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Antes de poner el libro en mis manos, Bernard Gui me dijo una gran verdad. Me dijo que muchas personas creen una mentira por el simple hecho de verla escrita, pues consideran sagrado todo lo que ven escrito. Me advirtió que de ese modo se extravía a menudo a los hombres ignorantes. Y que ellos sólo leen u oyen lo que está traducido a su lengua vernácula, que es muy poca cosa, y que como el latín es la única lengua que se entiende en todo el mundo, gran parte de la sabiduría que nos es accesible está en latín.

– Los herejes sacan sus propias conclusiones aunque su conocimiento sea incompleto y, por tanto, imperfecto -me dijo-. Si hubieran leído todo lo que he leído yo, si estuvieran familiarizados con las palabras de san Agustín, san Jerónimo, san Anselmo y de todos los grandes escritores que han defendido con su pluma tanto a Dios como a la Iglesia, no estarían tan dispuestos a aceptar como verdad todas las mentiras que leen por el simple hecho de que están escritas.

También yo he descubierto ahora que las mentiras parecen adquirir más cuerpo si están escritas. Incluso La cena secreta me impresionó, a pesar de las cosas absurdas que dice. De haber leído el libro sin las orientaciones que me dio un día mi maestro, tal vez me habría inducido a creerlas. Porque yo no soy hombre de cultura y no sé qué dijo san Agustín, san Jerónimo ni san Anselmo.

Con todo, he estado en contacto con algunos textos heréticos. Y cuantas más obras de ese género lees, menos inclinado te sientes a creer lo que dicen. Porque aunque todas tienen algo diferente que decir, ninguna de las cosas que dicen parece demostrada ni confirmada por lo que veo en el mundo que me rodea. Y por eso me pregunto: si esos herejes dicen verdad, ¿por qué no son manifiestas sus diversas verdades? Y si debo escoger entre las herejías, ¿por qué he de inclinarme por una y no por otra?

Mi maestro tiene razón cuando dice que el orgullo está en la raíz de todas las herejías. ¿Cómo un hombre que se sabe pequeño, débil e ignorante como yo va a levantarse contra la Iglesia, con toda su gloria terrenal y su antiquísima sabiduría? Es una pregunta que me hago a menudo. Los herejes no se la hacen, y por eso caen en el error.

En muchos casos, ese orgullo es su único defecto. Si algunos herejes son asesinos, embusteros e hipócritas, hombres sin conciencia, también los hay dignos de admiración en muchos aspectos. Llevan una vida modesta, hacen buenas obras y se niegan a sí mismos. Incluso el mismo Bernard Gui hubo de admitirlo: «La escuela del demonio, con su apariencia de bondad, parece en muchos aspectos una imitación simiesca de la escuela de Cristo», observó en una ocasión.

Ojalá no fuera así. Ojalá los beguinos, por ejemplo, fueran venales y violentos. Porque si fueran de ese modo, sería más fácil traicionarlos. Sería más fácil pensar: «Son una llaga en el corazón de la cristiandad y es preciso cauterizarla cuanto antes para evitar que infecte y corrompa el cuerpo de la Iglesia».

Pero me temo mucho que Berengaria Donas no es violenta ni venal. A mí más bien me llama la atención porque es ferviente, generosa, amable, excesivamente confiada; eso sí, un poco estridente y también un poquito candida. Pero lástima que también es hereje. Y como tal, es un peligro para todos nosotros.

Si hubiera alguna manera de hacerla entrar en razón antes de que conduzca hacia la catástrofe a sus amigos y a su familia…

El problema, tal como yo lo veo, es la excesiva confianza que tiene en sí misma. Cuando vas a su casa, comprendes sus razones. Vive en la Rué Droite, en un edificio de piedra grande y elegante cuya planta baja se abre a la calle. Allí he podido ver rollos y más rollos de los más finos tejidos: biffe de Provins, surge de Beaucaire, lienzos de Reims, brocados, sedas y damascos. El muchacho granujiento que examinaba tan valiosa colección de tejidos no podía tener más de veinte años, aunque iba vestido con la grave dignidad de un cónsul de mediana edad, con prendas largas y holgadas, amén de bien cortadas.

