– Loado sea el nombre de Jesucristo -ha dicho la matrona escrutándome con mirada viva y expectante.
Por un instante, me he sentido perdido. No obstante, sin casi darme tiempo a tomar aliento, he recordado que Berengar Blanchi había empleado la misma frase al saludar a Imbert Rubei, quien le había respondido con idéntico saludo.
Como el sol que asoma detrás de una nube, he comenzado a ver claro. He comprendido que los beguinos usan ese «Loado sea el nombre de Jesucristo» de la misma manera que los cataros se saludan diciendo: «¿Qué haremos para ser mejores?». Son saludos que, en ambos casos, distinguen a los herejes de aquellos que no lo son, una especie de santo y seña para entrar en una ciudad sitiada.
– Loado sea el nombre de Jesucristo -he respondido; al decirlo me he fijado en que los vestidos de las dos mujeres estaban sembrados de un número insólito de hebras sueltas de una tela diferente.
Eran hilos de seda y oro, gruesas hebras de lana de color oscuro y fibras que igual podían ser de hilo o incluso de algodón, algo que no habría sabido decir al momento. Lo que sí podía asegurar era que aquellas mujeres eran tejedoras, pañeras o esposas de sastre (aunque ellas no fueran sastras a juzgar por sus manos).
Al oírme hablar, la matrona ha asentido con el gesto. Era evidente que mi respuesta la había satisfecho.
– ¿Sois Helié Seguier? -ha preguntado.
– El mismo.
– Entonces quiero compraros pergamino.
– Sí. -Me he puesto de pie, contento de que Martin estuviera trabajando arriba-. ¿Para un libro de cuentas, quizá? ¿Para un registro?
– Para un libro sagrado -ha replicado la matrona sin dejar de mirarme fijamente-. Deseo tener una copia de un libro escrito por Pierre Olivi. Su postilla sobre el Apocalipsis. ¿Habéis leído la obra?
No habría podido darme mayor sorpresa. Su temeridad me ha dejado atónito; esperaba una aproximación mucho más sutil.
En realidad, su osadía ha despertado mi cautela. Ningún beguino de verdad, he pensado, habría contestado francamente a una pregunta tan abierta. Hasta los herejes más imprudentes de Narbona habrían sospechado que se trataba de una trampa.
– Ese libro ha sido condenado -he dicho.
– Pero ¿quizá lo leísteis antes de que lo condenaran? -Me ha presionado-. En cualquier caso, deberíais leerlo ahora. Es una maravilla. Aunque se juntaran todas las cabezas de todos los hombres del mundo, no podrían escribir una obra mejor, a no ser que fuera con la ayuda del Espíritu Santo.
He mirado, estupefacto, a la mujer y después a la joven, y de nuevo a la mujer. La expresión de las dos era de ansiedad, aunque en la de la joven también había impaciencia, mientras que la mujer mayor parecía mucho más serena.
– He leído el libro -he mentido, haciendo votos para que Martin no estuviera escuchando en lo alto de la escalera (lo que hacía a menudo)-. Será un honor para mí suministrar pergamino para una copia de esa obra.
Las dos beguinas se han mirado. La matrona se ha vuelto hacia mí con una sonrisa. Tenía hermosos dientes.
– Si habéis leído el libro, debéis saber el espacio que ocupa -me ha dicho-. Traedme mañana el pergamino necesario inmediatamente después de comer. A mi casa. Vivo en la tienda del pañero que está junto a la hostería de la Estrella. ¿Conocéis la hostería de la Estrella?
– Sí.
– Pues traedme el pergamino a la tienda y os pagaré un buen precio.
– ¿Por quién pregunto en la tienda? -he dicho a continuación hablando atropelladamente antes de que se fueran las dos mujeres-. ¿Pregunto por vos?
– Soy Berengaria, la esposa de Pierre Donas, el pañero -me ha replicado mientras echaba una ojeada general a la tienda y fruncía ligeramente la nariz al notar el olor especial del ambiente-. Procurad que el pergamino sea de buena calidad. No vayamos a profanar la postilla del hermano Pierre Olivi con un mal pergamino.
