereje reformado, transformado en lacayo inquisitorial.

Pero yo era un extraño para él y menos mal que era así.

– Esta carta es una citación perentoria del hermano Jean de Beaune, el inquisidor de Carcasona -explicó el canónigo mostrando un documento en latín. Como no leo latín, lo rechacé al momento-. Como puedes ver, lleva su sello.

– Avisa a tu mujer y vente ahora mismo -añadió el catalán, que lanzó una mirada a mi aprendiz, que no es más que un niño.

– No tengo mujer. Ni hijos -le repliqué y me volví a Martin.

Debo confesar que el chico no habría estado más asustado si de veras hubiera sido mi hijo y hubiera visto que apresaban a su padre; en realidad, yo me había ganado su fidelidad de manera muy fácil.

El padre de Martin es Hugues Moresi, un buen inquilino mío, aparte de un diestro zapatero, honrado en sus tratos como el que más. Tiene, sin embargo, la mano pesada cuando ejerce su autoridad dentro de los confines de sus dominios. Y si es cierto que los castigos que administra a su mujer y a sus demás hijos no son de mi incumbencia, no podía tolerar que hiciera daño alguno a mi aprendiz, a quien yo pagaba. Y generosamente, además.

Así se lo dije hará cosa de tres semanas. Y gracias a que se lo dije, Martin dejó de aparecer por mi casa con los labios partidos y los ojos amoratados; así pues, mis clientes dejaron de mirarme de reojo o de hacerme observaciones acerbas para que no me sirviese tanto de la vara si no quería lisiar al niño.

El alcance de la gratitud de Martin por mi intervención se evidenció en la súbita palidez de su rostro cuando el catalán se me llevó de casa.

– Cuelga los cueros restantes -le dije a Martin-. Y atranca bien la puerta y las contraventanas.

– Sí, maestro.

– Después subes arriba y raspas un poco más el cuero. Pero en cuanto merme la luz, te vas a tu casa. ¿Lo has entendido?

– Sí, maestro.

– Yo volveré. No temas.

¡Afirmación bien inútil! Si acaso yo confiaba en mi propia salvación, no supe transmitir aquella seguridad a Martin, que me vio partir como si no esperase volver a verme en la vida.

No es mucha la distancia que media entre mi casa y la torre Capitolina. De camino pasamos por delante de San Sebastián, donde el canónigo me dirigió un mudo adiós desde la puerta. La bendición que me dedicó fue confusa, como si no supiera qué pensar. En cuanto se esfumó, el nuncio me cogió por el codo. Iba armado con un gran cuchillo que exhibía de manera ostentosa y que agarraba con más fuerza que la que yo esperaba.

En realidad, no me había pasado por la cabeza la idea de huir. Sabía que estaba a salvo siempre que Jean de Beaune no me hiciera esperar demasiado.

No lo había visto nunca. Acababan de nombrarlo cuando me fui de Tolosa, por lo que nuestros caminos no se habían llegado a cruzar. Pese a ello, yo sabía de su presencia en Narbona, puesto que conviene no perder de vista a los inquisidores. Hasta el tranquilo rincón donde yo vivía había llegado la noticia del juicio por herejía. Levantó cierto revuelo porque, por derecho, habría debido ser convocado y presidido por nuestro arzobispo. Sin embargo, quien empuñó las riendas fue Jean de Beaune, que vino nada menos que desde Carcasona para pisotear las prerrogativas de los ciudadanos de Narbona y ofender a la asamblea de hombres ilustres a quienes se llamó para ayudarlo en el juicio.

Como lo sabía, me inquietaba que pudiera estar demasiado ocupado para interrogarme en un inmediato futuro.

– ¿Dónde está hoy Jean de Beaune? -pregunté-. ¿En el palacio del arzobispo o en el priorato de los dominicos?

– ¿Cómo voy a saberlo? -replicó el catalán, lo que me hizo ver que no era un hombre muy listo.

Los carceleros listos procuran ganarse a las personas que tienen a su cargo, porque así pueden enterarse de muchas cosas. Pero a aquel catalán sólo le preocupaba su propia importancia.

Abandoné, pues, toda esperanza de diálogo y me dispuse con mansedumbre a que me encarcelaran.

El mur arzobispal fue para mí una novedad. Podría describir la torre como un murus largus; por ser pequeña y estar atestada, brinda pocas facilidades para el confinamiento solitario. La mayoría de los prisioneros se mueven de un lado a otro a voluntad, duermen allí donde encuentran un rincón disponible y reciben visitas a todas horas. En Tolosa y Carcasona, las cárceles inquisitoriales son diferentes. Disponen de pocas y pequeñas celdas en las que están encerrados y encadenados al muro algunos prisioneros. En la torre Capitolina no hay celdas de estas características y los internos sujetos con grilletes pueden, pese a todo y aunque sea lenta y torpemente, moverse de aquí para allá. Me chocó también que el carcelero y los oficiales fueran tan terriblemente corruptos. Mientras estuve bajo su supervisión pude percatarme de que cobraban no sólo por la comida y el vino, sino también por procurar mujeres. También tuve que pagar para gozar del privilegio de que no me sujetaran con las esposas más pesadas.