Me he preguntado si sería el hijo de Berengaria. Era lo más probable. Era alto y delgado y tenía un rostro alargado; sin embargo, cuando lo he saludado con las palabras «Loado sea el nombre de Jesucristo», ha hecho un movimiento brusco con la cabeza y la ha vuelto hacia la trastienda.

– Mi madrastra está en la cocina -ha dicho.

Sería imposible reproducir el tono exacto de su voz, que era a un tiempo impaciente, distante, sumiso, hostil, altanero y desilusionado. Debo confesar que me ha sorprendido. Como también la riqueza de su atavío y la decoración espléndida de la tienda. (He contado como mínimo tres pares de tijeras, pero quizás había más.) No se han regateado dispendios para demostrar que Pierre Donas, el pañero, posee una inmensa riqueza, tiene buen gusto y goza de prestigio.

Pero la ilusión termina en la puerta de la cocina. En la cocina de los Donas no se advierte muestra alguna de exceso o complacencia. Todo es simplicidad y ausencia de adornos. Incluso el mobiliario es escaso y tan humilde como el que puede verse en los valles de los Pirineos. Aparte del mobiliario y de una magra cantidad de alimento, en la cocina no había más que un par de pucheros de hierro, un afilado cuchillo, unas cuantas cucharas de madera, un hacha, una hoz y un reducido conjunto de sencillas vasijas de barro desprovistas de toda decoración.

El único adorno de la estancia era la propia Berengaria Donas, que se ha vuelto en redondo, cogida por sorpresa, cuando yo he irrumpido en la cocina. La entrada ha sido deliberadamente brusca porque no quería que me esperasen. Como el joven granujiento no ha anunciado mi llegada, no he visto inconveniente en abrir de golpe la puerta de la cocina (con la suficiente fuerza como para hacer temblar las paredes) y cerrarla y atrancarla después a fin de guardarme las espaldas. Como es natural, en primer término, he vigilado con atención al hijastro de Berengaria, que no ha intentado seguirme.

Había otras dos puertas para salir de la cocina. Una daba a un patio y estaba abierta; la segunda estaba cerrada. No había ningún fuego encendido. He contado a tres personas en la estancia: Berengaria Donas, el sastre de piel oscura y la muchacha de cuello largo. El hombre y la chica comían sentados a una mesa.

– ¿Qué…, qué…? -ha tartamudeado la matrona-. ¿Sois vos, Helié Seguier?

– Sí.

Llevándose una mano al pecho, Na Berengaria se ha dejado caer en un taburete.

– ¿Por qué tanta precipitación? -ha dicho-. Me habéis asustado.

– Os traigo el pergamino. -Tras cruzar la habitación, he abierto de par en par la puerta cerrada sin apartar los ojos del sastre, que era alto y fornido; debido a ello, su aspecto era amenazador-. Me dijisteis que os lo trajera.

– Llegáis con antelación -ha dicho el sastre; llevaba razón, pues yo había adelantado la visita para sorprender a los que me esperaban, no fuera a ser que me preparasen alguna trampa.

El cuarto contiguo era una especie de bodega atiborrada de barriles y sacos. Aparentemente, no había nadie escondido en sus sombríos rincones. He cerrado la puerta y me he dirigido a la siguiente, que también he cerrado y atrancado.

– ¿Tenéis miedo? -ha preguntado el sastre.

– Sí, de muchas cosas -be proseguido-. Este pergamino es valioso.

El sastre me ha mirado con severidad.

– ¿Nos tildáis de ladrones? -ha preguntado.

Berengaria ha reaccionado tocándole el brazo, como si lo refrenara.

– El maestro Helié tiene motivos para estar nervioso -ha contestado ella-. Al igual que todos. Ha presenciado qué les ocurre a los demasiado confiados. -Sus ojos se han llenado de lágrimas-. Ojalá nosotros nos mostrásemos tan firmes como él a la vista de tantos sufrimientos y persecuciones.