La chica pálida se ha persignado. El sastre se ha levantado bruscamente. Debo admitir que he retrocedido alarmado porque, como ya he dicho, el sastre es un hombre corpulento, de largos miembros y poderosa estructura. Pero no lo mueve la violencia. Por el contrario, me ha puesto las manos en los hombros.
– Os vi en el campo del martirio -ha anunciado-. Vimos que recogíais santas reliquias de nuestros hermanos y hermanas en Cristo.
– Os equivocáis -le he dicho al tiempo que me desasía de sus manos.
Pero el sastre no permite que lo desmientan.
– Os vi -ha insistido-. Yo estaba allí como testigo de los hechos.
– También nosotros guardamos reliquias -ha añadido Berengaria, que también se ha puesto de pie y me ha tendido la mano-. Venid. Os las mostraré.
He vacilado.
– No tenéis nada que temer de nosotros. -La mujer todavía tenía los ojos húmedos, pero su sonrisa era suplicante-. Os acogemos como hermano, maestro Helié. ¿Qué teméis?
– Vengo de Carcasona -ha sido mi respuesta cuidadosamente meditada-. Los dominios de Jean de Beaune.
– ¡Ese demonio! -ha escupido la joven pálida-. ¡Debería arder en el Infierno!
– Debemos rezar por el alma de Jean de Beaune a fin de que pueda ver la luz -ha dicho Berengaria-> pero no somos amigos suyos. Somos amigos vuestros, maestro Helié.
Después me ha presentado al sastre, que se llamaba Blaise Bouer, y a la muchacha: Guillelma Roger. Parece que el sastre es cliente de la familia Donas; por otro lado, según la matrona, el padre de Guillelma no se muestra comprensivo con las necesidades espirituales de su hija. Por eso la joven pasa la mayor parte del tiempo en casa de los Donas, donde ayuda en la cocina y en la limpieza y también a partir leña.
– Todos somos buenos cristianos y nos dedicamos a servir a los pobres -me ha informado Na Berengaria-. Los domingos nos reunimos aquí con otras buenas gentes para rezar y leer algunos textos sagrados y para recoger las limosnas que destinamos a aquellos que la Iglesia carnal condenaría, los pobres, débiles y fugitivos que sufren injusta persecución.
Como podéis suponer, me interesaba enterarme de todo aquello. Pese a todo, no he querido hacer preguntas y he permanecido expectante con los pergaminos envueltos y apretados contra el pecho.
– Seríais bienvenido entre nosotros en los tiempos que corren -ha continuado Berengaria-. Nos sentimos más que contentos de haberos conocido, Helié Seguier.
– Encontraréis fortaleza en nuestra fe -ha dicho Guillelma-. En esta casa reina la pobreza y todos creemos en la vida evangélica tal como la predicó el bienaventurado Pierre.
– Debéis traernos vuestras reliquias -me ha pedido Berengaria-, para que podamos venerarlas junto con las nuestras.
He ido mirando aquellos rostros inocentes uno por uno. A pesar de que Blaise tenía un aspecto algo desagradable, su mirada era clara y penetrante. Na Berengaria tenía una sonrisa serena que recordaba a la Virgen María. En cuanto a Guillelma, su actitud era de mal pronóstico para todos; su aspecto era el de una persona movida por una rabia incontenible contra los ricos y los poderosos.
– Os equivocáis -le he dicho tratando de eludir la respuesta.
Después, Berengaria me ha cogido de la mano y me ha llevado a la bodega. Debo confesar que me resistía a seguirla, ya que Blaise nos pisaba prácticamente los talones. Pero no podía alegar justificación alguna para negarme. Como ya me había mostrado muy desconfiado, temía que si persistía en resistirme, se extrañarían de mi reticencia.
He puesto, pues, toda mi confianza en el cuchillo que llevaba escondido en la bota. He bajado a la bodega, donde no me esperaba un mal trato. Por el contrario, el comportamiento de mis acompañantes ha sido respetuoso y reverente. Y he comprendido el motivo cuando he visto que Blaise abría uno de los toneles.
