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Y en eso llevaba razón. Como me había colocado entre los borrachines arrimados a la fachada de la hostería, ha llegado a mis oídos una larga conversación que giraba en torno a Imbert Rubei sin que yo la hubiera iniciado. Ha querido la suerte que pudiera sentarme junto a dos de los vecinos de Imbert que estaban empapándose de sol en un banco situado junto a la puerta principal de la taberna, a quienes he oído hablar sobre una mujer que había salido de pronto de la casa de Imbert.

Era bajita, delgada y entrada en años. Su cabello era casi enteramente gris y tenía la espalda ligeramente encorvada. Como iba cargada con una cesta, he deducido acertadamente que iba a la compra. Las ropas con que iba vestida eran sencillas y de tela basta.

Por los comentarios que he oído a los que estaban junto a mí, se trataba de la cuñada de Imbert Rubei.

Ll interés que les despertaba la mujer se limitaba a una sola cosa: ¿compartía cama con su cuñado? El más joven, que era barbero a juzgar por los pelos que llevaba adheridos a la ropa, estaba seguro de que era así. El de más edad, panadero, por las manos requemadas y las mangas espolvoreadas de harina, la ha defendido con denuedo. Na María, ha dicho, era una mujer piadosa.

– Es pecado que un hombre tome a la mujer de su hermano -ha declarado el panadero-. Aunque los dos sean viudos, sigue siendo pecado. Y Na María nunca cometería ese pecado.

– ¿Y tú qué sabes? -ha replicado el barbero-. ¿Por qué viven juntos, si no duermen juntos?

– Pues porque él no tiene más remedio -ha dicho el panadero mientras empezaba a contar la historia de la mala suerte de Imbert.

Por lo que ha contado, he deducido que Imbert fue muy rico en otro tiempo, cónsul del Bourg, pero perdió todos sus bienes hace unos treinta años. Parece que ocurrió cuando se acusó de asesinato a tres dignatarios del arzobispado -Imbert Rubei y otros nueve prominentes ciudadanos sancionaron su ejecución en la horca-, pese a que apelaron al Tribunal Real. El resultado fue una multa descomunal impuesta por el Rey y la confiscación de sus bienes por parte del arzobispo.

Su hermano le dejó su actual residencia a condición de que se ocupara de su esposa.

– Sí, sí, ya entiendo -ha contestado el barbero-. Todo cuadra, pero ¿cómo es que no ha restablecido su fortuna después de transcurrido tanto tiempo? Al fin y al cabo, comercia con seda. A buen seguro que podría pagarse una miserable sirvienta.

– Hubo un tiempo en que tuvo un criado -ha observado el panadero, palabras que han despertado en mí un intenso interés-. Hará de eso unos seis meses. Pero no sé qué le pasó. Desapareció de pronto.

– Quizá lo prudente sea fingir pobreza -ha observado el barbero-. Si eres rico, la gente intenta desplumarte.

– Exacto. ¡No tienes más que ver qué le pasó a Imbert Rubei cuando era rico! Si hubiera sido pobre, dudo que el Rey y el arzobispo se hubieran preocupado de él.

Ha seguido a continuación una larga conversación sobre impuestos y tributos durante la cual he fingido dormir, gracias a lo cual he disimulado que estaba escuchando. Pero nadie ha manifestado ningún otro hecho revelador. Nadie ha vuelto a referirse a la misteriosa desaparición del criado de Imbert. Tampoco el panadero ni su acompañante han aventurado la posibilidad de que la pobreza de Imbert (que los dos han asumido en parte) pudiera tener otra causa que la intención de eludir el pago de los impuestos o diezmos.

En ningún momento ha salido de sus labios la palabra «beguino».

Al ver que por fin el sol ya había completado un buen trecho de su recorrido a través del cielo, me he visto en la obligación de marcharme. Quería esperar tan sólo a que volviera la cuñada de Imbert, ahora con la cesta cargada de pan y verduras. Después me he desperezado y he bostezado un poco haciendo todo lo posible para imitar a un hombre que se despierta de un sueño profundo. Pese a todo, antes de irme he devuelto el vaso al posadero y me he arriesgado a hacerle una pregunta, pronunciada cuidadosamente con acento gascón.

– La persona que me recomendó vuestro establecimiento -le he dicho- era un tipo alto de negros cabellos y con la cara marcada de viruela que, según me dijo, se llamaba Jacques. Me dijo que trabajaba en una casa de por ahí. Esperaba volver a verlo. ¿Sigue frecuentando vuestra casa?

– Jamás ha puesto los pies en mi casa -ha replicado el tabernero, que me ha parecido curiosamente arisco y desagradable para la profesión que ejerce.

Incluso he pensado que podía estar enfermo, porque he observado que tenía la tez amarillenta y la frente húmeda.

– Supongo que os referís al criado de Imbert Rubei.

– ¿Tiene la nariz larga? ¿El pulgar torcido?

– Jamás lo he tenido tan cerca para ver cómo tiene el pulgar. Apenas le he puesto los ojos encima. Os aseguro que no ha estado nunca en esta casa.

– ¡Ah!

– En cualquier caso, se fue. Antes de Navidad. ¿Por qué queréis verlo? ¿Acaso os debe dinero?

– No, no, pero era un hombre curioso, con muchas cosas que contar. Y como yo era vecino suyo… -Me he encogido de hombros-. En fin, no tiene importancia.

– Imbert Rubei no lo habría dejado entrar aquí. -Ha rezongado el posadero-. No iba a dejar que se metiera en este antro de vicio.

Después, se ha apartado para atender a otro cliente después de proporcionarme más información que la que yo podía razonablemente esperar.

Camino de casa, he dado un repaso a todas las cosas que he averiguado y me he sentido complacido. No hay duda de que Jacques Bonet estuvo en casa de Imbert Rubei. Permaneció allí un tiempo y se fue antes de Navidad. Sigue siendo incierto el sitio exacto al que pudo dirigirse.

¿Abandonó Narbona por decisión propia, amparándose en un nombre falso? ¿O sigue escondido en algún sitio de la ciudad en connivencia con beguinos como Berengaria Donas?

Tal vez mañana lo descubra.

Martin se ha alegrado al verme llegar. Me ha dicho que la tienda estaba tranquila, pero que habían entrado dos visitantes, un canónigo regular y uno secular.

– ¿Qué me dices de ellos? -le he preguntado-. Me refiero a otras cosas que no tengan que ver con su ocupación.

– Pues que uno era alto y el otro bajo. Que los dos eran delgados. Y que el alto era bastante viejo. -Martin se ha quedado reflexionando un momento-. Creo que podría ser un maestro de la escuela de la catedral.

– ¿Por qué lo dices?

– Por su manera de hablar y de mirarme. -En la expresión del muchacho he visto flotar una expresión de desagrado-. Como si se figurase que yo pensaba arrojarle tinta en cuanto me diera la espalda.

Me ha faltado poco para soltar una carcajada.

– ¿Te ha tirado de las orejas cuando le has dicho que no podías venderle pergamino? -he preguntado a Martin, quien ha movido negativamente la cabeza.

– Quería hacer un pedido. Para San Justo.

– Eso quiere decir que probablemente es el ayudante del tesorero o el maestro de los Fondos Comunes. Son pocos los canónigos autorizados a hacer compras para el cabildo, sobre todo compras como ésta. -Al ver cierto desasosiego en el rostro de Martin, he procurado tranquilizarlo-. No quiero negar con esto que un tesorero pueda haber sido maestro de gramática. Es lo más probable. Ten siempre presente que la experiencia pasada puede informar la presente. Yo lo olvido a menudo.