Por otra parte, un códice herético tiene que ser por fuerza pequeño para poder esconderlo fácilmente. Además, si yo fuera un hereje y quisiera comprar pergamino para copiar un texto prohibido, buscaría una tienda en la que no me conociera nadie. Y me aseguraría de no volver a poner nunca más los pies en ella.
Después de todo, ¿quién sabe qué transacciones querrán investigar los inquisidores en su persecución de los libros prohibidos?
Movido por una repentina curiosidad, he subido al piso de arriba para inspeccionar mi propio registro. Lo llevo por la fuerza de la costumbre, aunque tiene escasa utilidad; en él constan todos los pedidos y las compras que se hacen en mi tienda, junto con los detalles referentes a las personas involucradas. A veces me dan un nombre. A veces lo reservan. Pero en la columna de la izquierda hago siempre una señal especial si no conozco al cliente. Y en tales casos procuro describir al desconocido de la. manera más completa posible. Es pura costumbre, supongo, aunque no deja de tener sentido cuando se trata de alguien que se esconde. He llegado a la conclusión de que incluso la buena memoria necesita apoyos.
Arriba, en el taller, Martin estaba ocupado raspando pergamino con el yeso. Parecía feliz sintiéndose dueño del taller por un tiempo; le he dicho que me avisara si venía alguien.
– ¿Quiénes eran esas señoras? -me ha preguntado.
Lo he mirado fijamente.
– ¿Has escuchado? -le he preguntado.
– No, maestro. -ha acompañado las palabras de un movimiento de la cabeza-. Las he visto entrar y, después, salir. Desde la ventana.
– Entonces habrás sacado tus propias conclusiones -he dicho; después lo he enviado abajo.
Le he dicho que barriera la tienda y ordenara los estantes. Y que mientras se ocupaba de esos quehaceres me dejase trabajar.
Tengo el registro en un lugar de fácil acceso, junto a mi cama. No veo la necesidad de guardarlo bajo llave en el baúl de la ropa blanca, como hago con este diario. Así pues, he recuperado enseguida el volumen sin encuadernar que, por tratarse de un conjunto de recortes y de muestras desperdigadas y cosidas, tiene todas las trazas de algo fragmentario.
He ojeado las páginas en busca de aquella señal especial. Y cada vez que la he encontrado, he comprobado el nombre. Después he leído la descripción. (Algunas eran muy detalladas, sobre todo cuando no figuraba el nombre ni la profesión.) Tras descartar a todos los sacerdotes, monjes y notarios, me he quedado con una lista de clientes extremadamente reducida. Todavía la he acortado más después de eliminar a varios comerciantes con los que me he familiarizado a raíz de su primera visita a mi tienda.
De pronto, he tenido la sensación de que me saltaba a la vista un nombre que figuraba en un folio amarillento. Hacía unos tres años que estaba allí escrito junto a la señal especial.
El nombre era Imbert Rubei.
Me parece que se me ha escapado un silbido al verlo. ¡Imbert Rubei! Seguro que se trataba del mismo hombre. La descripción cuadraba. Según mis palabras, era un hombre de edad que cojeaba ligeramente, tenía unas cejas espesas y grises y una mandíbula cuadrada. En mi anotación le adjudicaba la profesión de comerciante de seda. Había hecho un pedido de tres manos de pergamino perforado y me había facilitado una dirección del Bourg así como su nombre.
Debajo de esa entrada yo había garrapateado otra, escrita con tinta diferente, sirviéndome de una pluma ligeramente más fina.
La entrada decía:
Recuerdo este nombre. Constaba en una carta enviada al Papa por los cónsules del Bourg. Protestaban contra la excomunión de unos frailes espirituales de Narbona. Debió de ser justo después de mi llegada a Narbona, cuando yo vivía todavía en el Bourg, ya que la carta fue leída en la iglesia de Notre-Dame Lamourguier. A los cónsules les preocupaba que muchos burgueses que cumplían con sus devociones en el priorato franciscano ya no podrían seguir haciéndolo.
Imbert Rubei debe de haber sido cónsul en otro tiempo.