Escondida en él había una caja de madera casi tan grande como un baúl de los utilizados para guardar ropa. Pese a la poca luz, he visto que la madera estaba tallada con esmero. Tras levantar con todo cuidado la tapadera, Blaise ha puesto al descubierto un montoncito de seda blanca que abultaba bastante y olía a diablos. Na Berengaria se ha arrodillado. Con la desenvoltura propia de una mujer acostumbrada a manipular ricas telas, ha deshecho el fardo con movimiento grácil y presto para dejar a la vista una de las cosas más espeluznantes que yo había contemplado en la vida.
– Es la cabeza de Esclaramonde Serrallerii -ha dicho por lo bajo Berengaria-. Y aquí está el hombro y parte del pecho.
– Amén -ha dicho Guillelma.
– Y aquí tenéis el riñón de Jean Egleysa. Y aquí la espinilla del hermano Pierre de Frayssenet, santo mártir de Dios.
Los tres se han persignado solemnemente, imperturbables ante el inmundo hedor. Yo les he seguido la corriente. Se ha producido un devoto silencio y seguidamente Berengaria se ha inclinado y ha besado suavemente los dientes descubiertos y ennegrecidos de Esclaramonde Serrallerii.
Cuando ha levantado los ojos para mirarme, he sabido qué me correspondía hacer.
Sabe Dios que me ha tocado hacer cosas peores en la vida. Una vez me escondí en un montón de mierda. En otra ocasión, encontrándome hambriento en el mur de Tolosa, comí pan en el que antes se había meado el carcelero. Una vez, en la cueva de La Vache, maté a un hombre al que primero abatí de una pedrada y después rematé con su propia hacha.
Una vez abandoné a una muchacha que me amaba.
En la vida siempre hay cosas que es preciso hacer y sufrimientos que hay que arrostrar. Dios lo ha querido así. Por consiguiente, he doblado una rodilla y he dado un largo beso a la espinilla del hermano Pierre de Frayssenet, que parecía un trozo de carbón medio quemado.
Esta simple muestra de veneración ha servido para ganarme las simpatías y la confianza de Na Berengaria. Hasta el propio Blaise ha quedado convencido, o todo lo convencido que puede quedar. Después de superar una prueba tan extrema de devoción, me han abrazado uno tras otro. Después, mientras Blaise devolvía las reliquias a su escondrijo, Berengaria me ha sometido a un hábil interrogatorio. ¿Cuándo había llegado a Narbona y a qué había venido a esa ciudad? ¿Era tal vez para ilustrarme? ¿O quizás huía de una persecución?
He explicado que mi familia había sido activa defensora del franciscano Bernard Delicieux, quien por espacio de tanto tiempo había combatido a los inquisidores dominicos de Carcasona y que había muerto en la prisión a causa de ello hacía tan sólo un año. Como Jean de Beaune desconfiaba de todos aquellos que llevaban mi apellido, según les he dicho, me vi obligado a abandonar Carcasona hacía unos cinco años para buscar la paz en Narbona.
– Pero vivo presa de un miedo constante -he declarado con acento grave y sincero-. Tengo la sensación de que ahora Jean de Beaune está en todas partes. Que puedo levantar la cabeza y a lo mejor me la rebana. Por eso estoy siempre solo, ¿en quién voy a confiar?
– En nosotros -ha insistido Berengaria.
– No tengo más opción -he replicado-. Ahora vosotros me conocéis y yo os conozco a vosotros. Debemos confiar mutuamente.
– No temáis, Helié Seguier -ha dicho la matrona con una confianza que a mí me ha parecido del todo infundada-. Debéis tener presente que a nosotros no nos exigen juramentos delante de prelados e inquisidores en relación con nada, como no sea la fe y los artículos de fe. ¿Os dais cuenta? Si nos preguntan por nuestros hermanos y hermanas, no estamos obligados a hablar, ni siquiera bajo juramento, porque si lo hiciéramos no amaríamos a nuestro prójimo a la manera de Cristo. Además, si nos excomulgan por negarnos a decir la verdad delante de un tribunal, la excomunión es injusta y no nos obliga a nada, ya que los prelados e inquisidores son herejes.