– Yo no vendo mal pergamino. -Con serenidad, pero con firmeza, he defendido mi fama-. El género que vendo es de buena calidad.
– Al trabajador honrado nunca le faltan clientes. -Ha observado Na Berengaria en tono de aprobación-. Así pues, nos veremos mañana. Vendréis vos mismo en persona, ¿queda entendido?
– Por supuesto.
– Loado sea el nombre de Jesucristo.
Y con un revuelo del recargado vestido, ha salido de mi taller acompañada de la muchacha. He tardado un rato en recuperarme de la sorpresa. No me esperaba tanta brusquedad, era como si acabase de recibir un batacazo en la cabeza.
Por fin ha comenzado a posarse el remolino de mis pensamientos y ha parecido que se establecía cierto orden. He empezado a considerar las inaplicaciones que entrañaba la visita de Berengaria y he ido sopesando las probabilidades que se perfilaban en mi mente.
¿Es una beguina auténtica? Eso parece. ¿Me mira realmente como a otro converso? Quizá. ¿Conoce a Jacques Bonet? ¡Ay de mí, ésa es la pregunta más importante!
Si acaso conoce a Jacques, debe de ser en calidad de fugitivo, no como agente de Jean de Beaune. En tal caso, ¿a qué viene esa forma de comportarse tan abierta e imprudente? No puedo creer que alguien que ha ayudado o matado a un tercero fugitivo vaya preguntando alegremente por ahí a unos totales desconocidos si han leído la postilla de Pierre Olivi. A no ser que tenga un propósito secreto. O que se trate de una loca.
Supongo que es una posibilidad. Por otra parte, podría desconfiar de mis motivaciones. Si conoce a Jacques Bonet como agente de un inquisidor, podría sospechar que yo también lo soy. En ese caso, tal vez intente atraerme a su cubil para matarme igual que mató a Jacques. Debo confesar que me cuesta imaginar a esta mujer matando a nadie. En cuanto a la joven, a ésta sí la veo capaz de matar en un arrebato de pasión; pero a Berengaria no. Jamás he encontrado a un asesino con ese aire de plenitud del que ella parece disfrutar. Y eso que a lo largo de mi vida me he tropezado con algunos asesinos.
Existen cuatro posibilidades. Una es que no sepa quién es Jacques Bonet y que sólo sienta el deseo de difundir las enseñanzas de Pierre Olivi, pese a los peligros que el hecho conlleva. Otra es que sepa que Jacques es un beguino evadido, pero que cometa la ingenuidad de seguir corriendo riesgos. La tercera es que haya matado a Jacques y que ahora quiera matarme a mí. Una cuarta es que Jacques haya revelado su mortal secreto y se ponga a su merced. Tal vez sea una de esas mujeres qué se sentiría más que satisfecha de ayudar a alguien en la situación de Jacques a escapar de las garras de Jean de Beaune.
No consigo decidir cuál de esas alternativas es la más probable. No conozco bastante a esa mujer para optar por una opción lo bastante informada. Con todo, sería una estupidez caer en una trampa por falta de protección. Por consiguiente, cuando vaya mañana a su casa, me llevaré un cuchillo. Lo llevaré escondido en una de las botas. Y evitaré entrar en una habitación oscura, sobre todo si tengo a alguien detrás de mí.
Así pues, mi plan es éste. Esta mañana temprano he llegado a la conclusión de que era bueno. Después, una vez decidido a actuar, he examinado mis estanterías y he reunido unos pergaminos que, una vez envueltos en un paño, he dejado aparte, reservados para Berengaria. Pero mientras lo hacía, se me ha ocurrido algo.
Según ella me ha dicho, compraba el pergamino para hacer una copia de un libro herético. Así pues, me he preguntado si podían haberse hecho otras compras en mi tienda con ese mismo propósito. No por parte de copistas, notarios, sacerdotes o monjes, sino de tejedores, pañeros y otras personas no conocidas por su interés en la palabra escrita. Sin duda, esa clase de personas precisarían de alguna forma de registro o de libro de cuentas para consignar sus actividades. Pero en ese caso los folios suelen ser grandes y su propósito está claramente especificado.