Estaba atónito y contrariado a la vez. ¿Cómo había podido olvidar un hecho tan importante? De pronto me ha sorprendido el recuerdo como una ráfaga: la alta bóveda de piedra de la iglesia, las palabras del sacerdote pronunciadas en tono monocorde, los nombres de los seis cónsules que, como hubo de parecerme entonces, corrían un gran riesgo. Había tomado nota mentalmente de sus nombres por esa misma razón y me he preguntado si tardaría mucho tiempo en ver a aquellos mismos hombres abjurando de su herejía en un sermo generalis. Ya entonces presentía la tormenta que se avecinaba y que muy pronto había de engullir a muchos espirituales franciscanos.
Y como yo era nuevo en Narbona, no estaba acostumbrado a la desvergonzada confianza de su gente.
De todos modos, el recuerdo de la visita de Imbert Rubei a la tienda no era tan nítido. Me había quedado con su cara, eso sí, por eso lo reconocí al momento cuando lo vi merodeando junto a la casa de Vincent Hulart. Sin embargo, no lo había situado en mi tienda por muchos esfuerzos que hice entonces para recordarlo. No podía recordar cómo iba vestido ni qué había dicho. Eso era algo que me sacaba de quicio.
Si no por otra cosa, esto demuestra por qué mi registro -y también este diario- me es tan necesario. Mi memoria es débil e imperfecta y debe apoyarse en ellos.
El nombre de Imbert Rubei aparece una sola vez en las hojas del registro. Así que hubo adquirido las tres manos de pergamino, se esfumó y ya no volvió a aparecer nunca más en mi tienda. ¿Habría comprado el pergamino para escribir en él un texto herético? Tal vez. Pero de ser así, ¿por qué se identificó? Habría podido hacer la compra de forma anónima o utilizar un nombre supuesto.
A lo mejor, el pergamino estaba destinado a una finalidad legítima. Después de todo, si uno comercia con la seda realiza muchas transacciones financieras y debe registrarlas en algún sitio. No hay forma de saber cuáles eran sus intenciones reales.
La unica cosa que sé ahora es dónde está su casa. Es una suerte, porque debe de ser un beguino. No hay más que considerar los hechos: en primer lugar, empleó la frase «Loado sea el nombre de Jesucristo» a manera de saludo; en segundo lugar, protestó por la excomunión de los espirituales franciscanos; en tercer lugar, comercia con sedas y lleva una basta túnica parda.
Por otra parte, es amigo de Berengar Blanchi. Pasaron juntos mucho tiempo el día del aniversario de la muerte de Pierre Olivi. Y Berengar Blanchi es primo de Vincent Hulart. Y Vincent Hulart era el único nombre que llevó Jacques Bonet antes de esfumarse.
Me parece que tendría que hacer una visita a la casa de Imbert Rubei; sin embargo, antes he de visitar a Berengaria Donas.
De momento, tengo la sensación de estar rodeado de beguinos por todas partes.
X
Hoy he ido a la tienda del pañero situada cerca de la hostería de la Estrella y no he parado un momento de cavilar sobre la postilla de Pierre Olivi.
Anoche no la pude terminar porque la obra es larga y complicada. Con todo, leí lo suficiente para comprender por qué mi maestro la encuentra alarmante. Según la interpretación que hace Olivi de las Sagradas Escrituras, en la Iglesia ha habido siete eras, la sexta de ellas fundada por san Francisco. En opinión del autor, después de Cristo y de su Madre, san Francisco fue el más fiel observante de la vida evangélica. Su regla evangélica será crucificada al final de la sexta era igual que un día fuera crucificado Cristo. Entonces empezará la séptima era, con la muerte del anticristo y la resurrección del cuerpo de san Francisco. En ella ocurrirá también la fundación de una nueva Iglesia.
Si yo fuera dominico, la lectura de esas cosas me habría inquietado.
Cierta vez mi maestro me dio un consejo que no he olvidado nunca. Había descubierto un libro cátaro llamado La cena secreta y me pidió que lo leyera, ya que había sido traducido a la lengua vernácula. El libro estaba plagado de mentiras. Alegaba, entre otros errores, que Satanás había creado todas las cosas vivas, que había formado al hombre moldeándolo con barro a su imagen y semejanza y que después había aprisionado los espíritus de los ángeles en el interior de cada cuerpo de barro.